lunes, 11 de mayo de 2020

Arremangarse por España

Milio Mariño

Cuando escampe la que está cayendo, por este Covid-19 que mata a los viejos y a los jóvenes los deja sin empleo, la situación de España será tan complicada que necesitará que todos nos arremanguemos para echar una mano, o las dos si hace falta. No valdrá la disculpa de tenías que haberme llamado ayer y me llamaste hoy por la mañana ni tampoco la de yo con ese no me junto y si está él no cuentes conmigo. Habrá que contar con todos porque todos somos necesarios y nadie es más que otro ni menos tampoco. Así que sobra el orgullo mal entendido, la soberbia y la distinción por colores. Si se empieza por abordar el problema en plan rojos y azules, y no por la necesidad de un acuerdo, mal empezamos. Serían ganas de no decir a las claras si se está dispuesto a arrimar el hombro o la idea es empujar hacia el precipicio. Algo no descartable pues solo hay que acordarse de lo que dijo Cristóbal Montoro cuando la crisis de 2008: “Si cae España que caiga que ya la levantaremos nosotros”.

Aquello fue una irresponsabilidad entonces y lo sería más todavía ahora. Lavarse las manos y negar cualquier compromiso, haría mucho daño y no resolvería nada. El sálvese quien pueda y leña al Gobierno, para aprovechar la catástrofe y rentabilizar el descontento en las próximas elecciones, no estaría en consonancia con lo que desean la mayoría de los españoles, quienes están demostrando un sentimiento comunitario y una disposición a ser solidarios como nunca se había dado. Una postura lógica si tenemos en cuenta que el Covid-19 no es el mal de unos sino el mal de todos.

Aun contando con eso, cobra fuerza la sensación pesimista de que el acuerdo no será posible porque algunos de los protagonistas no están a la altura de los que firmaron el Pacto de la Moncloa. Anteponen, a cualquier solución, recuperar el poder convencidos de que el poder les pertenece y no puede estar en otras manos. Así que ahora veremos si son capaces de arremangarse y firmar un acuerdo. Las tragedias desnudan a los vendedores de humo y ponen a cada uno en su sitio.

Que dirijamos las críticas, especialmente, hacia la oposición no quiere decir que demos por bueno todo lo que hace el Gobierno. El Gobierno ha hecho unas cosas bien y otras no. Pero, incluso no acertando, una mala idea no lo es tanto cuando nadie propone otra mejor. Ese es el tema, que no se conocen otras propuestas, de la oposición, que la bandera a media asta y la corbata negra de luto. Eso, y el temor a que el Gobierno pueda salir reforzado y se demuestre que es posible salir de la crisis con una mayor justicia social. De ahí que, antes de sentarse a la mesa, algunos planteen cosas inaceptables como que el Gobierno de coalición se rompa o no se cuente con Unidas Podemos.

Así no vamos a ninguna parte. El objetivo no puede ser cargarse al Gobierno, sino salir lo mejor posible de esta situación terrible generada por la pandemia. España necesita un acuerdo de todos que sea, además, solidario. Se impone, por tanto, que los políticos se arremanguen y olviden sus diferencias. Los que a las ocho de la tarde aplauden desde los balcones están deseando aplaudir, también, ese acuerdo.


Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 4 de mayo de 2020

Mi Gato

Milio Mariño

El anuncio de que, poco a poco, dejaremos de estar confinados y la circunstancia de que esté viviendo dos vidas, la que vivo encerrado y la que imagino en libertad, hicieron que me fijara, de una manera muy especial, en cómo vive mí gato. Un Shorthair de color humo al que llamo Pipo y del que disfruto a ratos. Solo cuando él quiere, claro, porque si no quiere ya puedo ponerme como me ponga que no me hace ni caso. Se defiende de que quiera domesticarlo y me mira con ese aire de superioridad con el que suelen mirar los gatos para advertirnos de que son ellos quienes eligen y no al revés.

Les hablo de mi gato porque, más o menos, a la semana de estar confinados, se subió encima de la mesa, se sentó junto al ordenador y me miró, fijo, a los ojos como quien dice: ¿A qué jode estar encerrado?

Estoy seguro de que eso fue lo que dijo y no crean que lo hizo a modo de pregunta sino con un tono de reproche que incluía echarme en cara que lo tuviera encerrado en casa y lo obligara a sobrevivir comportándose de un modo contrario al de su propia naturaleza.


Yo sabía, como sabemos todos, que los gatos son animales libres, pero no me había parado a pensar que los encerramos en nuestras casas y, para ellos, viene a ser como si los metiéramos en una celda y los condenáramos a cadena perpetua. Así que no tuve por menos que avergonzarme y reconocer, en voz baja, que no solo compartía aquel sentimiento de falta de libertad, sino que estaba aprendiendo a vivir encerrado gracias a él. Me tenía asombrado esa capacidad suya para seguir siendo, a la vez, salvaje y doméstico. También yo me sentía como un salvaje domesticado. De alguna manera, y por supuesto a la fuerza, vivía sin tener vida. Vivía como mi gato solo que él parecía, incluso, feliz.

Los primeros días de encierro los pasé convencido de que solo iba a ser un paréntesis, apenas nada, pero luego, cuando a lo de estar en casa, se sumaron las muertes y el anuncio de la crisis económica, ya me dio por pensar que la vida que llevábamos era absurda y estaba justificado que nos encerraran para evitar males mayores. El caso que, en casa, también hacíamos el ridículo. El desconcierto nos empujaba a realizar actividades sin sentido y ni aun así lográbamos entretenernos.  Fue entonces cuando empecé a fijarme en mi gato y me di cuenta de que a nuestra vida frenética los gatos responden con una tranquilidad asombrosa. Son expertos en administrar la rutina. Se organizan, mejor que nadie y alternan, en perfecta armonía, el ejercicio físico, el juego y las distracciones, con el descanso más placentero.

Esta experiencia, que viví con mi gato, no pienso olvidarla. Tendré muy presente que él seguirá encerrado, viendo el mundo desde la ventana, y a mí me darán rienda suelta para que pueda volver a la vida salvaje. Una vida que no sé si será igual que antes, pero doy por hecho que cuando la realidad me supere y necesite reflexionar recurriré a mi gato como quien recurre a un botiquín emocional. Estos días de encierro sirvieron para que estableciéramos una complicidad secreta, y muy particular, que será de mutua satisfacción cuando yo aprenda a ronronear como él.


Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 27 de abril de 2020

Los obispos y la renta mínima

Milio Mariño

Doy por hecho que habrán leído, o se habrán enterado de que el portavoz de la Conferencia Epis- copal Española, Luis Argüello, hizo unas declaraciones en las que señaló que la postura de los obispos, sobre el ingreso mínimo vital o renta básica que prepara el gobierno, es que no debería prolongarse más allá de lo que dure, estrictamente, la crisis sanitaria pues, en su opinión, que grupos amplios de ciudadanos vivan de manera subsidiada no sería deseable para el bien común. Lo dijo así, pero traducido al lenguaje sencillo lo que quiso decir es que no están de acuerdo con que el Gobierno pague una renta básica a los más desfavorecidos porque eso podría empujarlos a no querer trabajar y fomentaría la vagancia. Con lo cual, cabe deducir que lo que temen los Obispos es que quienes reciban esos 500 euros mensuales, aprovechen para tirarse a la bartola y vivir como dice el refrán que viven los curas.

Quizá esbocen una sonrisa, pero no es para tomarlo a broma. Que los obispos españoles estén en contra de que las personas sin empleo ni ingresos puedan recibir un subsidio que les permita sobrevivir, es de un cinismo y una insensibilidad social que hiela la sangre. Sobre todo, si tenemos en cuenta que la institución que ellos representan, la Iglesia Católica, es la que recibe más subsidios en España y la que mantiene unos privilegios que, a día de hoy, son injustificables. Pero, por si no fuera bastante, hay que añadir que su postura, en cuanto a la renta básica, va en contra de la propia doctrina católica y de lo que propone Cáritas, que es la organización a la que los obispos españoles confían la lucha contra la pobreza.

La citada declaración clama al cielo. Y nunca mejor dicho porque viene a sumarse a que tampoco hay indicios de que la jerarquía católica española haya venido actuando con un mínimo de cordura. Prueba de ello es que hace un uso tan poco ejemplar del dinero público que recibe del Estado que dedica más recursos, 10 millones de euros, a financiar una cadena de televisión ultraderechista y muy deficitaria, como 13TV, mientras que, a Cáritas, solo le da 6 millones.

Buscando cuales podrían ser los motivos que llevaron a los obispos a decir lo que dijeron, he pensado que tal vez quisieran darle un palo al gobierno. Pero, si su pretensión era esa, el resultado fue que se saltaron a la torera la propia doctrina católica y les dieron un palo a los más desfavorecidos. Algo, especialmente, grave si tenemos en cuenta que el Papa Francisco reclamó, hace solo unos días, un salario universal para garantizar esa consigna tan humana y tan cristiana de que todas las personas puedan llevar una vida digna. Tarea en la que los gobiernos europeos, todos sin excepción, parecen empeñados.

Asombra, por tanto, que sus Excelencias Reverendísimas, los obispos españoles, no estén por esa labor. Se les llena la boca pregonando amor al prójimo, pero rechazan algo tan cristiano como el pan nuestro de cada día dánoslo hoy. Debe ser que no creen en el infierno ni en lo que predican porque si creyeran irían corriendo a confesarse. Han cometido el gravísimo pecado de no reconocer que hay millones de españoles que lo están pasando muy mal no porque sean vagos sino porque se han quedado sin trabajo.

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

domingo, 19 de abril de 2020

Cuando los niños de ahora sean abuelos

Milio Mariño

Acaso porque estamos ociosos y tenemos tiempo de sobra para pensar, incluso, en pasado mañana, ha ido tomado cuerpo la idea de que, en cuestión de valores y a nivel social y afectivo, saldremos muy mejorados después de esta crisis. Es lo que auguran los gurús del futuro, pero yo soy muy escéptico. Los recuerdos, en los adultos, se van volando. Somos un prodigio pasando página, por eso pienso que, poco después de que salgamos de nuevo a la calle, olvidaremos estas reflexiones y volveremos a cometer los mismos errores.

Los adultos somos así de insensatos, pero los niños son otra cosa. A los niños les quedará, para siempre, el recuerdo de estos días de encierro y no lo olvidarán mientras vivan. Suele pasarles a todos los niños que viven una situación complicada. Les pasó a los que vivieron la Guerra Civil y a los que nacieron después y vivieron, luego, la posguerra. Fue una generación que creció con el virus del miedo inoculado en vena y nunca consiguió curarse del todo. Tampoco consiguió olvidar la pobreza, el desamparo, la crueldad de los vencedores y la ausencia de libertades.

Los niños de ahora no tendrán que enfrentarse a semejantes calamidades, pero imagino que conservarán el recuerdo de estos días de encierro y se lo contarán a sus nietos. Contarán lo que vivieron, aunque tal vez no alcancen a trasladarles que, en esta época, había unos abuelos que fueron únicos en su especie. Unos abuelos que, algunos, habían vivido la Guerra Civil y otros la posguerra y la dictadura y que, pese a todo, propiciaron la recuperación del país y apostaron por la convivencia. No tuvieron una vida fácil, pero consiguieron que sus hijos estudiaran, lucharon por las libertades y lograron superar varias crisis económicas, ayudando, incluso, con lo exiguo de sus pensiones. Su vida fue más de sacrificios y privaciones que de momentos felices. Y, por si no fuera bastante, por una de esas paradojas que tiene el destino, muchos de esos abuelos acabaron muriendo en una soledad espantosa; sin tener a ningún familiar a su lado al que poder estrecharle la mano como último deseo.

Esto de los abuelos, es posible que no lo recuerden los niños de ahora cuando sean viejos, pero recordarán habérselo oído contar a sus padres. También podrán leer, si quieren, que aquella fue la generación de la Guerra Civil y lo que vino después lo que llamaron el Baby Boom, una generación que comprende a los nacidos entre 1946 y 1964.

Mi generación, la del Baby Boom, tiene nombre propio y esta, la de los niños de ahora, también tendrá el suyo. Al parecer, según varios sociólogos, van a llamarlos la Generación Coronial.

A saber, el balance que harán cuando sean abuelos. Lo que vaticinan para ellos es que tendrán una educación en casa mayor de lo esperado; que sus padres serán reticentes a enviarlos a actividades que supongan participar en grandes grupos; que esa fobia les durará hasta la madurez; y que no serán una generación que vaya tanto a conciertos y acontecimientos deportivos como las anteriores.

Nadie sabe si se cumplirán estas predicciones. Lo que parece seguro es que estos días de encierro influirán en sus vidas y que, cuando sean abuelos, contarán lo ocurrido exagerando un poco. No por alterar la historia sino porque es lo que solemos hacer los abuelos.

Milio Mariño / Artículo de Opinión publicado en la edición de Avilés de La Nueva España

jueves, 16 de abril de 2020

Vivir del sol

Milio Mariño

El problema, al parecer, ya está casi resuelto, pero cuando leí que España, en plena crisis por el Coronavirus, había comprado a China material sanitario y equipos médicos por valor de 578 millones de euros me llevé las manos a la cabeza. Tenía muy presente la reco- mendación exhaustiva de que en los chinos no se nos ocurriera comprar ciertas cosas como juguetes a pilas, un alargador eléctrico o cualquier producto cosmético. Nos advertían de que podíamos liarla parda si comprábamos lo que no deberíamos comprar en los chinos, así que ya se imaginan como me quedó el cuerpo cuando supe lo de la compra de material sanitario.

La pregunta que me asaltó entonces fue de cajón. ¿Qué pasa, que aquí, en España, no fabricamos siquiera algo tan simple como unas mascarillas o unas batas de usar y tirar? Pues, por lo visto, eso parece. En España producir, lo que se dice producir, producimos más bien poco. Aquí lo que hacemos es vivir del sol, el turismo, los servicios y la construcción. En cuestión de agricultura cosechamos lo justo, en pesca pescamos lo que nos dejan y en la industria, que ya era escasa, vamos cuesta abajo y sin frenos pues, a principios de este año, hemos pasado del 20 al 16,5%, en cuanto a su incidencia en el PIB.

La industria está así. Y, si hablamos del sector textil para que les voy a contar; fabricamos fuera, en otros países, el 85% de lo que vendemos.  En los escaparates de las tiendas y en los centros comerciales nos ofrecen ropa de aquí, pero la fabrican en China, Vietnam, Bangladés, Turquía o Marruecos. De aquí tengo miedo que no sea ni el papel de envolver.

Lo que sí es nuestro es que los empresarios estén todo el día quejándose y pidan rebajas de impuestos, reducción del coste de la energía y subvenciones. Lo de quejarse es muy nuestro, pero lo de invertir en bienes de equipo y tecnología queda para otros. Nuestros empresarios siempre vieron más rentable el pelotazo, la manera de hacer negocios a costa del Estado y los chanchullos entre amiguetes, que lo de trabajar con una base industrial sólida y un margen empresarial razonable. Ahora bien, en ingeniería contable somos los mejores del mundo.

El caso que cuando la gente se pone demuestra que es capaz de hacer cualquier cosa. Ha bastado con que algunas mujeres rescataran del cuarto trastero su máquina de coser oxidada, o que algunos artesanos improvisaran en sus talleres, para que nos pusiéramos a fabricar mascarillas como chinos.

Deberíamos tomar nota y aprender la lección. Comprar fuera lo básico del material sanitario no ha sido una anécdota o un hecho puntual. Ha sido la prueba de que dependemos, en exceso, del exterior y necesitamos más industria y más tecnología, o lo que es lo mismo, más inversión y más valor añadido en actividades productivas que son esenciales para cualquier país. No parece sensato que productos de uso común se compren fuera y tengan que venir desde el otro lado del mundo. Nuestra estabilidad y progreso debería asentarse en un verdadero modelo productivo, que es, justo, lo que no tenemos.

El reto, por tanto, no será tapar cuatro grietas y reconstruir lo que se ha venido abajo. Será edificar el solar completo. El sol y el turismo no alcanzan para sostener un país que quiere ser próspero, eficaz y moderno.

Milio Mariño / Artículo de Opinión

lunes, 6 de abril de 2020

Contribuir al derribo antes que a la solución

Milio Mariño

La tragedia del coronavirus está sacando lo mejor y lo peor de nosotros con el, espe- ranzador, resultado de que hay mucho más bueno que malo. La gente responde con sensatez y comprende las dificultades que, para cual- quier gobierno, supone en- frentarse a una situación excepcional para la que no estábamos preparados. Las muestras de comprensión, solidaridad y civismo son abrumadoras, aunque tampoco faltan los listos sabelotodo que repiten, con suficiencia, que lo que sabemos ahora ellos ya lo sabían desde el principio y debería de haberlo sabido el gobierno hace, lo menos, tres meses. Un reproche tramposo pues no vale que con los datos de ahora se juzgue y se den recetas sobre lo que se hizo y se dejó de hacer. Es como si una vez sabidos los números de la lotería dijéramos que era fácil acertar.

Desde la oposición, todo se ve más fácil. Por eso coincide, y no por casualidad, que quienes más reproches hacen y exigen más camas hospitalarias, médicos, enfermeras, mascarillas, ventiladores y un largo etcétera, son los que abogaban por bajar los impuestos y reducir los servicios públicos, incluida la sanidad. Un servicio que, con el pretexto de atajar la crisis financiera de 2008, fue sometido a severos recortes y, lejos de aumentar, su presupuesto se redujo en más de 9.000 millones de euros durante la última década. Ahí está la Comunidad de Madrid, gobernada desde hace 23 años por el PP, cuyo número de camas hospitalarias, por cada 100.000 habitantes, es de 270 frente a las 328 que tiene Asturias. Además, y para despejar cualquier duda, cabe reseñar que Asturias gasta en sanidad 1.625 euros por habitante frente a los 1.250 que gasta Madrid.

Los datos hablan por sí solos y vienen a constatar que donde gobiernan los que, ahora, son tan exigentes su política siempre fue que no necesitábamos unos servicios públicos fuertes sino todo lo contrario. Para ellos, cuanto menor sea el gasto público mejor nos irá.

Aun contando con eso, quizá por las dimensiones de la tragedia, algunos creímos que nadie se atrevería a culpar al Gobierno de las infecciones y las muertes. Nos equivocamos. Quienes menos creían en lo público, de repente, se convirtieron en los mayores defensores del sistema público sanitario y, en un inaudito ejercicio de cinismo, eludiendo cualquier responsabilidad, se lanzaron a exigir lo que saben que ni este ni ningún Gobierno puede solucionar. Pasan por alto que España, gobernada por quien gobernó los últimos ocho años, tiene hoy 30 sanitarios por cada 1.000 habitantes, frente a los 60 de Francia y el Reino Unido y los 71 de Alemania.

Ignorar esta realidad y querer sacar rédito de la tragedia es mezquino. Si quienes están en la oposición estuvieran en el gobierno, seguro que pondrían el grito en el cielo y reclamarían la adhesión inquebrantable a sus dolorosas medidas. Unas medidas que serían atender, primero, la economía y el déficit, que es lo que suelen poner por delante de las personas siempre que hay una crisis. Y, en eso están porque quitando más ayudas a las empresas no hemos visto que propongan nada para los más desfavorecidos. Lo suyo es emponzoñar cualquier decisión que se tome. Es subirse en el pedestal de la soberbia y contribuir al derribo antes que ayudar en la solución por miedo a que otros puedan capitalizar el éxito, aunque sea pírrico.

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 30 de marzo de 2020

Un sueño absurdo

Milio Mariño

Tal vez porque llevo tiempo en casa y no tengo siquiera un perro con el que salir de paseo y charlar un poco; tal vez por eso, o porque nadie sabe de lo que es capaz el cerebro cuando uno duerme y lo deja suelto, el otro día tuve un sueño de lo más absurdo. Un sueño ridículo que no tenía pies ni cabeza. Les parecerá de risa, pero soñé que un chino se comía un murciélago y el mundo entero iba a tomar por saco. Una cosa tonta ya que el capricho culinario de aquel chino sin escrúpulos provocaba una catástrofe.  Mucha gente, sobre todo los viejos, moría de una enfermedad rara para la que no había remedio, los países cerraban sus fronteras, se desplomaban las bolsas, se cancelaban los vuelos, estaba prohibido abrazarse y los que viajaban en coche tenían que hacerlo solos a no ser que fueran muy importantes y dispusieran de un chofer.

Nunca había soñado nada parecido. Fíjense si sería absurdo aquel sueño que el PP apoyaba a Pedro Sánchez y el Rey Felipe VI renunciaba a la herencia, y le quitaba la paga a su padre, para después pronunciar un discurso como quien se pone delante de un karaoke y le apuntan, con subtítulos, una canción sin música ni ritmo. Todo muy absurdo y propio de un mundo de locos. Algo así como si el país se hubiera convertido en una especie de Gran Hermano gigante, en el que la gente vivía encerrada en sus casas y todos los días, a las ocho de la tarde, se asomaba a los balcones para aplaudir, durante cuatro minutos, posiblemente a sí mismos ya que no se veía a nadie en las calles.

Yo había leído que soñar nos saca de nuestra realidad y nos hace pasar por cosas que no sucederán jamás ni de broma, pero aquel sueño era lo más surrealista que cualquiera pueda imaginarse. Surrealista en principio y según se iba desarrollando el sueño porque cada poco aparecía un señor de pelo canoso, vestido con un jersey de bolitas, y decía: háganse a la idea de que todo puede ir a peor.  Era como si avisara de que en vez de ir hacia la luz caminábamos hacia la oscuridad de un túnel cuya longitud nadie conocía. Un agujero negro que había cavado la naturaleza para vengarse del egoísmo y la prepotencia de la especie humana.

El caso que como suele suceder en los sueños, el sueño dio un giro y todo cambió en un momento. La gente salió a la calle y empezó a respirar, con sorpresa, un aire nuevo y muy fresco que invitaba a desentumecerse y comprobar si todo estaba en su sitio. Si que estaba. La lista de muertos era interminable, pero no había ruinas. Las calles, los bares, los comercios… todo estaba igual que antes. De modo que la sensación era de alivio y al mismo tiempo de rabia. Se tenía la certeza de que alguien aprovecharía aquello para acabar con el escaso bienestar que había y que los más humildes volvieran a la situación de pobreza de cien años atrás. Y, entonces, empezaron las protestas. La gente protestaba indignada, pero la respuesta siempre era la misma. Da igual que protesten, no tienen derecho a nada. Deberían estar agradecidos por haber salvado la vida.
Fue un sueño absurdo, pero tenía necesidad de contarlo.


Milio Mariño / Artículo de Opinión