En algún sitio leí, no recuerdo
dónde, que con los años, a medida que nos hacemos mayores, se produce un cambio
de enfoque vital y abordamos los problemas sin el dramatismo de cuando éramos
jóvenes. Tal vez por eso, no me pareció ridículo, ni tampoco irresponsable, que
Pedro Sánchez se tomara unos días para pensar sí debía tirar la toalla y
aceptar la realidad, o merece la pena luchar por cambiarla.
Voy más allá. Me parece bien que un
presidente del Gobierno, sea del signo que sea, reflexione e invite a los
ciudadanos a que lo hagan. Pero, claro, no me puedo olvidar de que nuestros usos
y costumbres no permiten esa flaqueza. El Presidente no tiene derecho a
reflexionar y, menos aún, a confesar que está harto, dolido y agotado. Lo suyo
es que sufra y aguante, pues para eso lo han elegido. Si, realmente, estuviera
como dice, lo razonable sería que se quitara de en medio, que asumiera que el
país debe ser gobernado por los elegantes señores de toda la vida y no fuera
tan tiquismiquis como para molestarse cuando lo insultan.
La degradación del debate público
y el desprestigio de la democracia no son de ahora, hace tiempo que vienen
siendo alentados por algunos sectores del poder político, económico, judicial y
periodístico. Tampoco es exclusivo de España. En la vecina Francia, el
Presidente Emmanuel Macron acaba de salir al paso de una noticia, difundida por
muchos medios, en la que se decía que su esposa es un transexual que regentó
prostíbulos de menores antes de casarse con él. La noticia era falsa, pero una
vez difundida, Macron tuvo que desmentirla y, como sucede en estos casos, nunca
lo conseguirá del todo, siempre quedará alguien que diga: cuando el río
suena...
Deformar la realidad, crear bulos
y noticias falsas ha pasado de ser un juego o una broma inofensiva a
convertirse en un peligro social. Las mentiras siempre han existido, pero ahora
tienen una dimensión y un efecto que nunca antes habían tenido. Antes vivíamos
en un mundo más estable, más lleno de certezas. Posiblemente fuéramos más
ignorantes, pero sabíamos lo necesario para distinguir lo verdadero de lo
falso. Ahora, por comodidad o por vagancia, prolifera el no querer saber, el
encogernos de hombros y ahorrarnos el esfuerzo de pensar. Es más, si la noticia
falsa favorece nuestros intereses, o nuestra ideología, somos más favorables a
darla por buena que si va en contra nuestra.
La ideología condiciona nuestro
comportamiento ante los bulos. Hay bulos que nos resultan cómodos y agradables.
Nos reafirman en nuestras convicciones, actúan como una pequeña descarga
interna de satisfacción y pasamos por alto que estén manipulando nuestras vidas
y utilicen nuestras alegrías o nuestros enfados como una forma insidiosa de
hacer política.
Para algunos, que son muchos, no
hay mejor receta que la indiferencia. Dicen que lo mejor es que no nos metamos
en líos, que pasemos de la política y los políticos. Podría ser una opción,
pero no significa que el problema desaparezca o no nos afecte. Supone
engañarnos a nosotros mismos y seguir adelante sin tener en cuenta las consecuencias.
Más tarde o más temprano, la realidad acabará por alcanzarnos y entonces ya no
valdrá ignorarla ni lloriquear alegando que no hemos participado ni tenemos
culpa de nada. La indiferencia no nos hace inocentes. Nos hace cómplices de lo
que sucede.
M.B.
ResponderEliminarLo que no es de recibo es vale todo en la información, y que cuando sea falsa la información el informador se vaya de de rositas
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