lunes, 22 de agosto de 2022

Manías y patinetes

Milio Mariño

Hace ya ni me acuerdo, caí en la cuenta de que, a medida que pasan los años, cuanto más mayor me hago, más tolerante me vuelvo. Por eso que ni yo mismo me explico cómo es que me pongo de mal humor cuándo veo que alguien pasa a mi lado montado en un patinete eléctrico. Descarto que sea por miedo a un posible atropello, debe ser que me indigna que una persona adulta se comporte como un niño. Y no solo eso, también me indigna la cara que ponen los que van subidos en ese artilugio. Nos miran con una soberbia que parece como que fueran montados en un caballo andaluz.

Mi antipatía por los que van en patinete no acaba ahí. Tampoco sabría decirles por qué me resultan, aun, más antipáticos los que van en patinete vestidos de traje y corbata. No me parece lógico que vayan vestidos así y pasen a toda leche haciendo slalom entre la gente que pasea tranquilamente y los ancianos que van ten con ten. Claro que eso, a ellos, se la refanfinfla y hasta es posible que les sirva de aliciente para apretar el acelerador una vuelta más.

Excuso decirles que soy consciente de que no toda la gente tiene por qué caerme simpática. Desde luego que no, pero me preocupa esta manía que les he cogido a los que van en patinete por las calles y las aceras. He llegado a pensar si será que les tengo envidia. Si, en el fondo, será que me enfado porque no todos podemos subirnos en un patinete y regresar a la niñez atravesando la ciudad montados en un juguete. La explicación tal vez sea esa pero, por más que me propongo mirarlos con simpatía, cuando veo que pasan a mi lado vuelvo a cabrearme y hasta me dan ganas de que tropiecen y se den una costalada.

Manías, me refiero a las comunes, las tenemos todos. Forman parte de nuestra personalidad caprichosa; son una extravagancia inofensiva que apenas tiene importancia más allá de la desazón que nos provocan cuando no podemos evitarlas.

Nada grave, imagino. Pero como no era plan hablarlo con el psicoanalista, que además no tengo, había pensado que, quizás, desahogándome por escrito, igual lo arreglaba. No es el caso porque ya ven que llevo un rato de terapia y sigo en las mismas. Sigo sin aceptar que tenga que compartir mis tranquilos paseos con esos nuevos centauros que, en nombre de la movilidad sostenible, hacen lo que nadie les ha pedido que hagan.

 Dándole vueltas, he llegado a la conclusión de que esta manía que les tengo a los del patinete eléctrico es culpa del ayuntamiento. El ayuntamiento había prometido que los peatones recuperaríamos la ciudad y podríamos pasear sin problemas. Eso fue lo que prometieron, pero a los armatostes y chirimbolos que tenemos que sortear, sumen las bicicletas municipales, los segways, los patinetes y los insufribles runners, que se abren paso a codazos y arrollan lo que pillan por delante.

Intuyo lo que van a decirme: que son demasiadas manías para la tolerancia de la que hacía gala al principio. Tal vez, pero uno es como es y se obliga a ser sincero aun a riesgo de que mañana, cuando salga a la calle, tenga que estar alerta con los ojos de la cara y ese tercer ojo que, al parecer, tenemos en la nuca.

Milio Mariño / Artículo de Opinión

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