Fue ver las imágenes de la
policía de Nueva York desalojando el campus de la Universidad de Columbia, por
las protestas de los estudiantes que piden el final de la guerra de Gaza, y mi
memoria rebobinó la película de cuando peleábamos por la democracia y contra el
imperialismo yanqui. Fue como un revival en el que aparecíamos gritando libertad
sí, OTAN no y bases fuera.
Por aquel entonces, los jóvenes
de Estados Unidos también protestaban contra una guerra, la del Vietnam, pero
creíamos que era una protesta egoísta. Protestaban para que no los reclutaran y
los mandaran allí y, por tanto, no nos parecía justo que se dijera que eran la
vanguardia de la juventud mundial. La vanguardia éramos nosotros, que corríamos
delante de los grises, a riesgo de acabar en la cárcel por repartir cuatro
octavillas.
El inexorable paso del tiempo
hizo que dejáramos de ser jóvenes y que quienes nos sucedieron se olvidaran de
las protestas aunque tuvieran razones para protestar. Primero los Millennials y
luego la Generación Z, perdieron todo interés por la política y los temas sociales.
Les preocupaba su supervivencia más que implicarse en la lucha por una sociedad
mejor. Por eso que cuando estalló la crisis financiera volvimos a ser nosotros,
ya abuelos, los que salimos a la calle mientras los jóvenes estaban en casa, sentados
en el sofá y disfrutando del ordenador.
Los jóvenes de entonces se
quejaban de ser una generación precaria de desempleados y trabajadores mal
pagados, que seguían dependiendo de sus padres, pero pasaban de protestar. Hubo
como un rayo de luz cuando apareció el 15M y los indignados acamparon en las ciudades y se
interesaron por la política. Fue visto y no visto porque, poco después, volvieron
al sofá y a posiciones más a la derecha en la escala ideológica. Así que muchos
de los abuelos que vivimos la época que comentaba al principio, sonreímos de
oreja a oreja cuando vimos a los jóvenes americanos enfrentándose a la policía
y protestando contra la guerra de Gaza.
Por supuesto que lo celebramos. Un
poco avergonzados, eso sí. En el fondo aún perviven aquellos prejuicios anti
yanquis que nos impiden reconocer que los jóvenes americanos y los movimientos
civiles de Estados Unidos cambiaron la historia para mejor. Todavía nos cuesta aceptarlo
pero, aunque sea a regañadientes, reconocemos el mérito y nos alegramos al
tiempo que nos fastidia que vuelvan a ser ellos los protagonistas de la lucha y
la rebelión.
Habíamos llegado a creer que la
juventud solo iba a lo suyo y había caído en manos del consumismo, las redes
sociales y la ultraderecha. La falta de
implicación de los jóvenes en las reivindicaciones cotidianas, la poca
participación electoral y el cuestionamiento de la democracia nos hacían ser pesimistas.
Sin saberlo estábamos reproduciendo lo que decía Sócrates hace 2.500 años: la
juventud ama el lujo, no posee la cultura del esfuerzo, tiene malos modales y
no respeta a los mayores.
La memoria suele meternos en estos
líos. Aprovecha cualquier resquicio para que los abuelos nos creamos estupendos
y comparemos el presente con la visión de un pasado que nos retrata como
modélicos. Echábamos de menos que los jóvenes fueran rebeldes y protagonizaran
el cambio que el mundo necesita. Temíamos que llegaran a viejos mirándose el
ombligo, pero la sospecha era infundada.
La juventud no estaba muerta, estaba tomando cañas.
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Milio Mariño