Miraba sin disimular, aun a riesgo
de que pensaran que soy un viejo mirón, pero era incapaz de distinguir, por la
forma de vestir, a tantos jóvenes ultra como, al parecer, dicen que hay. Cosa
que, en principio achaqué a la catarata que tengo en el ojo izquierdo y avanza sin
remisión hacia el láser reparador, aunque luego, a fuerza de mirar, llegué a la
conclusión de que ni yo ni nadie puede saber la ideología de un joven por lo
que lleva puesto. Todo un problema porque así, a simple vista, no sabes con
quién te la juegas.
Antes, en mí época, era diferente. Entonces se
distinguía fácilmente a los rojos por las malas pintas que llevábamos. Lucíamos
unos pelos, unas barbas, unas camisas a cuadros y unas chaquetas de pana barata
que cantaban a un kilómetro de distancia.
Eso nosotros; las chicas aún lo tenían peor. Además de asimilarlas a
nuestra ideología las llamaban guarras porque iban con unas minifaldas
cortísimas, algunas sin sujetador y se había difundido la leyenda de que no se
depilaban el sobaco y, en cambio, sí lo de más abajo.
Distinguirnos era muy fácil porque
enfrente solían estar los de uniforme gris y los que vestían traje y corbata y se
cortaban el pelo casi como en la mili. Bastaba una simple mirada para saber
quién era quién. Y sí, en vez de la vista, hablamos del oído ya ni les cuento.
Había un abismo entre la música que escuchábamos y la patriótica canción
española. Pasaba otro tanto con la literatura, el cine, el teatro…
Compartíamos una estética, unos
valores y unas expectativas que, claramente, nos diferenciaban. Por eso mi
empeño en buscar referencias de este giro hacia la ultraderecha. Empeño que fue
inútil porque no creo que sirva como referente estético aquel mamarracho que en
el asalto al Capitolio iba con el torso descubierto y una cabeza de búfalo,
disfrazado de vikingo. Tampoco parece que sirva la música para definir y
distinguir a la derecha más ultra. El tema más conocido tal vez sea Seven
Nation Army, de los White Stripes, pero el propio grupo demandó a Trump por su
utilización y aquí en España fue usado para poner música al desgraciado slogan:
¡Que te vote Txapote! En resumidas cuentas, nada de nada.
La extrema derecha no tiene
ningún signo propio de distinción. No tiene épica ni estética, tiene freaks
como Donald Trump y Javier Milei, pero nada más. De ahí que insista en
preguntar cómo es posible que los jóvenes se estén dejando seducir por gente que
dice muy poco en favor de la especie humana. Claro que, a lo mejor, es mentira
que los jóvenes se estén haciendo fascistas. Sería como seguir arando con
bueyes. Una obstinación incomprensible por más que haya quien lo considere un
acto de rebeldía. Aún con eso, todavía tengo mis dudas. Me mosquea que tengan
por elegancia ir de fiesta vestidos con una chaqueta de chándal.
Milio Mariño /Artículo de Opinión / La Nueva España
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