A finales de
agosto contaba un periódico que, allá por Gaza, una madre había prohibido a sus
hijos que vieran, en internet, imágenes de hamburguesas y pollos asados porque solo
servía para que se hicieran daño. La madre, como todas las madres, trataba de
protegerlos y evitar que sufrieran. Les daba lo que podía: buenos consejos. No
podía darles comida porque no la tenía.
No es un relato
de ciencia ficción, es una historia real como tantas otras que ocurren en Gaza.
Nos esforzamos por comprender el mundo y la realidad se encarga de hacerlo
incomprensible. En Gaza, hasta hace poco, la gente moría por lo propio de una
guerra: las bombas y las balas. Ahora muere por eso y, también, de hambre.
El progreso solemos
evaluarlo por el desarrollo de la razón, de la ciencia y la tecnología, pero lo
que más progresa son las armas, la crueldad y variedad de formas con las que se
puede infringir dolor. Sin piedad, desoyendo los gritos de la inocencia.
De veras que lo
intenté, pero sigo sin comprender como es que hay niños que tienen internet y
no tienen qué comer. Las comunicaciones han avanzado de tal manera que los
niños que no tienen qué comer pueden ver imágenes de suculentas hamburguesas y apetitosos
pollos asados mientras nosotros, desde el otro lado, vemos cómo mueren de hambre.
Ellos no pueden hacer nada y nosotros, al parecer, tampoco. Somos testigos de crímenes
y atrocidades que nos resultan insoportables y lo más que hacemos es apartar la
mirada.
Tampoco es
nuevo. Lo mismo, o muy parecido, ya pasó otras veces y en otros sitios, así que
dentro de unos años alguien se preguntará cómo fue posible que ocurriera. Como fue
que nuestra generación presenció, sin hacer nada, que se cometiera un genocidio
y ancianos, mujeres y niños fueran asesinados mientras hacían cola para
conseguir un poco de agua y, si acaso, algo de comida.
La ONU acaba de
confirmar que en los últimos dos meses más de mil palestinos fueron asesinados
mientras buscaban comida. Unas víctimas a las que hay que sumar los 210 periodistas
que también fueron asesinados mientras buscaban noticias.
Las atrocidades no
paran de sucederse mientras los países de la muy civilizada Europa se limitan a
mandar ayuda humanitaria como si lo que está ocurriendo en Gaza fuera causado por
unas inundaciones, un terremoto o cualquier catástrofe natural. Asombra que asuman ser cómplices, ellos
sabrán por qué.
Sin poder
quitarme de la cabeza el horror de que, en Gaza, hay niños que mueren de hambre
mientras ven imágenes de hamburguesas y pollos asados, seguí con el periódico que
estaba leyendo y, dos páginas más adelante, encontré la noticia de que Homei
Miyashita, un profesor japonés de la Universidad de Meiji, acaba de crear una
aplicación para el móvil que permite lamer la pantalla. Un nuevo y curioso dispositivo
con el que la gente podrá experimentar gustos y sabores que podrían asimilarse
a la experiencia de algo parecido a comer en un restaurante.
El progreso es imparable. Esperemos que estos nuevos
teléfonos, que lames la pantalla y percibes el gusto de la comida que hayas
seleccionado, tarden en comercializarse. Ojala que no acaben llegando a Gaza y
caigan en manos de los niños. La maldad es insaciable, nunca tiene bastante.
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Milio Mariño