Días pasados, mientras soportaba con agrado ese frio viento gallego que siempre nos trae buen tiempo, veía, desde lo alto, que la gente sigue bañándose en Santa María del Mar. Una playa preciosa que aún no ha podido sacudirse, del todo, de los restos de carbón. Lo mismo que Los Quebrantos, que fue playa minera donde las mujeres no iban a tomar el sol, iban a recoger carbón hasta que llenaban un cesto que luego cargaban en la cabeza con la elegancia de quien tiene más maña que fuerza.
A uno le tienta creer que aquel carbón de los lavaderos, que el Nalón vertía en la mar y la mar devolvía a las playas, lejos de ser catástrofe, era una estratagema de la propia naturaleza para mantener alejados a los turistas y los especuladores inmobiliarios, pues los nativos presumían, encantados, de que sus playas albergaran un tesoro subacuático que en unos casos venía de lejos y en otros estaba bajo sus aguas.
Arnao, por ejemplo, era una playa con planta baja de arena y sótano de carbón negro por el que paseó la excelsa reina de las Españas, Doña Isabel II, llevando de la mano al miedoso de su marido. Francisco de Asís, aquel a quien el pueblo llamaba “Paquito el Mariquito” porque, según contaba la Reina, meaba agachado, como las señoras, y llevaba más encajes y puntillas que ella misma.
Santa María del Mar, que acabaría por recibir restos de la gravilla que salía por San Esteban, tenía carbón propio, tanto o más que Arnao. Tenía para cargar, los menos, dos barcos, que fueron los que se cargaron, en 1.581, en El Puerto de La Llada, por mandato de Felipe II, con destino a Portugal.
El carbón, la hornaguera como llamaban entonces, lo había descubierto, en 1.569, un el fraile de Naveces llamado Agustín Montero. Fue la primera explotación de carbón en Asturias y en España. Era una veta de mucha anchura que situaron en Arancés, en un terreno propiedad de Francisco Garay, aunque es probable que estuviera cerca de la playa. Así lo indica Jovellanos quien, después de haber visitado Santa María del Mar el 13 de octubre de 1.791, escribió, en un informe, que la veta estaba a dos tiros de piedra de la playa abierta. Apuntando, en el mismo informe, que, con buen tiempo, el carbón podía cargarse en gabarras y remolcarlas hasta Avilés.
No es ningún secreto, por tanto, que teníamos, y tenemos, playas que cuentan con carbón propio y carbón ajeno pero, en ninguno de los dos casos, fue, ni es, impedimento para que los nativos, y algún forastero, disfruten de las citadas playas y de los terapéuticos baños en el Cantábrico. Ahí tienen a Rubén Darío, el poeta, periodista y diplomático nicaragüense que, allá por 1905, ya se bañaba, desnudo, en la playa de Los Quebrantos.
Rubén Darío solía bañarse de noche, y desnudo, en compañía de su amante “Tataya”, una campesina de Gredos a la que, él mismo, había enseñado a leer. Antes del baño, al atardecer, escribía, tocaba el piano y lo mismo le daba al ajenjo que al champán francés. Era un hombre, culto y refinado, al que no le importaba bañarse en una playa que, en aquella época, si tenía restos de carbón. Era, como se decía entonces de los intelectuales con dinero, un señor respetable que llevaba una vida moderna y cosmopolita.
Milio Mariño/ Artículo de Opinión/ Diario La Nueva España
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