Tal vez porque llevo tiempo en
casa y no tengo siquiera un perro con el que salir de paseo y charlar un poco; tal
vez por eso, o porque nadie sabe de lo que es capaz el cerebro cuando uno duerme
y lo deja suelto, el otro día tuve un sueño de lo más absurdo. Un sueño
ridículo que no tenía pies ni cabeza. Les parecerá de risa, pero soñé que un
chino se comía un murciélago y el mundo entero iba a tomar por saco. Una cosa
tonta ya que el capricho culinario de aquel chino sin escrúpulos provocaba una
catástrofe. Mucha gente, sobre todo los viejos,
moría de una enfermedad rara para la que no había remedio, los países cerraban
sus fronteras, se desplomaban las bolsas, se cancelaban los vuelos, estaba
prohibido abrazarse y los que viajaban en coche tenían que hacerlo solos a no
ser que fueran muy importantes y dispusieran de un chofer.
Nunca había soñado nada parecido.
Fíjense si sería absurdo aquel sueño que el PP apoyaba a Pedro Sánchez y el Rey
Felipe VI renunciaba a la herencia, y le quitaba la paga a su padre, para
después pronunciar un discurso como quien se pone delante de un karaoke y le
apuntan, con subtítulos, una canción sin música ni ritmo. Todo muy absurdo y
propio de un mundo de locos. Algo así como si el país se hubiera convertido en una
especie de Gran Hermano gigante, en el que la gente vivía encerrada en sus
casas y todos los días, a las ocho de la tarde, se asomaba a los balcones para
aplaudir, durante cuatro minutos, posiblemente a sí mismos ya que no se veía a
nadie en las calles.
Yo había leído que soñar nos saca
de nuestra realidad y nos hace pasar por cosas que no sucederán jamás ni de
broma, pero aquel sueño era lo más surrealista que cualquiera pueda imaginarse.
Surrealista en principio y según se iba desarrollando el sueño porque cada poco
aparecía un señor de pelo canoso, vestido con un jersey de bolitas, y decía:
háganse a la idea de que todo puede ir a peor. Era como si avisara de que en vez de ir hacia
la luz caminábamos hacia la oscuridad de un túnel cuya longitud nadie conocía.
Un agujero negro que había cavado la naturaleza para vengarse del egoísmo y la
prepotencia de la especie humana.
El caso que como suele suceder en
los sueños, el sueño dio un giro y todo cambió en un momento. La gente salió a
la calle y empezó a respirar, con sorpresa, un aire nuevo y muy fresco que
invitaba a desentumecerse y comprobar si todo estaba en su sitio. Si que
estaba. La lista de muertos era interminable, pero no había ruinas. Las calles,
los bares, los comercios… todo estaba igual que antes. De modo que la sensación
era de alivio y al mismo tiempo de rabia. Se tenía la certeza de que alguien aprovecharía
aquello para acabar con el escaso bienestar que había y que los más humildes
volvieran a la situación de pobreza de cien años atrás. Y, entonces, empezaron las
protestas. La gente protestaba indignada, pero la respuesta siempre era la
misma. Da igual que protesten, no tienen derecho a nada. Deberían estar agradecidos
por haber salvado la vida.
Fue un sueño absurdo, pero tenía
necesidad de contarlo.
Milio Mariño / Artículo de Opinión
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