Viendo como viene la primavera, lluviosa y fría que casi parece el invierno, uno se pregunta si no habremos entrado, ya, en ese momento del no retorno que anunciaban para el cambio climático. Los indicios apuntan que sí, lo que pasa qué a ver quién es el guapo que se atreve a sacar el tema, ahora que los problemas de subsistencia son lo más inmediato. Allá se las compongan los que estudien el siglo veinte y se pregunten como fue que hicimos tan poco por evitar lo que todavía era evitable.
Dicho esto, conviene precisar que si el clima se ha vuelto loco y no reconoce las estaciones del año, la responsabilidad no es, solo, de España. Compete al mundo entero y, en especial, a China y Estados Unidos, que tomaron, y siguen tomando, el protocolo de Kyoto como la embestida de Don Quijote a los molinos de viento. Lo que sí es cosa nuestra, es que aún estábamos a tiempo de impedir que el desastre costero fuera irreversible. Bastaba con devolverle al mar lo que es suyo y a nosotros lo que es de todos. Tarea que sería posible si no fuera que nuestros gobernantes conciben el país como esos inquilinos gamberros que saben que dentro de poco tendrán que abandonar el piso y actúan como si no les importaran los desperfectos. Ahí los tenemos, imponiendo una nueva Ley de Costas con el alucinante argumento: “El impacto ya está hecho, aprovechémoslo”. Eso dijo, el secretario de Estado de Medio Ambiente, Federico Ramos.
Intuyo, por tanto, que no es cierto que el PP pisotee deliberadamente las leyes del PSOE, pero si, por casualidad, les da un pisotón, se alegra de habérselo dado. La excusa, para todo, es la crisis y la herencia recibida. Una herencia que, en este caso, suponía aplicar la ley para corregir, paulatinamente, los desmanes que se habían cometido, en terrenos de dominio marítimo, durante los años sesenta y setenta del siglo pasado.
Nunca entenderé por qué, tierra adentro, tienen tan poco respeto por el mar. Digo poco y debería decir ninguno, pues da la impresión que, quienes hacen las leyes, solo se acercan a la costa en verano, para bañarse y tomar un refresco en un chiringuito.
Lo lógico, para los que vemos el mar a diario, sería que estuviéramos hablando de estrategias de retroceso. Es decir, de evitar daños mayores a las playas y a los bienes inmuebles, aportando, además, seguridad a las personas, pero el PP acaba de hacer lo contrario. Nos acerca más al mar, permite la invasión del litoral, da pie para que lo privado se apropie de lo público, suplanta las competencias locales y autonómicas y, todo eso, lo hace por las bravas, imponiendo su criterio y sin escuchar a quienes apuntan, por ejemplo, algo tan elemental como que el Cantábrico no es el Mediterráneo.
Para el Gobierno, las tropelías no las cometieron quienes plantaron sus casas, sus chiringuitos o sus hoteles en espacios de dominio público ganados al mar, las cometió la Ley de Costas de 1988, por un exceso de proteccionismo. Una ley que acaban de eliminar sin advertir que da igual lo que legislen porque el mar tiene sus propias leyes. Quizá en Madrid no lo sepan, pero aquí sabemos que el Cantábrico no aceptará esta Ley de Costas, se pongan como se pongan.
Milio Mariño/ Artículo de Opinión/ Diario La Nueva España
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