Hace ya ni me acuerdo, caí en la
cuenta de que, a medida que pasan los años, cuanto más mayor me hago, más
tolerante me vuelvo. Por eso que ni yo mismo me explico cómo es que me pongo de
mal humor cuándo veo que alguien pasa a mi lado montado en un patinete eléctrico.
Descarto que sea por miedo a un posible atropello, debe ser que me indigna que una
persona adulta se comporte como un niño. Y no solo eso, también me indigna la
cara que ponen los que van subidos en ese artilugio. Nos miran con una soberbia
que parece como que fueran montados en un caballo andaluz.
Mi antipatía por los que van en
patinete no acaba ahí. Tampoco sabría decirles por qué me resultan, aun, más
antipáticos los que van en patinete vestidos de traje y corbata. No me parece
lógico que vayan vestidos así y pasen a toda leche haciendo slalom entre la
gente que pasea tranquilamente y los ancianos que van ten con ten. Claro que eso,
a ellos, se la refanfinfla y hasta es posible que les sirva de aliciente para apretar
el acelerador una vuelta más.
Excuso decirles que soy
consciente de que no toda la gente tiene por qué caerme simpática. Desde luego
que no, pero me preocupa esta manía que les he cogido a los que van en patinete
por las calles y las aceras. He llegado a pensar si será que les tengo envidia.
Si, en el fondo, será que me enfado porque no todos podemos subirnos en un
patinete y regresar a la niñez atravesando la ciudad montados en un juguete. La
explicación tal vez sea esa pero, por más que me propongo mirarlos con simpatía,
cuando veo que pasan a mi lado vuelvo a cabrearme y hasta me dan ganas de que
tropiecen y se den una costalada.
Manías, me refiero a las comunes,
las tenemos todos. Forman parte de nuestra personalidad caprichosa; son una
extravagancia inofensiva que apenas tiene importancia más allá de la desazón que
nos provocan cuando no podemos evitarlas.
Nada grave, imagino. Pero como no
era plan hablarlo con el psicoanalista, que además no tengo, había pensado que,
quizás, desahogándome por escrito, igual lo arreglaba. No es el caso porque ya
ven que llevo un rato de terapia y sigo en las mismas. Sigo sin aceptar que
tenga que compartir mis tranquilos paseos con esos nuevos centauros que, en
nombre de la movilidad sostenible, hacen lo que nadie les ha pedido que hagan.
Dándole vueltas, he llegado a la conclusión de
que esta manía que les tengo a los del patinete eléctrico es culpa del ayuntamiento.
El ayuntamiento había prometido que los peatones recuperaríamos la ciudad y
podríamos pasear sin problemas. Eso fue lo que prometieron, pero a los armatostes
y chirimbolos que tenemos que sortear, sumen las bicicletas municipales, los segways,
los patinetes y los insufribles runners, que se abren paso a codazos y arrollan
lo que pillan por delante.
Intuyo lo que van a decirme: que
son demasiadas manías para la tolerancia de la que hacía gala al principio. Tal
vez, pero uno es como es y se obliga a ser sincero aun a riesgo de que mañana,
cuando salga a la calle, tenga que estar alerta con los ojos de la cara y ese tercer
ojo que, al parecer, tenemos en la nuca.
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Milio Mariño