lunes, 1 de agosto de 2022

Los buenos cuentos del abuelo

Milio Mariño

Hace un par de semanas, mi nieto vino a pasar unos días en casa y pensé que podía contarle algunos cuentos de los que, a mí, me contaban. La primera intención fue esa, pero como había leído que esos cuentos ya no se llevan, que hay que corregirlos para adaptarlos a los valores de la sociedad actual,  aproveché que el domingo comíamos en familia y, a los postres, dije lo que pensaba. Les dije que pensaba contarle, a mi nieto, varios cuentos de los de siempre porque, en mi opinión, los cuentos infantiles no deben ser corregidos ni manipulados ya que tenían, y siguen teniendo, un componente educativo que me parece aprovechable.

Arruiné la sobremesa. Todos, incluida la abuela, me pusieron de vuelta y media. No valió de nada que argumentara que cuando se entra en la dimensión de lo fantástico cualquier cosa es posible y nada es real. Todo es insólito, desconcertante y maravilloso y eso ayuda a que los niños puedan entender que las dificultades y los problemas son algo inherente a la existencia humana.

Déjate de tonterías y no asustes a tú nieto con historias crueles en las que aparezca el sufrimiento o la muerte. Tampoco las brujas horribles, las madrastas malvadas, los siete enanitos del bosque, el patito feo, al que hacen bullying,  o La Cenicienta, un cuento machista que avala y justifica el sometimiento de la mujer. Si quieres contarle algo cuéntale una historia que eleve su autoestima y no le provoque ansiedad.

Insistieron, además, en que para mí sería fácil ya que, según ellos, se me da bien contar historias y puedo inventar la historia que quiera. Me ahorré la contestación y consideré inútil advertirles que la fantasía permite casi todo menos ser incongruente o absurdo. No se puede poner a un príncipe compartiendo las tareas de palacio como si fuera un padre cualquiera compartiendo las del hogar: pasando la aspiradora, fregando los platos o planchando sus pantalones. Si inicias un relato así el niño se descojona y ya no te deja seguir.

Los cuentos tradicionales deben contarse sin sacarlos de su contexto. Cuando los trasladamos a la realidad actual es cuando pierden todo el sentido y quedan ridículos. Pero, al parecer, esa es la tendencia. Ya está en las librerías una nueva versión, reformada, de “Caperucita Roja” en la que la niña ingenua es, ahora, una adolescente rebelde que tiene una complicada relación con su madre y El Lobo Feroz  un novio machista que impone su liderazgo en el barrio.

Si llegara a prosperar que eliminen de los libros todo lo que, hoy,  parece inapropiado acabaríamos con la literatura, quedaríamos sin libros y no salvaríamos a los niños de las malas ideas. Al contrario, haríamos que fueran incapaces de reconocerlas. Lo que sí conseguiríamos es que los niños y los jóvenes no se interesen por la lectura y se entreguen, todavía más, a jugar con la PlayStation, donde pueden ser todo lo violentos que quieran y matar a un montón de gente sin que sus padres, y quienes abogan por reformar los cuentos, se quejen.

Dicho lo dicho, supongo que ya habrán imaginado cómo acabó el rifirrafe familiar a propósito de los cuentos infantiles. Al final, hice lo que pensaba y mi nieto prometió guardar el secreto, pero me temo que le pasara como al abuelo. No creo que se resista a contarlo.

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

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