Quizás sean, solo, figuraciones pero tengo la impresión de que cada vez hay más gente que va por la calle arrastrando una vida que no le parece la suya. Es cierto que el frio influye pero no creo que influya hasta el punto de que la gente camine encogida y cabizbaja, postura que achaco a que muchos se sienten avergonzados de haber consentido esa trama de sobornos y sobresueldos y, lo que es peor, de haber aceptado una vida, en negro, que vino a sustituir a la que, por ley, les pertenece.
No voy a negar que, aunque fuera a regañadientes, habían aceptado vivir peor. Habían aceptado convencidos, o no, de que era un mal necesario y, sobre todo, provisional. Eso les habían dicho: que cuando escampara la crisis les devolverían lo que les habían quitado. No se fiaban mucho, la verdad, pero en el fondo albergaban la esperanza de un futuro que les devolvería al pasado.
El problema, la tristeza que se deja ver en la calle, es que los promotores de la vida peor dijeron hace unos días, por boca de su presidente, que todo es falso menos algunas cosas.
Pensar así es poner en cuestión, prácticamente, todo; incluido que la vida que recordamos hubiera ocurrido efectivamente. De modo que en ese cúmulo de falsedades cabe suponer que incluirán, como falso, que antes viviéramos mejor. Dirán que vivirían mejor algunos, que es lo que ocurrió siempre, pero que eso de que la gente, en general, estaba mejor que ahora hay que tomarlo por un invento de los periódicos que se habrían propuesto sembrar la discordia hablando de un pasado que nunca existió.
Negar la evidencia, para tapar las miserias, viene a ser como la forma de mentir que tienen los niños para salir de un apuro. Esa es la consigna, se niega todo y luego que cada uno adapte el cuento a su historia. Eso hizo la Directora de Hacienda, aunque luego la historia se le fuera de las manos y reconociera que no sabía de qué hablaba. Si lo sabía el presidente de la CEOE, que siguiendo el guión de que todo son falsedades, afirmó que es mentira que haya seis millones de parados. Hubo más, muchas más declaraciones de ese tipo pero todo lo que podamos añadir insistiría en la indecencia, en la angustia insoportable que genera sentirnos nadie, que es peor que sentirse nada.
Mientras todo esto ocurre el país sigue adelante. Y la gente también. La gente sigue sacando a pasear a sus perros por el extrarradio de las barriadas y los parques municipales e incluso hay quien los viste con un impermeable o un jersey de lana pero, visto como están las cosas, muchos, bastantes, suscribiríamos aquello que Baudelaire dijo un día, que echaba en falta que a la lista de los derechos del hombre no se hubieran añadido dos derechos fundamentales: el derecho al desorden y el derecho a marcharse.
Algunos lo haríamos sí pudiéramos. Pondríamos tierra de por medio para perder de vista la descarada impunidad de los que saben que no van a pagar, que siempre habrá un indulto, una fecha oportuna de prescripción del delito, un silencio cómplice, un enjuague o la desfachatez de un Presidente de Gobierno del que hay indicios que cobró en negro, que, en plena crisis, se subió el sueldo y dice, de sí mismo, que es justo.
Milio Mariño/
Artículo de Opinión/ La Nueva España
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