lunes, 4 de enero de 2021

Año nuevo y salario viejo

Milio Mariño

Dado que solemos empezar el año con buenos y renovados propó- sitos, he pensado que tal vez venga al caso hablar del salario mínimo. Sobre todo, después de que la CEOE, los partidos de la oposición, un buen número de economistas y hasta la ministra Calviño dijeran que una subida, mensual, de nueve euros tendría malas consecuencias para la recuperación económica y sería más perjudicial que beneficiosa para los trabajadores.

La subida que se plantea, un 0,9%, la califican de inoportuna. Dicen que no es el momento y añaden que los trabajadores más precarios verían amenazados sus empleos por el incremento de los costes laborales.

Nada nuevo. El principal argumento vuelve a ser sacar de paseo al fantasma del paro. Pero la contestación es sencilla. Si resulta que se destruye empleo porque el salario mínimo empieza a ser mínimamente aceptable, entonces lo que había no era empleo, era una estafa.

 Conviene insistir en esto porque los trabajadores más precarios, los que peor lo están pasando, no sé si, ahora, serán inoportunos, pero suelen tener la costumbre de pedir, todos los años, que les suban el sueldo. Igual que los pensionistas, los funcionarios y el resto de los trabajadores, incluidos los políticos. Lo único que, en este caso, los que menos ganan, cegados seguramente por su egoísmo, piden que les suban, al mes, nueve euros y no atienden los consejos ni agradecen los desvelos de quienes dicen que quieren lo mejor para ellos. Son tozudos. Siguen sin darse cuenta de que, como apuntan los que se niegan a subirles el sueldo, siempre será mejor cobrar algo, lo que el empresario tenga a bien darles, que acabar en el paro, sin cobrar un euro.

Igual es casualidad, pero los que se oponen a la subida no cobran, al mes, 950 euros, cobran cuatro, cinco y hasta diez veces más. Lo cual no quiere decir que no estén capacitados para dar buenos consejos. La prueba es que ahí los tenemos, aconsejándonos de que, por nuestro bien y para la buena marcha de la economía, la temporalidad, los contratos basura y los salarios tercermundistas deben continuar como están porque pretender corregir las desigualdades, aunque solo sea un poco, supondría que la economía iría peor y se estancaría la recuperación.

Quienes opinan así es evidente que no viven en el mismo mundo de los que cobran el salario mínimo. No entienden que madrugar todos los días para ir a trabajar y que el salario no alcance para cubrir las necesidades básicas pueda ser incluso más frustrante que estar en el paro. Tampoco entienden lo que es vivir en la miseria y oír que no pueden subirte, al mes, nueve euros porque sería perjudicial para ti y para economía de tú país. No les pasa por la cabeza que decir eso suponga una humillación que afecta a la dignidad de las personas. Una inmoralidad que evidencia el cinismo de los que están arriba y se permiten tamañas barbaridades sin sentir, siquiera, ni un átomo de vergüenza.

Encarar el año nuevo con el salario del viejo alcanza para una reflexión simple y sencilla. Si subir nueve euros mensuales supone, de verdad, un coste excesivo para las empresas; si, realmente, no son capaces de competir, innovar o incrementar su productividad como para poder hacer frente a ese incremento ridículo, entonces apaga y vámonos. La economía española no tiene remedio. 

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España


lunes, 28 de diciembre de 2020

Hoy es mi santo

Milio Mariño

Como bien saben no me llamo Inocencio, pero he decidido que hoy sea mi santo y pienso celebrarlo. Celebro no haber sucumbido a ese mundo en el que sólo se cultiva la desconfianza como única forma razonable de encarar la vida y alcanzar el éxito. Pertenezco, por decisión propia, al mundo de los inocentes, los incautos, los que se fían de los demás, los que aún creen en el amor y los que confían en el futuro y sueñan con un mundo mejor.

Formo parte de esa pequeña tropa. Por eso empecé diciendo que celebro el día de los inocentes como si fuera mi santo y no como nos dicen que tenemos que celebrarlo. Ahora se lleva menos, pero hasta hace poco, tal día como hoy 28 de diciembre, los periódicos y las televisiones solían publicar una noticia falsa mezclada entre las reales. Así era como celebraban el día de los inocentes, con una broma cuya gracia consistía en ver cuántos picaban y tomaban la noticia en serio para regocijo y cachondeo de los listos sabelotodo a los que nadie se la da con queso.

Hoy en día, la inocencia no está, para nada, bien vista. Vivimos en una sociedad que no solo se ríe de los inocentes, sino que, además, los desprecia. Ser bueno no se identifica nunca con el éxito, se identifica con el fracaso. Tal vez se deba a que la bondad y la inocencia son más humanas y, por tanto, más frágiles y vulnerables. Eso explicaría que nos eduquen en la desconfianza, advirtiéndonos desde pequeños: Tú no te fíes de nadie, no creas a nadie ni te dejes engatusar. Ten cuidado porque cada cual va a lo suyo y lo único que quieren es aprovecharse de ti.

Pues, allá ellos. Que se aprovechen, si es que pueden, porque la inocencia a la que me refiero no tiene que ver con la ingenuidad. Es otra cosa. Es ir de frente y actuar con el corazón en la mano sin reparar en gastos ni esperar beneficios. Es ser bueno y honesto, lo cual suele entenderse de mala manera llegando, incluso, a ser motivo de burla. La prueba la tienen en la conocida frase: Es tan bueno que parece tonto.

Ser bueno, en opinión de muchos, supone tener menos inteligencia o, incluso, ninguna. A eso hemos llegado. Lo que triunfa y está de moda es ser un malvado. Ser malo es, ahora, lo bueno. Quienes tengan buenas intenciones están condenados al fracaso. Puede servir como ejemplo lo que ocurre en las redes sociales. Quienes triunfan son los que dicen las burradas más grandes, insultan con mayor agresividad o menosprecian con las peores palabras. Cuanto más malvado mejor. Da lo mismo lo que sea cada cual: político, empresario, juez, banquero o una oveja más del rebaño.

A pesar de todo, creo y confío en el ser humano. Es por eso que hoy, día de los inocentes, me apetece defender la inocencia. Ya sé que es ir contracorriente, pero qué quieren. Acepto qué si alguien me ve por la calle con un monigote en la espalda no me avise ni me lo quite. Seguro que lo merezco, aunque no le vea la gracia. Para que fuera gracioso la risa debería ser compartida. De todas maneras, no me importa que me señalen y se rían a carcajadas. La cosa está tan jodida que reírse es una necesidad primaria.

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 21 de diciembre de 2020

Regularizar una vida es, realmente, difícil

Milio Mariño

Nuestro emérito don Juan Carlos ha regularizado, con Hacienda, lo suyo de las Tarjetas Black, pero aún no ha regularizado su vida. Su vida, y su figura, que la prensa glorificó durante décadas, ha ido convirtiéndose en una especie de fraude, muy difícil de regularizar. No alcanza con la socorrida historia de que fue él quien nos trajo la democracia. No alcanza porque tampoco es cierto. España volvió a la democracia por la presión social y política de sectores muy significativos de la población que no aceptaron sucedáneos como los que, inicialmente, se pretendían.

Si nos atenemos a los hechos, don Juan Carlos juró defender los Principios del Movimiento. Una decisión con la que no estuvo de acuerdo su padre, don Juan, que insistía en que no debía proclamarse rey antes de que hubiera democracia. Pero se conoce que había prisa; importaba más ceñir la corona que normalizar la situación política.

El siguiente episodio, el 23 F, tampoco deja muy claro cuál fue el papel que jugó don Juan Carlos. Cierto que esa noche dio un paso al frente, pero, en principio, estaba de acuerdo con la idea de quitar a Suárez y poner al general Armada al frente de un Gobierno de Concentración. Al final, rectificó y apostó por la democracia. Nos salvó de un Golpe de Estado que él mismo había puesto en marcha.

Lo que vino luego fue una impunidad, mal entendida, que le permitió hacer y deshacer a su antojo, ante la mirada de unos cortesanos que siempre estuvieron al quite para tapar sus conductas impropias o, incluso, delictivas. Quienes le rodeaban, sabían de sus adulterios continuados, de las amantes sufragadas con dinero público, las cacerías de elefantes y osos, los maletines de dinero negro, las cuentas opacas en Suiza y otros paraísos fiscales, la máquina de contar billetes, sus negocios con los jeques árabes, su amistad con banqueros corruptos, el apoyo para que su yerno montara un chiringuito y lograra enriquecerse y otras mil trapacerías que se solucionaban por debajo de la mesa para que no se enterara nadie y el rey pudiera seguir haciendo lo que le diera la real gana.

Vaya en su descargo que, don Juan Carlos, lo que sí quiso regularizar fue su situación conyugal. Primero lo intentó en 1.992, cuando le dijo a Sabino Fernández Campo que por qué no se podía divorciar, como lo hacían miles de españoles, para casarse con el amor de su vida, la mallorquina Marta Gayá. Volvió a intentarlo en 2012, en una cena en el restaurante El Landó, con el entonces Príncipe Felipe y las Infantas, donde, según se supo después, tanteó la posibilidad de divorciarse con el argumento de que se había enamorado de una princesa alemana.

La situación, ahora, está más o menos así: La regularización conyugal es evidente que no se hizo y la de Hacienda parece ser que tampoco, pues a pesar del reciente pago de 678.393 euros, según los técnicos de la Agencia Tributaria tendría que haber abonado más de treinta millones para ponerse al día. Queda que regularice su vida y vuelva a vivir en España, algo muy complicado porque don Juan Carlos desea volver, pero su hijo Felipe, que le ha retirado la asignación de la Casa Real, no está por que vuelva y se aloje en La Zarzuela. Lo quiere fuera y alejado de la monarquía.

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva ESpaña

lunes, 14 de diciembre de 2020

Menuda tropa, los militares de las cartas

Milio Mariño

La actualidad de estos días ha puesto de manifiesto la repercusión que puede tener que alguien firme una carta y añada que ha pertenecido a las Fuerzas Armadas. Es como si lo que escribiera fuera muy importante y mereciera una mayor atención. Pues bien, aunque quienes suelen leerme tal vez se extrañen y frunzan el ceño, yo también me considero un militar retirado. Anda que no. Estuve dieciocho meses en el ejército, haciendo la mili, y, en tan corto espacio de tiempo, logré ascender nada menos que a cabo primero. De modo que ahí lo dejo, no quiero especular sobre la graduación que podía haber alcanzado si llego a estar treinta o cuarenta años en ese oficio. Imagino que, como poco, daría para que me incluyeran en un WhatsApp de militares yayos y me preguntaran si deseaba suscribir, y firmar, algunas de las cartas que enviaron al Rey como quien escribe a los Reyes Magos.

Que no haya sido el caso no quiere decir que renuncie a considerarme un militar retirado. Lo que dije lo mantengo a pesar de que, sospecho, debo estar entre los 26 millones de españoles, en realidad ni siquiera nos llaman así, sino que nos califican como hijos de puta, que merecen ser fusilados. No es una sospecha infundada, cuando el Golpe de Tejero ya me avisaron de que estaba en una lista que habían confeccionado los ultras de la comarca. Así que me doy por aludido. Mi contribución fue modesta, pero estoy entre quienes se dejaron la piel y la vida por aquello que llamaron la transición hacia la democracia. Una democracia imperfecta y muy mejorable, de acuerdo, pero democracia, al fin y al cabo. Algo muy diferente de lo que pretenden quienes hablan de fusilamientos y animan al Rey para que se ponga al frente de una rebelión que nos devolvería a los tiempos de Franco.

Era lo que nos faltaba para completar este año aciago, lleno de muerte, enfermedad y ruina económica. Parece como que fuéramos víctimas de una maldición o un castigo que consiste en que nunca conseguiremos librarnos de que los militares nos amenacen con volver a la dictadura. Siguen haciéndolo y lo inconcebible del caso es que justifiquen sus amenazas diciendo que el Gobierno impone el pensamiento único y quiere cargarse la democracia.

Parece una broma, pero es para tomarlo en serio. Estamos ante otro episodio como aquel de la Operación Galaxia que acabó desembocando en el 23F. Entonces también se dijo que eran conversaciones de café, aún no había WhatsApp, de unos viejos uniformados nostálgicos del franquismo. Quizá sea eso, pero en Francia, el Reino Unido o Alemania sería inconcebible que unos militares, retirados o no, fueran capaces de decir y hacer algo parecido. El pasado mes de junio, Ángela Merkel desmanteló un cuerpo de élite del Ejército por sus vínculos con la extrema derecha. Así que no valen ambigüedades ni ponerse de perfil. Estos militares, que hablan de fusilamientos y de volver a la dictadura, ostentaban el mando del ejército y la defensa de España hace apenas cuatro días.

La pregunta es obvia: ¿En manos de quién estábamos? Pues ya lo ven. En manos de unos militares que creíamos demócratas y resulta que eran, y son, unos golpistas que ensalzan a Franco y actúan como si España fuera suya y nosotros carne de cañón. Menuda tropa.  


Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España


lunes, 7 de diciembre de 2020

Las luces del alcalde de Madrid

Milio Mariño

Doy por supuesto que estarán al tanto de que, este año, el Ayuntamiento de Madrid ha instalado, como principal novedad del alumbrado navideño, cuatro banderas de España de un kilómetro de longitud, cada una, en los puntos cardinales de la ciudad. Las citadas banderas, formadas por luces led, cuestan 154.000 euros y el coste total del alumbrado asciende a 3,2 millones. Cuestión que señalo como un dato más ya que la intención no es suscitar el debate sobre si gastar tres millones de euros en luces de navidad se ajusta a la situación económica actual o es un derroche. El tema no es ese. Lo que llama la atención, más que el coste del alumbrado, es que sustituyan las típicas luces de navidad, ya saben, los muñecos de nieve, las velas, los renos con sus trineos y las campanillas de colores por cuatro banderas de España de un kilómetro de longitud.  No le encuentro sentido. Entiendo que es aprovecharse de un símbolo y utilizarlo para unos intereses políticos que no vienen al caso y menos en Navidad.

Dice el alcalde, Martínez Almeida, que a nadie debería extrañarle que esas cuatro banderas enormes, de luces led, estén presentes en la Navidad de la capital. Que las banderas de España se ponen como elemento de unión y para levantar la moral. Eso dijo, sin darse cuenta que le crecía la nariz, pues todo apunta a que, en realidad, lo que se pretende no es iluminar las calles para llenarlas de luz y color, sino utilizar las banderas como arma para demostrar que hay una España patriota, la que gobierna en la capital, y otra España deleznable que no pone banderas kilométricas porque está gobernada por rojos de la peor calaña que reniegan de los símbolos nacionales.

Disimulan y se ríen por lo bajinis porque el objetivo es evidente. Encaja con la actitud obscena de los políticos que se envuelven en la bandera para justificar lo injustificable. Lo vemos cada dos por tres, aunque si algo nos faltaba por ver es que vinculen la bandera de España con la Navidad. A este paso, imagino que plantarán otra bandera enorme en el Portal de Belén para que nos quede claro que María y José son de derechas y su hijo Jesús también. Y, ya puestos, tampoco me extrañaría que, en otro arrebato patriótico, a alguien se le pudiera ocurrir sustituir la mula del pesebre por la cabra de la legión, si es que la cabra se deja y no tira al monte.

No pretendo hacer un chiste. Pretendo poner en evidencia que aprovechar las luces de Navidad para endilgarnos cuatro banderas de España, de un kilómetro de longitud, es una mamarrachada hortera que causa vergüenza ajena. En la propia disculpa del alcalde, en eso de que a nadie debería extrañarle, se advierte la penitencia. Parece que, a él, si le extraña. Pero, como debía estar en racha, aprovechó la rueda de prensa para añadir muy ufano: “Puedo garantizar a todos que los Reyes llegarán a Madrid pues, este año, es más necesario que nunca que nos dejen regalos".

Viendo las luces del alcalde, cabe preguntarse si la garantía que ofrece, eso de que los Reyes llegarán a Madrid, se refiere, solo, a los Reyes Magos o también incluye a ese Rey patriota que, ahora, vive en oriente a costa de los regalos.

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario / La Nueva España


lunes, 30 de noviembre de 2020

La Ley Celaá decepciona

Milio Mariño

A mí también me ha decepcionado la nueva ley de enseñanza de la ministra Isabel Celaá. Pienso que ha sido otra oportunidad perdida para acabar con los privilegios de la escuela concertada y suprimir las subvenciones a los centros tutelados por la iglesia católica, que siguen y seguirán gozando del mismo trato de favor que tenían cuando el franquismo.

La decepción ha sido todavía mayor después de comprobar que España es el país de la Unión Europea con menos porcentaje de alumnos en centros públicos. Aquí apenas llegamos al 67%, mientras que la media en Europa es el 81% y hay países, como Francia, donde la escuela pública, y laica, acoge al 85% del alumnado total.

Así las cosas, viendo como estamos y como están en Europa, y que, a pesar de todo, hace un par de domingos salieron en procesión un buen número de coches repletos de globos, lazos naranja y monjitas gritando libertad, a mí también me entraron las ganas de salir a la calle y contramanifestarme al grito de quiero una enseñanza pública para todos que cumpla ciertas premisas fundamentales como la igualdad, el respeto mutuo y la no discriminación por razón del poder adquisitivo o el estatus social. Una escuela democrática, independiente del poder adquisitivo o el pedigrí de las familias, en la que los niños y los jóvenes tengan derecho a formarse como ciudadanos libres y acabar siendo lo que, realmente, quieran y no lo que les impongan sus padres.

Pedir libertad, en la enseñanza, es pedir eso y no lo que están pidiendo quienes tienen la desfachatez de gritar libertad, al tiempo que ignoran, de forma interesada, qué en la escuela pública, al contrario que en la privada, no se adoctrina. La escuela pública es un espacio libre, sometido a la ley y sin privilegios, en el que los docentes imparten los contenidos curriculares con verdadera libertad de cátedra. Cosa que no ocurre en los centros privados o concertados, donde los profesores tienen que someterse a los dictados ideológicos del dueño del centro, que es quien les contrata y les paga, aunque sea con dinero público.

Por eso, nunca mejor dicho aquello de que cae antes un mentiroso que un cojo. Quienes, ahora, gritan libertad y se oponen a la nueva ley, no lo hacen porque les importe la calidad de la enseñanza. Lo hacen por un interés que ocultan con mucho cinismo. Unos para defender el negocio de la concertada y otros para no perder el privilegio de mandar a sus hijos, por poco dinero, a escuelas que se diferencian de la pública porque no tienen inmigrantes, ni pobres que no puedan pagar las cuotas de actividades complementarias, ni niños que no superen los filtros que imponga el centro.

La verdad es la verdad y lo demás son milongas para quien quiera escucharlas. Resulta, cuando menos, curioso que siempre que gobierna la izquierda, la derecha salga con el cuento de que la escuela pública es una institución que adoctrina. No es casualidad, tampoco, que traten de liarla confundiendo la libertad de todos, la ciudadana, con una supuesta libertad que se sacan de la manga para defender que ciertos padres tengan derecho a mandar a sus hijos a un colegio privado, subvencionado con dinero público.

Pueden estar tranquilos, por desgracia, la Ley Celaá decepciona. Es otra oportunidad perdida que no modifica, apenas, la enseñanza que tenemos.

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España



lunes, 23 de noviembre de 2020

Ahora nos toca a nosotros, dicen ellos

Milio Mariño

Tengo unos amigos que son tan benévolos y me quieren tanto que, todavía, no aceptan que diga que soy un viejo y me regañan cuando lo digo. Lo agradezco, pero sé que para el trabajo lo soy, porque ya estoy jubilado, y para la política también, pues lo uno va con lo otro o, al menos, así es como lo entiendo yo. Otra cosa es que no me sienta viejo para opinar y que me preocupe en manos de quién he dejado el país para este trámite de la vejez y para los que vengan detrás de mí.

Justo por eso, por lo que acabo de decir, leí con mucha atención estas declaraciones de Adriana Lastra de hace apenas una semana: “Yo siempre escucho atentamente a nuestros mayores, pero ahora nos toca a nosotros. Somos una nueva generación a la que le toca dirigir el país”.

Igual son los años, pero pienso que, en realidad, lo que quiso decir la portavoz socialista fue: Aquí se hace lo que nos salga de la entrepierna y el que no esté contento ajo y agua. Ya va siendo hora de que los de la vieja escuela se retiren de una pajolera vez y dejen de dar la vara cada dos por tres.

Las declaraciones a las que me refiero, fueron a propósito del ruido que se formó por el posible acuerdo del PSOE con Bildu para los presupuestos. Ruido que no comparto porque creo que quienes, ahora, se escandalizan y hablan de arcadas y vómitos tienen un estomago a prueba de bomba que no hace tanto digería, sin escrúpulos, sapos y culebras a dar por un tubo. De todas maneras, que tenga esa opinión de algunos de los llamados “Barones Socialistas” y de otros del PP, Ciudadanos y Vox que están buenos para callar, no quiere decir que avale lo que dijo Adriana Lastra sobre el relevo generacional que reivindica y, en mi opinión, no debería producirse, únicamente, por la edad de los protagonistas sino también, y sobre todo, por la calidad humana, el compromiso y la credibilidad necesaria de quienes, finalmente, lo lleven a efecto.

Ahora nos toca a nosotros, dicen ellos. De acuerdo, muy bien. Pero “el toca” al que se refieren no sería bueno que lo tomaran como el premio de esa tómbola que es la vida. La edad no garantiza inteligencia, honradez ni capacidad de liderazgo. No garantiza nada, a no ser una visión diferente del presente que nos toca vivir.

La cuestión es que si hablamos del presente no podemos pasar por alto que la dedicación a la política se ha convertido para muchos en una salida profesional exclusiva, de modo que, a día de hoy, la propia Adriana Lastra, Pablo Casado, Santiago Abascal y un buen número de políticos de más de cuarenta años, no han hecho otra cosa en su vida que desempeñar cargos públicos. Así que menos lobos y más empatía para reconocer que la necesaria renovación política tiene mucho que agradecer a los veteranos que han arropado a esta generación y la han ayudado a crecer.

Los políticos de ahora tal vez tengan varios doctorados, master a tutiplén, hablen correctamente inglés y manejen el ordenador como mi abuelo manejaba la fesoria, pero les sobra mucha soberbia y les falta humildad. Esperemos que, además, no sean sordos del todo porque si lo son, mal negocio.

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España