lunes, 8 de enero de 2024

Creer en los Reyes

Milio Mariño

No sabría decir si la primera gran desilusión de mi vida fue cuando dejé de creer en los Reyes. No sé tampoco si coincidió con la pérdida de mi inocencia o la inocencia ya la había perdido y asumí aquella mentira sin sufrir el trauma que dicen sufrir algunos. Supongo que fue una sorpresa, pero no creo que fuera traumática porque no lo recuerdo. Lo que sí recuerdo es que seguí fingiendo, y haciéndome el inocente, por lo menos, dos o tres años más. Fingía que seguía creyendo en los Reyes para no desilusionar a mis padres.

Los padres, es decir los adultos, también tienen sus ilusiones y su mundo mágico. Creer en los Reyes no se circunscribe solo a los niños. Hay adultos  que reciben regalos y no preguntan de dónde vienen, ni quien los compra, ni con qué dinero. Creen en los Reyes, cierran los ojos y disfrutan mucho.

Todavía no se ha resuelto el debate sobre si conviene desvelar quienes son, en realidad, los Reyes, o es preferible descubrir la verdad por uno mismo. Romper el hechizo supone una decisión arriesgada porque no hay nada más bonito que la inocencia de alguien ilusionado. Para muestra ahí está esa gente que, noche tras noche, acude a la calle Ferraz para rezar el rosario y pedirle a la Virgen que eche a Pedro Sánchez de La Moncloa. Resulta tan conmovedor que ni el Papa se atrevería a decirles que la Virgen tiene bastante con lo suyo como para meterse en más líos.

Una de las ventajas de la democracia es que cualquiera puede creer en lo que más le apetezca, aunque sea un disparate. A nadie se le impide creer en los Reyes Magos, en los otros reyes, en Santa Bárbara Bendita o en cualquier cosa. Tampoco se impide, aunque por sentido común nadie debería hacerlo, pedir lo imposible. Eso lo sabíamos los niños de mi época, pero los niños de ahora, y los adultos, piden lo que les apetece sin límite alguno. Y luego, claro, vienen las decepciones por los regalos y los discursos.

Los regalos, al fin y al cabo, pueden cambiarse, pero los discursos son para toda la vida; da igual que te agraden o te disgusten.

Sabemos, porque ellos mismos lo dijeron, que estas navidades algunos pidieron al Rey que les trajera un discurso duro con los pactos de investidura, la ley de amnistía y el gobierno de izquierdas. Tenían la ilusión de que el Rey atendería sus peticiones porque lo habían visto enfadado en la toma de posesión de Pedro Sánchez y muy sonriente en la del argentino Javier Milei. Pensaban que daría un golpe sobre la mesa y se pronunciaría en el sentido de que no iba a consentir que los zurdos se salieran con la suya. Estuvo a punto, pero acabó pidiendo que los españoles nos portemos bien. Al parecer, nos hemos portado mal, especialmente, a la hora de votar.

Fue un discurso lógico. Si queremos que la tradición se mantenga los Reyes no pueden premiar a quienes no se portan como es debido. Tienen que darles un toque para que vuelvan al buen camino. Pura retórica porque como, al final, creamos lo que creamos, los Reyes son los padres, nadie mejor que ellos para decidir si lo que más nos conviene es un regalo útil y moderno o un juguete de los antiguos.

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España


martes, 2 de enero de 2024

El año que empieza es el comienzo de nada

Milio Mariño

Siempre, por estas fechas, andamos a vueltas con los propósitos y los pronósticos para el año nuevo. Siempre volvemos a lo mismo a pesar de que el año que empieza es el comienzo de nada. Es mentira que uno acabe y otro vaya a empezar. El tiempo no se detiene. Sigue su marcha aunque creamos que hace un paréntesis para que salgamos de juerga y acabemos bailando La Conga la noche del treinta y uno. Es una sucesión de “ahoras” que haríamos bien en no desperdiciar porque no sabemos si habrá un mañana. Mañana puede ser nunca, pero esa reflexión, solo, la hacemos cuando nos da un arrechucho. Luego nos olvidamos y seguimos viviendo como si fuéramos inmortales.

Creernos inmortales supone que la felicidad puede aplazarse. Un grave error porque la vida se acaba. Lo tengo muy claro. Antes me hacía ilusión vivir hasta los cien años, pero lo he pensado mejor y creo que es demasiado poco. Pienso que puedo llegar a los ciento veinte en un estado aceptable. Hombre, después de los cien, no pido subir a los lagos de Covadonga en bicicleta, pero si seguir dando largos paseos por la orilla del mar y tener la cabeza como la tengo ahora, o mejor.

Pertenezco a una generación que piensa vivir muchos años y ha aprendido a no plantearse qué va a suceder en el futuro. Somos prácticos. Casi nada de lo que sucedió últimamente, ni los móviles, ni internet, ni la inteligencia artificial, estaba previsto. Así que para qué preocuparse. Las predicciones que hayan hecho para 2024 y después no sirven de nada. Da igual que las hagan con miles de datos y sofisticados ordenadores; son igual de fiables que aquellas que hacían, antiguamente, los adivinos en base a los rayos y las tormentas, el viento, el vuelo de las aves, los sueños, o lo que les venía a la cabeza después de beber un brebaje o comer hojas de coca. Que tal vez fueran las más acertadas.

Los pronósticos sobre el futuro fallan bastante. Y es lo que nos salva porque luego acaba sucediendo como con esos errores científicos que dan lugar a grandes hallazgos. Hace más de un siglo, el diario británico Times publicó un artículo en el que decía, literalmente, que el futuro era mierda a montones. Se refería a que, entonces, había en Londres 10.000 taxis de caballos, tranvías tirados por caballos y carros de carga que también empleaban caballos. Pasear por la ciudad suponía un suplicio debido a los excrementos, pues cada caballo produce diez quilos diarios de bosta y varios litros de orina. El pronóstico del periódico, por una simple extrapolación, era que en unos años las calles de Londres quedarían sepultadas por toneladas de boñigas y sería imposible transitar por ellas. Pero sucedió que aparecieron los vehículos a motor y las predicciones sobre la mierda en las calles fracasaron estrepitosamente.

Estamos, casi, en las mismas. Hemos cambiado la mierda de caballo por la mierda de los coches. De todas maneras, tampoco merece que nos preocupemos porque, al final, seguro que lo arreglan. Siempre nos meten miedo y luego resulta que no era para tanto. Además, todo lo que anuncian para 2024 y después está fuera de nuestro control. Por eso que tal vez sea mejor pensar poco y disfrutar mucho que pensar mucho y sufrir un montón.


Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

martes, 26 de diciembre de 2023

Insultando, que es geranio

Milio Mariño

Igual que los panaderos hacen pan y los albañiles ponen ladrillos, los políticos deberían trabajar en lo suyo, que es procurar que vivamos mejor y las injusticias vayan a menos. Pero en eso trabajan poco. Prefieren dedicarse al insulto. Y, como sería mucho pedir que hayan leído “El Arte de insultar” de Arthur Schopenhauer, insultan bastante mal. No alcanzan a ser elegantes ni tampoco graciosos. Son vulgares y de lo más zafio. Y también infantiles; muy infantiles.

Solo con echar un vistazo a este año que ya se acaba, advertimos que no hubo, prácticamente, un día en que los políticos no se insultaran o se dijeran barbaridades. Menuda cosecha llevamos. Primero se insultan y luego recurren a nosotros como quien va a la seño a quejarse. Este me llamó merluzo, aquel dijo cenutrio…  

En política se insulta mucho. Claro que también es verdad que insultan más unos que otros.  Hasta hace poco, los políticos de derechas tenían a gala ser educados y no decir palabrotas. Presumían de buenos modales y de una educación exquisita, mientras que los de izquierdas se mostraban como gente de la calle y solían recurrir a las palabras gruesas y a cierta agresividad para hacerse oír. Ya no es así. Ahora, los políticos que se dicen neoliberales, los que hablan en nombre de la derecha y la ultraderecha, han decidido ser transgresores, malhablados y subversivos, mientras que los de izquierdas se muestran moderados y adoptan una actitud conciliadora.

El prototipo del nuevo político de derechas es el de alguien que presume de expresar sus opiniones sin miedo y, sobre todo, sin respeto. Sin la mal entendida cobardía de tratar al adversario de forma educada y correcta. Por eso, quienes ahora triunfan, y ocupan los puestos de mayor relevancia, son los bocazas, los que insultan con mayor descaro y desafían al más pintado.

Lejos de corregir esta conducta, los partidos políticos la alientan. No reprenden a quien insulta sino que le pasan la mano por el lomo y lo acarician animándolo a que siga insultando. Acabamos de verlo a propósito de la frase “Me gusta la fruta”, que se emplea para enmascarar el grave insulto de Díaz Ayuso al Presidente del Gobierno. Hasta Feijoo parece que lo celebra. Desgraciadamente, no es el único. El ilustre alcalde de Madrid ha recibido muchos elogios por llamar macarra y mamporrero al ministro de transportes. Otra buena muestra de cómo está el patio fueron las manifestaciones contra la amnistía y las protestas de la calle Ferraz, donde no quedó institución ni autoridad por insultar. El Presidente del Gobierno, el Rey,  la Constitución, la prensa y los medios informativos fueron objeto de insultos y menosprecio por parte de quienes solían presumir de ser educados y no hacer el gamberro.

La crispación, los insultos y las salidas de tono menoscaban la democracia, pero hay poco margen para la esperanza. La impresión, generalizada, es que los insultos, en  política, han llegado para quedarse. Una lástima porque cuando se pierde el respeto, tanto en política como en la vida, se pierde todo. Lo más preocupante es que ni siquiera se plantea la necesidad de una reflexión sobre este proceder vergonzoso. Parece como que hubiéramos normalizado que los políticos se insulten y ya admitimos, incluso, que insultando no es gerundio, es geranio. Es la forma que tienen de tirarse flores los señores y señoras que llamamos sus señorías.

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 18 de diciembre de 2023

La injusta fama de los jueces

Milio Mariño

Nunca se había hablado tanto de la importancia que tiene que los jueces sean de una parroquia o de otra. Es como si dijeran que los curas pueden cambiar de dios y elegir al que más convenga a los pecados de sus feligreses. Si fuera así sería para preocuparse. Lo bueno, dentro de lo malo, es que la sospecha solo alcanza a los jueces de Primera División. Los otros, los de Segunda Regional, que trabajan en los juzgados por donde diariamente pasan miles de personas no tienen ese problema. El problema surge cuando se trata de gente muy principal y casos muy importantes. Por aquí abajo no sabemos, ni nos importa, la parroquia del juez que nos juzga. Aceptamos el que nos toque y asumimos su veredicto sin pensar en otras consideraciones.

A los jueces pedestres les pasa lo mismo. Tampoco pueden elegir qué casos juzgan y dedicarse, solo, a los más importantes. A veces, tienen que abordar situaciones complicadas como le ocurrió a cierto juez, del que no diré su nombre, que contaba la siguiente historia: “Bueno señora, ya está todo aclarado. Las dos mujeres se estaban pegando, usted se metió por medio, para separarlas, y le dieron un golpe en la refriega. ¿No es así? No, señor juez. ¿Cómo qué no? No, a mí no me dieron un golpe en la refriega. Fue un poco más arriba; entre la refriega y el ombligo”.

Pese al carácter sacerdotal con que pretendemos revestirlos, o tal vez por eso, los jueces no son sino intérpretes de las leyes vigentes y actúan según su particular humor, creencias, aficiones y carácter. Son seres humanos y, como tal, seguramente los habrá muy normales y raros como un avestruz en un chigre. Habrá de todo. Lo que esperamos de ellos es que, sean como fueren, se porten honestamente y apliquen la ley como corresponde. Que no inventen películas ni jueguen a otra cosa que no sea impartir justicia.

Insisto, y no me canso, en que a la gente corriente le trae sin cuidado la parroquia de los jueces. No participa de esas historias. Tiene el convencimiento de que no juzgan influidos por alguien al que tengan que rendir cuentas. No ocurre lo mismo en las alturas, donde ni siquiera se molestan por guardar las apariencias. Antes, en esas instancias, había jueces que retorcían las leyes y las interpretaban a su modo, pero al menos se molestaban en urdir artimañas y dotar a sus resoluciones de una apariencia de racionalidad. Ahora no. Ahora, se han tirado al monte y no disimulan. No les preocupa que los tachen de partidistas ni tampoco ocupar un cargo en el que no deberían estar desde hace ya cinco años.

Por estas cosas, y no por otras, la percepción que tienen los españoles de la justicia es de las más negativas de la Unión Europea. Nuestros jueces, en general, gozan de mala fama. Y no es justo que, por unos pocos, paguen los que no tienen culpa. A los muy estirados del Supremo quería ver yo en la piel de aquel juez que tuvo que afrontar este caso: “A ver, díganos su profesión. Yo, Señor Juez, soy capador para servirle a Dios y a usted. Ahórrese el ofrecimiento, a este juez no le hacen falta sus servicios”.

Al citado juez no, pero a los del Supremo no sé qué decir.


Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España


lunes, 11 de diciembre de 2023

La familia, solo, en Navidad

Milio Mariño

Me gusta mucho, me encanta, la vida en familia. Lo que no soporto es el seguidismo de cualquier idiotez mediática. Así que me da igual que digan que desentono o lo tomen por un desafío. He advertido, muy seriamente, a los míos que estas Navidades no pienso ponerme un pijama de renos, ni un jersey con dibujos de cristales de nieve, calcetines verdes y rojos, gorros con un pompón en lo alto o diademas de cuernos temblando. Será muy navideño, muy divertido y lo que ustedes quieran, pero que no cuenten conmigo. Solo faltaba... Y esa advertencia la hice extensible a mi gato, que como se les ocurra ponerle un lazo, o cualquier adorno, les monto un pollo que ni se imaginan.  

Sé lo que pasa. No hay nada tan coactivo como la Navidad. Llevamos ya más de un mes que estamos siendo acosados por imágenes de familias sonrientes que nos dicen como tenemos que vestirnos y qué tenemos que comprar. Familias que rebosan felicidad y supongo que también dinero porque lo mismo recomiendan un perfume caro que un coche de lujo. Es imposible escapar de su acoso. Quien no participe del entusiasmo derrochador de la Navidad sentirá vergüenza y se echará la culpa de que algo habrá hecho mal. Poco importa que mucha gente tenga dificultades para llegar a fin de mes o que los últimos datos demográficos señalen que un tercio de los habitantes de las grandes ciudades viven solos y al margen de sus familias.

Según el Instituto Nacional de Estadística, los hogares unipersonales son los que más han crecido, y seguirán creciendo, debido a que hay más divorcios que antes, la esperanza de vida ha aumentado y aumenta el número de personas que no tienen pensado vivir en pareja ni tener hijos. Una realidad que se ha impuesto y demuestra que el ritual de la gran familia, que nos enseñan en los anuncios, casi ha desaparecido. Las reuniones familiares son cada vez más forzadas. Aquella familia extensa, que algunos conocimos de niños, hoy es poco menos que una reliquia. Los abuelos están en las residencias geriátricas, los padres cada uno por su lado y los hijos malviviendo en pisos compartidos. La familia nuclear ya no se lleva. Han sido los impulsores del neo liberalismo, los mismos que nos enseñan familias sonrientes como símbolo de felicidad, quienes nos han convencido de que la familia tradicional no es compatible con lo que se exige para triunfar. Ahora, lo que se lleva es el individualismo competitivo sin ataduras de ningún tipo. Tener una familia implica la obligación de mantenerla, cuidarla y dedicarle tiempo. Responsabilidades que, por lo visto, impiden disfrutar de la vida y pasarlo bien. Por eso ya nadie quiere cuidar de los niños ni tampoco de los viejos.

No me apetece ser pesimista, pero los estudios sociológicos, prácticamente todos, apuntan que la tendencia actual es que en el futuro habrá más gente que viva sola, se ensancharán las diferencias sociales, aumentarán los egoístas que se muevan solo por interés y seremos más racistas que nunca.

El panorama no es muy alentador. De todas maneras, aunque las previsiones no sean muy buenas, de nosotros depende si nos cruzamos de brazos o nos revelamos y peleamos por un mundo más justo y mejor. Ya sé que lo de oponerme al pijama de renos no es mucho, pero por algo se empieza.


Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 4 de diciembre de 2023

Leemos poco

Milio Mariño

Con este tiempo, para un fin de semana de invierno, pienso que no puede haber mejor plan que quedarnos en casa leyendo. El periódico por supuesto, pero también un buen libro que cuente una bonita historia de la que podamos sentirnos protagonistas y vivir una gran aventura sin movernos del sofá.

El viento y la música de la lluvia crean el ambiente perfecto para que nos convirtamos -qué sé yo- en un detective inglés de esos que, al principio, parecen tontos y luego acaban descubriendo al asesino con un golpe de genialidad.  Leer nos permite protagonizar aventuras sin miedo al ridículo. Y no tiene nada de placer pasivo, es una forma de vivir de otro modo; de ser el detective inglés que decimos, un aventurero, un ladrón, un millonario o lo que proponga el libro que estemos leyendo.

La lectura aporta muchas ventajas: corrige el egocentrismo, invita a la reflexión, añade conocimientos y amplía los horizontes, no solo los geográficos también los mentales. Pero, todas esas ventajas no deben ser suficientes porque aquí, en España, leemos poco. Una encuesta del Ministerio de Cultura, señala que el 35,2 % de los españoles confiesa que no lee nada.  Pero nada de nada.  Esa fue la respuesta; así que mucho me temo que no leerán los prospectos de las medicinas ni tampoco las condiciones legales que figuran en los documentos y luego ponemos el grito en el cielo cuando descubrimos que de haberlas leído no habríamos firmado ni de broma.

Que el 35,2% de los españoles confiese que no lee nunca debería preocuparnos. No es de la misma opinión el Ministerio de Cultura, que se muestra satisfecho porque dice que en los últimos diez años el índice de lectura ha experimentado un crecimiento de 5,7 puntos porcentuales. Nada nuevo; el que no se consuela es que no maneja las estadísticas. Lo que dicen allá por Europa es que España, en número de lectores, está muy por debajo de lo que correspondería por su situación económica y el nivel de vida de sus habitantes. Aquí no solo se lee poco, los que leen tampoco baten el record. Mientras en Francia y Canadá las personas que leen lo hacen en un promedio 17 libros al año, aquí apenas llegamos a la mitad.

El optimismo del Ministerio de Cultura contrasta con la realidad y con un horizonte bastante sombrío. La mala costumbre de no leer la están heredando los jóvenes. En esa misma encuesta, el 55,3 % de los jóvenes manifiesta que no lee ni tiene pensado hacerlo.

Los datos de dónde leen los que leen y cuál es el medio físico que utilizan no son buenos. El 78,3 % lo hace en soporte digital, con un notable ascenso de la lectura a través del teléfono móvil. Los lugares elegidos para leer son, sobre todo, el transporte público y las salas de espera de los aeropuertos y los hospitales. En las casas se lee poco. Los niños encuestados dijeron que rara vez veían leer a sus padres. Pero, los padres no solo se defienden sino que, además, contraatacan. Alegan que, cuando después de un día de trabajo llegan a casa, antes de ponerse a leer, prefieren apagar el cerebro y desconectar de todo. Creen que se lo han ganado.

Pues nada. Que sigan apagando el cerebro y dejen conectado el móvil. Así, por lo menos, podrán leer los mensajes.


Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 27 de noviembre de 2023

Luces y luciérnagas

Milio Mariño

El encendido de las luces de navidad es uno de los acontecimientos más esperados del año. Alguien, en algún sitio, da media vuelta a la llave y todos, los adultos y los niños, disfrutamos del grandioso espectáculo. No pensamos, ni falta que nos hace, que las calles las iluminan no para que disfrutemos sino para que salgamos a comprar. Las bombillas son el reclamo perfecto del mayor negocio del año. No pudieron inventar mejor excusa que la Navidad para devolvernos la ilusión infantil y ese empeño por ser felices que contagia incluso a quienes por estas fechas padecen la crueldad de ver que muchos escaparates no son para ellos. Ellos viven en otro paisaje, son víctimas de un perverso contrato cuya cláusula principal establece que para que unos vivan bien otros tienen que vivir peor.

Atendiendo a lo de vivir mejor o peor, hemos pasado de unas Navidades iluminadas con apenas cuatro bombillas a este derroche de luz en el que ningún Ayuntamiento quiere quedarse atrás. Todos justifican el gasto como una inversión muy beneficiosa para la ciudad.

Seguramente será verdad. La cuestión es que este argumento también era válido cuando los ayuntamientos presumían de gastar poco porque había otras prioridades antes que emplear el dinero en adornos y bombillas de colores. Ahora la cosa ha cambiado. Ahora cada Ayuntamiento rivaliza con poner más bombillas que su vecino. Hace unos días, en Madrid encendieron 12 millones de bombillas, mientras que en Granada presumen de que han plantado el Árbol de Navidad más grande de España, 55 metros de alto, once metros más que el de Vigo.

Si la intención es deslumbrarnos mejor rivalizaban en atender a los más desfavorecidos o en reducir las listas de espera de los hospitales. Lo de pelear por poner más bombillas es una competición ridícula, pero hablar de bombillas y justicia social tal vez se tome como demagogia barata o populismo del malo. También cabe que piensen que hablan así los que aborrecen la Navidad. No es el caso. Puede gustarte la Navidad y disgustarte esa noria en la que se han subido los alcaldes que gastan cantidades ingentes para que sus ciudades se conviertan en algo así como parques temáticos.

Iluminar las ciudades, en Navidad, está bien. Pasarse con las bombillas o iluminar solo las calles comerciales ya es otra cosa. El privilegio que tienen los barrios pobres, de poder ver la noche y las estrellas, debería ser para todos. La noche es hermosa y deberían poder disfrutarla quienes vivan en las calles céntricas. Es injusto que en estas fechas les priven de ver el cielo. Tampoco podrán ver la preciosa luz de las luciérnagas, que apenas quedan porque según los expertos han ido muriendo por el uso de pesticidas, el cambio climático  y la contaminación lumínica.

Las luciérnagas alumbran una luz preciosa que, además, saldría gratis. El inconveniente es que pasaría como con las estrellas del cielo, que ya nadie puede verlas por las luces artificiales de aquí abajo.  Artificial, o no sé cómo llamarlo, es el último invento de unos científicos chinos que, al parecer, han descubierto que poniendo nanopartículas dentro de las hojas de los árboles se logra que las hojas generen brillo y puedan alumbrar por sí mismas las calles. Quien sabe cómo será la navidad del futuro. A lo mejor la inteligencia artificial le da un vuelco y hace que volvamos a lo sencillo.


Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España