Escribo poco, prácticamente nada,
sobre Avilés y las noticias locales. Y no será porque no me lo pidan. Les
aseguro, aun a riesgo de parecer pedante, que si hiciera caso a las peticiones podría
tener una sección como aquella que había en la radio de discos dedicados, solo
que en este caso serían artículos. Para fulanito en el día de su cabreo, deseando
que lo disfrute en compañía de sus amigos y compañeros de tertulia. Digo cabreo
porque las solicitudes, prácticamente todas, son para animarme a que escriba una
queja. Nunca un elogio.
Agradezco que intenten que escriba
algo que merezca la pena pero, de momento, voy a seguir en plan vagabundo. A lo
que salga. Y, hoy, lo que sale es que me quito el sombrero ante un detalle que
no esperaba. Desconozco la autoría, pero felicito a quien fuera que tuvo la
idea de regalarnos unas pirámides de flores que no solo están frente al
Ayuntamiento y en los sitios más céntricos, sino también en los barrios.
Aunque empieza a difuminarse, todavía
recuerdo que, en Avilés, la moda primavera verano venía tiznada de carbonilla y
humo a partes iguales. Nunca de flores. La Villa era sucia en todas las
estaciones del año y la vecindad deambulaba mustia y mirando con ojos de pez.
Había tristeza sin saber por qué. Y, buscando querer saber encontré que está
científicamente probado que las flores provocan sonrisas. Eso me pareció advertir
en El Parche cuando la gente volvía de verlas de cerca o hacerse una foto. El diagnóstico
era de alegría y felicidad y de haber dejado allí un “like, que es como, ahora,
dicen me gusta.
Celebro el detalle de las flores porque las ciudades, además de los
sitios donde vivimos, también son memoria. Están hechas de todo lo que recordamos,
de nuestros recuerdos de la infancia, la adolescencia y también de la edad
adulta. Estoy seguro de que no fue por eso, pero se me ocurrió que era un
detalle precioso ponerle flores al Avilés que ya no existe. A las chimeneas y
los gasómetros, los bares y los comercios que son historia. Pueden llamarme nostálgico
o, simplemente, inculto pero, para mí, los comercios y los bares tienen la
misma importancia que los monumentos. Forman parte de la identidad de nuestra
ciudad e incluso de nosotros mismos. Son un símbolo de resistencia contra esa
uniformidad mediocre que nos ha llevado a que la calle principal de cualquier
ciudad de España tenga los mismos comercios que nuestra avilesina calle La
Cámara.
Vayamos donde vayamos encontramos
las mismas tiendas de ropa, las mismas ópticas, perfumerías, zapaterías y hasta
los mismos quioscos de chuches. Ha desaparecido la esencia local. No queda nada
de aquello que nos distinguía de otro lugar y hacía que fuéramos únicos.
Es probable que no sean muchos,
pero algunos recordarán Precios Únicos, La Parisién, El Modelo, La Esperanza,
Los Álvarez, Verano, Bar Busto, Café Colón, Toldao, Confitería Galé, Los
Castros, Almacenes Pi… Yo sí los recuerdo. Tengo un rincón en mí memoria donde
guardo, como un tesoro, aquel Avilés que no existe. Lo bueno es que el óxido y
la roña se han desvanecido y aún me queda sitio para guardar este Avilés de
flores, gente contenta y calles preciosas. Uno puede elegir como vestirse para
salir de casa, pero no el paisaje que va a encontrar esa mañana.