Debido a mi enfermiza afición
por la lectura estoy muy acostumbrado a la justicia poética, que es la que rige
en las novelas y supone que, al final, los buenos siempre son recompensados y los malos reciben
el castigo que merecen. Hablo de una justicia que no se aplica de acuerdo con
la legislación vigente ni es administrada por los jueces, interviene de oficio
y sentencia que la vida, por medio de una casualidad o algo inesperado,
devuelve la jugada y hace que el culpable pague por lo que hizo.
Me gusta esta justicia; es más
justa que la otra. Si me piden algún ejemplo ahí va uno. Cazar elefantes es
legal, pero no parece que sea honesto que alguien los mate solo por divertirse.
Pues bien, recordarán que, hace unos años, el Rey Juan Carlos mató un elefante
en Botsuana. Lo hizo de forma legal, sin infringir ninguna ley, pero en aquella
cacería se fracturó la cadera por tres sitios y tuvo que ser evacuado de
urgencia a España. Mala suerte dijeron algunos.
Puede ser, pero sospecho que
intervino la justicia poética. Y si entramos a valorar el resultado, en
relación con los objetivos que persigue la justicia ordinaria, que son el arrepentimiento
y la reinserción social, el éxito fue rotundo. Poco después el Rey se dirigió a
los españoles y dijo: Lo siento mucho, me he equivocado, no volverá a ocurrir.
La justicia poética propicia
el buen rollo. Claro que también es verdad que, a la justicia ordinaria, le toca
bregar con asuntos que se las traen. Resulta difícil impartir justicia en una
sociedad tan polarizada como la nuestra. Ahora mismo no se habla de otra cosa
que de la condena al Fiscal General. Los de un lado opinan que se hizo justicia
y los del otro dicen que ha sido poco menos que un golpe de estado.
En la vida real, a diferencia
de lo que pasa en las novelas y en las películas, no siempre se hace efectiva
la verdadera justicia. Así que no es de extrañar que la gente de a pie piense que
los poderosos hacen lo que les viene en gana y gozan de impunidad. Al final, los
malos se van de rositas. Menos en las novelas y en el cine, donde interviene la
justicia poética y el criminal nunca gana.
El tribalismo al que hemos
llegado se aprovecha de que la justicia no es una ciencia, es interpretativa y está
demasiado enredada con leyes, procedimientos, corporativismo y posturas
preconcebidas que son un obstáculo para que se haga justicia como está mandado.
Como hace ese juez que llevamos en el cerebro y apela a la justicia poética.
Que es la que nos gusta y la que propicia finales bonitos: un timador que es
víctima de un timo, un cazador de elefantes que sale malparado, un ladrón que
en su huida choca contra un árbol… Desgracias que no deberían hacernos felices
pero que, en nuestro fuero interno, hacen justicia.
El caso del Fiscal General ya
no tiene vuelta de hoja, pero si, por casualidad, esta Nochebuena, a los Jueces
del Supremo se les quemara el pavo en el horno y tuvieran que cenar el pienso
de sus mascotas, más de uno se alegraría y diría que, al final, se hizo
justicia. Una perrería por otra.
Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España
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