Soy de los que no tienen fe. No,
no la tengo, pero les aseguro que se puede no tener fe y, sin embargo, creer en
la Navidad. En esa burbuja emocional que, aunque esté ligada a un origen
religioso, va más allá. Alcanza para que un agnóstico, al menos una vez al año
y por estas fechas, desee salud y suerte, felicite a todo el mundo y, de paso,
se felicite a sí mismo.
Es lo que hago y pienso
seguir así. Estoy convencido de que la Navidad nos gusta a casi todos por más
que sea un dilema todavía por resolver. Las calles iluminadas, la música por
todas partes, los escaparates a rebosar y la gente comprando como si no hubiera
un mañana, contagian un optimismo del que es difícil sustraerse. Poniéndonos en
lo peor, incluso si llegáramos a la conclusión de que la Navidad es una farsa y
todo está urdido para fomentar el consumo, puede servirnos para pasar buenos
ratos y disfrutar con la familia.
Ya imagino que, al oír familia,
a más de uno le saltaría la alarma y reaccionaría advirtiendo que ese disfrute
hay que ponerlo entre comillas porque en la mesa de nochebuena se dirán muchas
mentiras y las habrá de todos los colores. Piadosas, para evitar posibles
disgustos y no arruinar la fiesta, estratégicas, por razones egoístas, y
también algunas de supervivencia para protegernos de quienes se violentarían si
conocieran la verdad.
Cuento con ello. No me
importa que los detractores de la Navidad y las cenas familiares saquen pecho y
aludan a que, en definitiva, lo que mantendría unida a la familia, en la cena
de nochebuena, serían las mentiras. Bueno ¿Y qué? Si necesitamos mentir para
protegernos o proteger al resto, convivir pacíficamente, ser amables y no
romper la ilusión de los demás, se miente y ya está. Las mentiras solo son malas
cuando están directamente asociadas con las malas intenciones.
La verdad goza de mucho prestigio,
pero es cruel y despiadada y sería insoportable que nos la estuvieran
restregando, todo el tiempo, por los morros. La mentira, en cambio, aunque
tiene peor fama, sí está motivada por el deseo de no hacer daño, sirve para
ennoblecer la vida. Así que ya sentados a la mesa y dispuestos para cenar, no
es mala idea mentir para desarmar a los aguafiestas que no soportan la alegría
de los demás.
La mentira es defendible frente
a quienes presumen de cantar las verdades al lucero del alba y eligen la cena
de nochebuena como auditorio. Habría que verlos diciéndoles las verdades a sus
jefes, a su pareja, a sus amigos o, incluso, a ellos mismos. Es probable que,
en otros ámbitos, sean menos valientes.
Varios estudios coindicen en
que, como mínimo, mentimos entre diez y veinte veces al día. Todos, nadie se
salva. Lo que hay que tener en cuenta es por qué se hace. San Agustín decía que
la mentira no depende de la verdad, sino de la intención, de modo que si no hay
intención no hay mentira.
Tampoco es cuestión de buscar
excusas. El mismo argumento que utilizamos para mentirles a los niños, con Papa
Noel y los Reyes Magos, es válido para evitar la catástrofe y que la cena de
nochebuena sea un éxito. Las mentiras son necesarias cuando la verdad solo sirve
para hacer daño.

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Milio Mariño