El abrumador despliegue mediático
en torno a la elección del Papa y la expectación que se creó sobre si supondría
un cambio o una continuidad, fueron propicios para avivar viejos recuerdos
relacionados con el clero. También ayudaron otras noticias como que los
cocineros y camareros seleccionados para atender a los Cardenales del cónclave,
tuvieran que firmar, previamente, un juramento
de confidencialidad. Requisito que no impidió que supiéramos que los
menús debían ser frugales para evitar que sus eminencias pudieran verse
afectados por incomodas flatulencias que, al decir de Quevedo, son aire que
sale por un descuido y vaga como alma en pena.
Coincidiendo con las revelaciones
sobre el menú, el diario “Corriera della Sera” nos puso al tanto de unas
declaraciones del arzobispo jubilado Anselmo Guido Pecorari en las que decía
que un cardenal extranjero, del que omitía su nombre por amistad, había
invitado a otros colegas a su habitación, después de cenar, y habían consumido todos
los licores del minibar, creyendo que eran gratis. Decisión de la que se
arrepintió, al día siguiente, cuando vio que los cargaban en su cuenta.
Esta anécdota y lo que se dijo
sobre la frugalidad de las comidas que sirvieron en el cónclave, nos llevan a la
fama que tuvieron los curas en cuanto al buen comer y la buena vida. La antigua
y popular frase: comí como un cura, se atribuye a un episodio ocurrido en
Santiago de Compostela a principio de los años cincuenta. Entonces eran tiempos
de escasez y comer mucho y bien en un restaurante estaba al alcance de pocos y
sucedía en ocasiones muy especiales. Así fue que un comensal dijo en voz alta comí
como un cura y se encontró con una respuesta inesperada: ¡Querrá decir que
comió como un animal de bellota!, dijo un cura desde otra mesa. Viene a ser lo
mismo, no advierto la diferencia, respondió el aludido.
Los curas, los obispos y,
especialmente, los cardenales tienen fama de saber elegir con esmero los placeres
de la mesa, incluido el buen vino. La expresión “boccato di cardinale”, que
usamos para referirnos a un bocado exquisito, viene de su boca, no de la
nuestra. Certifica que la cocina vaticana ha brillado, durante más de veinte
siglos, por su excelencia y por encima de cualquier moda. En el Vaticano siempre
se ha comido lo mejor de lo mejor. Algo que no tiene que ver con la gula, sino
con la calidad. Por eso no se considera pecado que a la jerarquía eclesiástica
le guste comer bien. El sobrepeso, que suele ser común en el ámbito sacerdotal,
puede suponer un riesgo cardiovascular, pero en ningún modo impide el buen
ejercicio de la acción pastoral.
Cuesta entender que insistieran
en la sobriedad de la comida de sus eminencias. Más que de un cónclave parecía que
fueran menús de hospital. Alguien debió
pensar que la cocina es buen lugar para el diablo y mejor evitar tentaciones.
Mejor que no pase lo que, cuentan, le pasó a un cura que comió una suculenta fabada
y, a eso de la media tarde, tuvo que sentarse a confesar. Lo intentó con todas
sus fuerzas, pero el gas pudo más que su voluntad y una señora, que acaba de
arrodillarse en el confesionario, dijo: Por Dios, que mal huele aquí. Son sus
pecados, señora, respondió el cura. Trae usted unos pecados que huelen fatal.
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Milio Mariño