El campo es ese terreno que vemos cuando viajamos en coche de una ciudad a otra. Un terreno en el que viven las vacas, los conejos, las cabras, los mosquitos, un buen número de animales y algunas personas. Pocas, porque apenas queda gente por más que fray Luis de León dijera aquello de: ¡Qué descansada vida/ la del que huye del mundanal ruido / y sigue la escondida/ senda por donde han ido/ los pocos sabios que en el mundo han sido!
Lo curioso es que, no solo Fray Luis, una buena nómina de escritores ensalzaron la vida rural, pero pocos se fueron a vivir al campo. Todos o casi todos prefirieron la ciudad. Se conoce que una cosa es predicar y otra segar trigo. El campo es duro, muy duro, de modo que los campesinos emigraron a la ciudad en cuanto pudieron. Luego, allá por los años noventa, las condiciones fueron cambiando y se empezó a vivir mejor, pero los pueblos ya estaban vacíos.
Tampoco importaba mucho. Los economistas de entonces decían que, para la buena marcha de la economía, lo mejor era la tercerización. Es decir, que se redujera la proporción de personas empleadas en el campo y aumentara la del sector servicios. No sé si les hicieron caso pero el resultado fue que, actualmente, menos del 5% de la población activa trabaja en la agricultura y, de los que trabajan, una parte significativa son personas mayores. Algo que, según los estándares establecidos, sigue siendo un síntoma de progreso. Debe ser por eso que la Unión Europea insiste en desalojar a los pocos campesinos que quedan. Así se desprende de la PAC, la reforma de Política Agrícola Común, aprobada la semana pasada en Bruselas. Una reforma que vuelve a beneficiar a los grandes terratenientes y a la industria agroalimentaria, en detrimento de los que trabajan la tierra.
En España, sólo 350.000 personas están dadas de alta como trabajadores del campo, pero pasan de 900.000 las que reciben ayudas. ¿Quiénes son, entonces, si no están dados de alta como trabajadores, los que reciben la mayor parte de las subvenciones? Pues, aunque resulte extraño, son “campesinos” que conocemos de sobra. Son: Pastas Gallo, Nutrexpa, Osborne, Nestlé, Campofrío, Mercadona, la Duquesa de Alba, los grandes viticultores y los terratenientes de siempre, incluidos algunos amigos y familiares de Arias Cañete, como su esposa, Micaela Domecq, propietaria de Bodegas Domecq.
La nueva reforma, pactada la semana pasada en Bruselas, insiste en la idea de desmantelar lo poco que queda del sector el agrario. Es como si volvieran con aquello de que el futuro no está en la industria ni en el campo, está en ocio. Quizá no se han dado cuenta de que ya hemos llegado al futuro que predecían y la mala noticia es que las cosas no fueron ni van por ahí. Da lo mismo, ellos insisten en que el camino correcto es avanzar hacia una agricultura sin campesinos. Es que vayamos al campo con la mesa, las sillas y la sombrilla y dejemos de trabajar la tierra que, para eso, ya están los especialistas. Ya están las empresas de la agroindustria y la distribución que controlan todos y cada uno de los eslabones de la cadena alimentaria, desde las semillas hasta el producto final.
Antes los campesinos eran Pepe, Manolo y Antón. Ahora son Nestlé, Mercadona y Carrefour. Así es la vida.
Milio Mariño / Artículo de Opinión/ Diario La Nueva España
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