martes, 26 de diciembre de 2023

Insultando, que es geranio

Milio Mariño

Igual que los panaderos hacen pan y los albañiles ponen ladrillos, los políticos deberían trabajar en lo suyo, que es procurar que vivamos mejor y las injusticias vayan a menos. Pero en eso trabajan poco. Prefieren dedicarse al insulto. Y, como sería mucho pedir que hayan leído “El Arte de insultar” de Arthur Schopenhauer, insultan bastante mal. No alcanzan a ser elegantes ni tampoco graciosos. Son vulgares y de lo más zafio. Y también infantiles; muy infantiles.

Solo con echar un vistazo a este año que ya se acaba, advertimos que no hubo, prácticamente, un día en que los políticos no se insultaran o se dijeran barbaridades. Menuda cosecha llevamos. Primero se insultan y luego recurren a nosotros como quien va a la seño a quejarse. Este me llamó merluzo, aquel dijo cenutrio…  

En política se insulta mucho. Claro que también es verdad que insultan más unos que otros.  Hasta hace poco, los políticos de derechas tenían a gala ser educados y no decir palabrotas. Presumían de buenos modales y de una educación exquisita, mientras que los de izquierdas se mostraban como gente de la calle y solían recurrir a las palabras gruesas y a cierta agresividad para hacerse oír. Ya no es así. Ahora, los políticos que se dicen neoliberales, los que hablan en nombre de la derecha y la ultraderecha, han decidido ser transgresores, malhablados y subversivos, mientras que los de izquierdas se muestran moderados y adoptan una actitud conciliadora.

El prototipo del nuevo político de derechas es el de alguien que presume de expresar sus opiniones sin miedo y, sobre todo, sin respeto. Sin la mal entendida cobardía de tratar al adversario de forma educada y correcta. Por eso, quienes ahora triunfan, y ocupan los puestos de mayor relevancia, son los bocazas, los que insultan con mayor descaro y desafían al más pintado.

Lejos de corregir esta conducta, los partidos políticos la alientan. No reprenden a quien insulta sino que le pasan la mano por el lomo y lo acarician animándolo a que siga insultando. Acabamos de verlo a propósito de la frase “Me gusta la fruta”, que se emplea para enmascarar el grave insulto de Díaz Ayuso al Presidente del Gobierno. Hasta Feijoo parece que lo celebra. Desgraciadamente, no es el único. El ilustre alcalde de Madrid ha recibido muchos elogios por llamar macarra y mamporrero al ministro de transportes. Otra buena muestra de cómo está el patio fueron las manifestaciones contra la amnistía y las protestas de la calle Ferraz, donde no quedó institución ni autoridad por insultar. El Presidente del Gobierno, el Rey,  la Constitución, la prensa y los medios informativos fueron objeto de insultos y menosprecio por parte de quienes solían presumir de ser educados y no hacer el gamberro.

La crispación, los insultos y las salidas de tono menoscaban la democracia, pero hay poco margen para la esperanza. La impresión, generalizada, es que los insultos, en  política, han llegado para quedarse. Una lástima porque cuando se pierde el respeto, tanto en política como en la vida, se pierde todo. Lo más preocupante es que ni siquiera se plantea la necesidad de una reflexión sobre este proceder vergonzoso. Parece como que hubiéramos normalizado que los políticos se insulten y ya admitimos, incluso, que insultando no es gerundio, es geranio. Es la forma que tienen de tirarse flores los señores y señoras que llamamos sus señorías.

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 18 de diciembre de 2023

La injusta fama de los jueces

Milio Mariño

Nunca se había hablado tanto de la importancia que tiene que los jueces sean de una parroquia o de otra. Es como si dijeran que los curas pueden cambiar de dios y elegir al que más convenga a los pecados de sus feligreses. Si fuera así sería para preocuparse. Lo bueno, dentro de lo malo, es que la sospecha solo alcanza a los jueces de Primera División. Los otros, los de Segunda Regional, que trabajan en los juzgados por donde diariamente pasan miles de personas no tienen ese problema. El problema surge cuando se trata de gente muy principal y casos muy importantes. Por aquí abajo no sabemos, ni nos importa, la parroquia del juez que nos juzga. Aceptamos el que nos toque y asumimos su veredicto sin pensar en otras consideraciones.

A los jueces pedestres les pasa lo mismo. Tampoco pueden elegir qué casos juzgan y dedicarse, solo, a los más importantes. A veces, tienen que abordar situaciones complicadas como le ocurrió a cierto juez, del que no diré su nombre, que contaba la siguiente historia: “Bueno señora, ya está todo aclarado. Las dos mujeres se estaban pegando, usted se metió por medio, para separarlas, y le dieron un golpe en la refriega. ¿No es así? No, señor juez. ¿Cómo qué no? No, a mí no me dieron un golpe en la refriega. Fue un poco más arriba; entre la refriega y el ombligo”.

Pese al carácter sacerdotal con que pretendemos revestirlos, o tal vez por eso, los jueces no son sino intérpretes de las leyes vigentes y actúan según su particular humor, creencias, aficiones y carácter. Son seres humanos y, como tal, seguramente los habrá muy normales y raros como un avestruz en un chigre. Habrá de todo. Lo que esperamos de ellos es que, sean como fueren, se porten honestamente y apliquen la ley como corresponde. Que no inventen películas ni jueguen a otra cosa que no sea impartir justicia.

Insisto, y no me canso, en que a la gente corriente le trae sin cuidado la parroquia de los jueces. No participa de esas historias. Tiene el convencimiento de que no juzgan influidos por alguien al que tengan que rendir cuentas. No ocurre lo mismo en las alturas, donde ni siquiera se molestan por guardar las apariencias. Antes, en esas instancias, había jueces que retorcían las leyes y las interpretaban a su modo, pero al menos se molestaban en urdir artimañas y dotar a sus resoluciones de una apariencia de racionalidad. Ahora no. Ahora, se han tirado al monte y no disimulan. No les preocupa que los tachen de partidistas ni tampoco ocupar un cargo en el que no deberían estar desde hace ya cinco años.

Por estas cosas, y no por otras, la percepción que tienen los españoles de la justicia es de las más negativas de la Unión Europea. Nuestros jueces, en general, gozan de mala fama. Y no es justo que, por unos pocos, paguen los que no tienen culpa. A los muy estirados del Supremo quería ver yo en la piel de aquel juez que tuvo que afrontar este caso: “A ver, díganos su profesión. Yo, Señor Juez, soy capador para servirle a Dios y a usted. Ahórrese el ofrecimiento, a este juez no le hacen falta sus servicios”.

Al citado juez no, pero a los del Supremo no sé qué decir.


Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España


lunes, 11 de diciembre de 2023

La familia, solo, en Navidad

Milio Mariño

Me gusta mucho, me encanta, la vida en familia. Lo que no soporto es el seguidismo de cualquier idiotez mediática. Así que me da igual que digan que desentono o lo tomen por un desafío. He advertido, muy seriamente, a los míos que estas Navidades no pienso ponerme un pijama de renos, ni un jersey con dibujos de cristales de nieve, calcetines verdes y rojos, gorros con un pompón en lo alto o diademas de cuernos temblando. Será muy navideño, muy divertido y lo que ustedes quieran, pero que no cuenten conmigo. Solo faltaba... Y esa advertencia la hice extensible a mi gato, que como se les ocurra ponerle un lazo, o cualquier adorno, les monto un pollo que ni se imaginan.  

Sé lo que pasa. No hay nada tan coactivo como la Navidad. Llevamos ya más de un mes que estamos siendo acosados por imágenes de familias sonrientes que nos dicen como tenemos que vestirnos y qué tenemos que comprar. Familias que rebosan felicidad y supongo que también dinero porque lo mismo recomiendan un perfume caro que un coche de lujo. Es imposible escapar de su acoso. Quien no participe del entusiasmo derrochador de la Navidad sentirá vergüenza y se echará la culpa de que algo habrá hecho mal. Poco importa que mucha gente tenga dificultades para llegar a fin de mes o que los últimos datos demográficos señalen que un tercio de los habitantes de las grandes ciudades viven solos y al margen de sus familias.

Según el Instituto Nacional de Estadística, los hogares unipersonales son los que más han crecido, y seguirán creciendo, debido a que hay más divorcios que antes, la esperanza de vida ha aumentado y aumenta el número de personas que no tienen pensado vivir en pareja ni tener hijos. Una realidad que se ha impuesto y demuestra que el ritual de la gran familia, que nos enseñan en los anuncios, casi ha desaparecido. Las reuniones familiares son cada vez más forzadas. Aquella familia extensa, que algunos conocimos de niños, hoy es poco menos que una reliquia. Los abuelos están en las residencias geriátricas, los padres cada uno por su lado y los hijos malviviendo en pisos compartidos. La familia nuclear ya no se lleva. Han sido los impulsores del neo liberalismo, los mismos que nos enseñan familias sonrientes como símbolo de felicidad, quienes nos han convencido de que la familia tradicional no es compatible con lo que se exige para triunfar. Ahora, lo que se lleva es el individualismo competitivo sin ataduras de ningún tipo. Tener una familia implica la obligación de mantenerla, cuidarla y dedicarle tiempo. Responsabilidades que, por lo visto, impiden disfrutar de la vida y pasarlo bien. Por eso ya nadie quiere cuidar de los niños ni tampoco de los viejos.

No me apetece ser pesimista, pero los estudios sociológicos, prácticamente todos, apuntan que la tendencia actual es que en el futuro habrá más gente que viva sola, se ensancharán las diferencias sociales, aumentarán los egoístas que se muevan solo por interés y seremos más racistas que nunca.

El panorama no es muy alentador. De todas maneras, aunque las previsiones no sean muy buenas, de nosotros depende si nos cruzamos de brazos o nos revelamos y peleamos por un mundo más justo y mejor. Ya sé que lo de oponerme al pijama de renos no es mucho, pero por algo se empieza.


Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 4 de diciembre de 2023

Leemos poco

Milio Mariño

Con este tiempo, para un fin de semana de invierno, pienso que no puede haber mejor plan que quedarnos en casa leyendo. El periódico por supuesto, pero también un buen libro que cuente una bonita historia de la que podamos sentirnos protagonistas y vivir una gran aventura sin movernos del sofá.

El viento y la música de la lluvia crean el ambiente perfecto para que nos convirtamos -qué sé yo- en un detective inglés de esos que, al principio, parecen tontos y luego acaban descubriendo al asesino con un golpe de genialidad.  Leer nos permite protagonizar aventuras sin miedo al ridículo. Y no tiene nada de placer pasivo, es una forma de vivir de otro modo; de ser el detective inglés que decimos, un aventurero, un ladrón, un millonario o lo que proponga el libro que estemos leyendo.

La lectura aporta muchas ventajas: corrige el egocentrismo, invita a la reflexión, añade conocimientos y amplía los horizontes, no solo los geográficos también los mentales. Pero, todas esas ventajas no deben ser suficientes porque aquí, en España, leemos poco. Una encuesta del Ministerio de Cultura, señala que el 35,2 % de los españoles confiesa que no lee nada.  Pero nada de nada.  Esa fue la respuesta; así que mucho me temo que no leerán los prospectos de las medicinas ni tampoco las condiciones legales que figuran en los documentos y luego ponemos el grito en el cielo cuando descubrimos que de haberlas leído no habríamos firmado ni de broma.

Que el 35,2% de los españoles confiese que no lee nunca debería preocuparnos. No es de la misma opinión el Ministerio de Cultura, que se muestra satisfecho porque dice que en los últimos diez años el índice de lectura ha experimentado un crecimiento de 5,7 puntos porcentuales. Nada nuevo; el que no se consuela es que no maneja las estadísticas. Lo que dicen allá por Europa es que España, en número de lectores, está muy por debajo de lo que correspondería por su situación económica y el nivel de vida de sus habitantes. Aquí no solo se lee poco, los que leen tampoco baten el record. Mientras en Francia y Canadá las personas que leen lo hacen en un promedio 17 libros al año, aquí apenas llegamos a la mitad.

El optimismo del Ministerio de Cultura contrasta con la realidad y con un horizonte bastante sombrío. La mala costumbre de no leer la están heredando los jóvenes. En esa misma encuesta, el 55,3 % de los jóvenes manifiesta que no lee ni tiene pensado hacerlo.

Los datos de dónde leen los que leen y cuál es el medio físico que utilizan no son buenos. El 78,3 % lo hace en soporte digital, con un notable ascenso de la lectura a través del teléfono móvil. Los lugares elegidos para leer son, sobre todo, el transporte público y las salas de espera de los aeropuertos y los hospitales. En las casas se lee poco. Los niños encuestados dijeron que rara vez veían leer a sus padres. Pero, los padres no solo se defienden sino que, además, contraatacan. Alegan que, cuando después de un día de trabajo llegan a casa, antes de ponerse a leer, prefieren apagar el cerebro y desconectar de todo. Creen que se lo han ganado.

Pues nada. Que sigan apagando el cerebro y dejen conectado el móvil. Así, por lo menos, podrán leer los mensajes.


Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 27 de noviembre de 2023

Luces y luciérnagas

Milio Mariño

El encendido de las luces de navidad es uno de los acontecimientos más esperados del año. Alguien, en algún sitio, da media vuelta a la llave y todos, los adultos y los niños, disfrutamos del grandioso espectáculo. No pensamos, ni falta que nos hace, que las calles las iluminan no para que disfrutemos sino para que salgamos a comprar. Las bombillas son el reclamo perfecto del mayor negocio del año. No pudieron inventar mejor excusa que la Navidad para devolvernos la ilusión infantil y ese empeño por ser felices que contagia incluso a quienes por estas fechas padecen la crueldad de ver que muchos escaparates no son para ellos. Ellos viven en otro paisaje, son víctimas de un perverso contrato cuya cláusula principal establece que para que unos vivan bien otros tienen que vivir peor.

Atendiendo a lo de vivir mejor o peor, hemos pasado de unas Navidades iluminadas con apenas cuatro bombillas a este derroche de luz en el que ningún Ayuntamiento quiere quedarse atrás. Todos justifican el gasto como una inversión muy beneficiosa para la ciudad.

Seguramente será verdad. La cuestión es que este argumento también era válido cuando los ayuntamientos presumían de gastar poco porque había otras prioridades antes que emplear el dinero en adornos y bombillas de colores. Ahora la cosa ha cambiado. Ahora cada Ayuntamiento rivaliza con poner más bombillas que su vecino. Hace unos días, en Madrid encendieron 12 millones de bombillas, mientras que en Granada presumen de que han plantado el Árbol de Navidad más grande de España, 55 metros de alto, once metros más que el de Vigo.

Si la intención es deslumbrarnos mejor rivalizaban en atender a los más desfavorecidos o en reducir las listas de espera de los hospitales. Lo de pelear por poner más bombillas es una competición ridícula, pero hablar de bombillas y justicia social tal vez se tome como demagogia barata o populismo del malo. También cabe que piensen que hablan así los que aborrecen la Navidad. No es el caso. Puede gustarte la Navidad y disgustarte esa noria en la que se han subido los alcaldes que gastan cantidades ingentes para que sus ciudades se conviertan en algo así como parques temáticos.

Iluminar las ciudades, en Navidad, está bien. Pasarse con las bombillas o iluminar solo las calles comerciales ya es otra cosa. El privilegio que tienen los barrios pobres, de poder ver la noche y las estrellas, debería ser para todos. La noche es hermosa y deberían poder disfrutarla quienes vivan en las calles céntricas. Es injusto que en estas fechas les priven de ver el cielo. Tampoco podrán ver la preciosa luz de las luciérnagas, que apenas quedan porque según los expertos han ido muriendo por el uso de pesticidas, el cambio climático  y la contaminación lumínica.

Las luciérnagas alumbran una luz preciosa que, además, saldría gratis. El inconveniente es que pasaría como con las estrellas del cielo, que ya nadie puede verlas por las luces artificiales de aquí abajo.  Artificial, o no sé cómo llamarlo, es el último invento de unos científicos chinos que, al parecer, han descubierto que poniendo nanopartículas dentro de las hojas de los árboles se logra que las hojas generen brillo y puedan alumbrar por sí mismas las calles. Quien sabe cómo será la navidad del futuro. A lo mejor la inteligencia artificial le da un vuelco y hace que volvamos a lo sencillo.


Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España


lunes, 20 de noviembre de 2023

Paciencia y barajar

Milio Mariño

La elección de Presidente del Gobierno está generando tanta crispación y tanto ruido que vendría bien darle un giro y analizar lo sucedido desde un punto de vista menos trascendental y más lúdico. No sé… Verlo como una partida de mus. Una partida donde las cartas son importantes, pero también que quienes participan sepan jugarlas pues no siempre gana quien tiene las mejores.

Las cartas de Alberto Núñez Feijoo y Pedro Sánchez, no las repartió el azar, las repartieron los españoles el pasado 23 de julio. Dieron a cada uno las que creyeron que merecía y cada uno eligió a su pareja de juego. Alberto eligió a Santiago Abascal y Pedro a Yolanda Díaz.

Las dos parejas se disputaban gobernar y era obligado que jugaran con las cartas que tenían en la mano. Cierto que podían haber sido otras pero, al final, fueron las que fueron y no vale lamentarse. No vale echarles un vistazo, decir no me gustan, tirarlas encima de la mesa y pedir que vuelvan a dar de nuevo, a ver si tocan mejores.

La partida de la que hablamos no se disputó en el cuarto trasero de un garito clandestino apestado por el humo de los cigarros, como vemos en las películas. El ambiente estuvo enrarecido, pero fue porque así lo quisieron quienes pretendían hacerlo irrespirable con el fin de llamar la atención de los espectadores y lograr de esa manera presionar al contrario.

 Una de las parejas, la formada por Alberto y Santiago, antes incluso de sentarse a la mesa, ya presumía de tener mejores cartas. Se creía ganadora y no soportaba la idea de que pudiera perder; de ahí que, además de enrarecer el ambiente, intentara convencernos de que los rivales eran unos tramposos y no merecían ganar aunque jugaran mejor.

El resultado, al final, fue que ganaron los que tenían peores cartas. Un desenlace que los perdedores consideran inaceptable. Debe ser duro verte ganador y, al mismo tiempo, percibir que vas perdiendo y todo apunta a que perderás la partida. Hay que ser fuerte y tener capacidad para asimilar la derrota. La frustración puede transformarse en rabia y empujar a cualquiera a que esté tentado de romper la baraja. Y no solo eso, también a que, como perdedor, se desahogue dando voces y culpando al contrario de haber hecho trampas. No arregla el problema que intenten consolarlo diciendo que la próxima vez seguro que tendrá mejores cartas y podrá jugar de otra manera. Cuesta aceptar, sobre todo, que, a veces, una carta de poco valor pueda ser la llave para una jugada maestra que suponga ganar la partida.

Uno de los fallos, quizá el principal, de Alberto y Santiago fue que nadie les advirtió, o no se dieron cuenta, de que, en el mus, lo más importante no es tener buenas cartas, es saber jugar con las malas. Que fue lo que hizo la pareja que resultó ganadora.

Ahora, con la partida acabada, lo lógico sería que los perdedores aceptaran la derrota. Que fueran responsables y demócratas. Que se dieran cuenta de que seguir insistiendo con que España se rompe está muy gastado y ya no cuela. No recuerdo quien dijo que a una oveja se la puede esquilar toda la vida, pero despellejarla solo se puede hacer una vez. Así que, pataletas aparte, no les queda otra que lo que dice el refrán. Paciencia y barajar.


Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 13 de noviembre de 2023

Somos nada y algunos ni eso

Milio Mariño

Hará como un par de semanas, leí que la investigadora y científica francesa Anne L’Huillier había sido galardonada con el Premio Nobel de Física por haber descubierto que las personas, por dentro, estamos compuestas básicamente de espacio vacío.

El caso que acabé de leerlo y quedé que ni fu ni fa. No sentí esa emoción que se siente ante algo novedoso o inesperado. No me sorprendió lo más mínimo. Muchos, entre los que me cuento, que no nos tenemos precisamente por atletas mentales, ya sospechábamos que somos nada. Ahora bien, una cosa es sospecharlo y otra, como dicen en Oslo, que Anne lo haya demostrado con una fórmula de esas que te dejan con la boca abierta y no la cierras hasta que tragas un par de mosquitos. Así que supongo que merece el premio.

 De todas maneras, sin quitarle mérito, sigo pensando que la mejor prueba de que somos nada es lo mucho que insisten para que seamos algo. Desde muy pequeños ya están metiéndonos en la cabeza que tenemos que sobresalir y hacernos visibles. Insisten de tal manera que la gente nunca había peleado tanto por hacerse notar. La visibilidad se ha convertido en un objetivo que se persigue al precio que sea. Lo curioso es que quienes, de verdad, mandan en el mundo son invisibles, no los conoce nadie. De modo que ahora que han demostrado que somos nada, no estaría mal que nos explicaran como es que algunos no llegamos ni a eso. Somos menos que nada. Un déficit en sí mismo, un lastre social del que se quejan quienes al alcanzado el éxito.

Anne L’Huillier algo debió intuir porque dijo que el espacio vacío que somos no tiene una explicación concreta. Ella misma y los que comparten con ella el premio han aclarado que ese vacío no está tan vacío como pensaban, que a veces se llena de unas fluctuaciones que no conocen ni saben de dónde afloran, lo cual les obliga a seguir investigando para buscar nuevas teorías con las que poder explicarlo.

A saber qué saldrá de ahí. A veces se empieza por el vuelo de una mariposa, por un bello atardecer o simplemente por hacer la lista de la compra y no sabe uno dónde puede ir a parar. Lo mismo insisten con la física cuántica y, dentro de unos años, descubren que ser menos que nada es un chollo. No te asignan ningún papel; no necesitas quedar bien con nadie; no tienes obligaciones, no corres el riesgo de equivocarte… Bastará que aceptes ser gilipollas y lo tendrás todo resuelto. Para entonces, la inteligencia artificial habrá rellenado el espacio vacío y los gilipollas serán una especie protegida porque habrán entrado en vías de extinción.

Historias como la que intentan colarnos, que por dentro somos un espacio vacío, demuestran que los descubrimientos científicos y los avances tecnológicos van más allá de lo que alcanzamos a comprender. Ni dando rienda suelta a nuestras mayores fantasías podíamos imaginar que aceptaríamos lo que estamos aceptando como normal.

No señalo a nadie, hablo por mí, que todo esto me sobrepasa y mejor estaba callado que escribiendo estas tonterías con las que lo único que consigo es ponerme en evidencia. Pero no escarmiento. Ahora ando a vueltas con eso de que si cuando cae un árbol en el bosque, y nadie está allí para escucharlo, hará algún ruido.

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España