lunes, 26 de junio de 2023

El color de los viejos

Milio Mariño

Llegó el verano y volvió a traer la evidencia de que la edad nos llega a todos y va tatuándonos de arrugas por si nos falla la memoria. Llegó y me pilló tomando café en una terraza de Las Meanas mientras pensaba en una tontería que decía de joven: tú nunca serás como ese. Afortunadamente, cuarenta años después, sí que lo soy. Va para nueve que soy abuelo y sigo el proceso de envejecimiento peleándome con la familia, que me reprende y se enfada cuando digo que soy viejo. No entienden que lo diga con orgullo y que pronunciar la palabra viejo sea el único recurso para borrar su estigma negativo. Pero, de todas maneras, agradezco la idea de que la vejez comienza cuando nos hacemos dependientes y no podemos valernos por nosotros mismos. Circunstancia que aún no ha llegado gracias a la suerte, el destino o lo que sea.

De momento estoy bien, pero los años no pasan en balde y acaban por convencerte de que ya no tienes edad para muchas cosas. Solo te queda seguir adelante con la precaución de mantener la dignidad y hacer el ridículo lo menos posible. Tarea a la que dedico todo mi empeño aunque, a veces, dudo que lo consiga. Les pongo un ejemplo. Estando en aquella terraza, me sorprendí contemplando esas pequeñas desnudeces que permite el verano y superan en encanto a la desnudez total y  la conciencia me dio un coscorrón y me preguntó, enfadada, si no me estaría comportando como un viejo verde.

 Una parte de mí decía que si, pero la otra se rebelaba convencida de que no hacía nada malo ni cometía ningún delito. Apelaba al contrasentido de que los abuelos tuviéramos licencia para mirar las obras que encontramos por la calle y se nos negara para mirar lo que libera el botón desabrochado de una blusa, un short o una minifalda.

Era evidente que intentaba salvarme; lo malo que la realidad no cambia para ajustarse a lo que somos. Somos nosotros los que tenemos que cambiar para ajustarnos a la realidad. Por una ley no escrita, pero vigente y terriblemente cruel, tenía prohibido mirar, a menos que quisiera incurrir en delito y ser condenado a la pena de viejo verde. Pena a la que suelen aplicar el agravante de asqueroso. A mi lado, en otra mesa, había un joven que miraba lo mismo, pero como tenía treinta años menos no incurría en ningún delito.

 Hay gente que cree que por el mero hecho de cumplir años y hacernos viejos nos convertimos en seres asquerosos. Se habla mucho de racismo y de las conductas racistas, pero la discriminación hacia las personas mayores engloba prejuicios, actitudes y prácticas que la sociedad pasa por alto sin que, al parecer, le importe una higa. Nadie dice nada a pesar de que no hay ningún otro colectivo, como el de los viejos, al que traten, impunemente, con tanto desprecio.

Es verdad que existe una forma asquerosa de mirar pero esa mirada no tiene que ver con la edad, lo mismo puede mirar así alguien de veinte que de ochenta años. No sé, entonces, por qué a los viejos nos pintan de verde. Si es por fastidiar conmigo lo llevan crudo. El verde es un color precioso. Es el color de la tranquilidad, la armonía, la seguridad, la suerte y también de la esperanza.

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 19 de junio de 2023

Sentado no es igual que de pie

Milio Mariño

Cada vez se dice menos aquello de que las cosas son como son y no pueden ser de otra manera. Son como son hasta que dejan de serlo. Ahí está, por ejemplo, la costumbre de mear de pie, que es tan antigua como la vida misma y, por lo visto, quieren cambiarla. Que lo consigan, o no, dependerá de todos y todas. Más de los hombres, claro, aunque no sería justo que las feministas metieran baza e incluyeran dicha costumbre en su lucha por la igualdad de género. La uróloga Francisca Chillón fue muy sincera al respecto: “Si las mujeres tuviéramos la uretra por fuera también mearíamos de pie. Aun así, pocas mujeres podrán decir que no han meado de pie alguna vez.”

La puntualización me parece oportuna. Decir que  los hombres todo lo hacen mal, incluso mear, resta credibilidad al debate. Lo que no quita para que sean los principales protagonistas de esta historia que no es nueva, ha vuelto a las páginas de los periódicos por un estudio que se ha llevado a cabo en el aeropuerto Schipol de Amsterdam. Un estudio que arrojó como resultado que los baños de los hombres necesitaban cinco veces más limpieza diaria que los de las mujeres. Conocidos los datos, hicieron la prueba de pintar una mosca, como señuelo dentro del urinario, y los costos de limpieza disminuyeron un 80% el primer mes. Se conoce que los hombres apuntaban mejor y había menos que limpiar.

No es ningún secreto que, para muchos hombres, mear de pie representa la última frontera frente al feminismo avasallador  y es una línea roja que no están dispuestos a traspasar. Defienden mantener la postura tradicional como si fuera el último bastión de su masculinidad. Consideran que sería una humillación que los obligaran a sentarse y hacer pis como las mujeres.

El debate, a favor y en contra, daría para muchos folios y las cuestiones de higiene para muchos más. Habría que diferenciar, lo primero, entre mear en casa o hacerlo fuera; en un sitio público como una estación de autobuses, una gran superficie comercial, una cafetería o un bar. Sitios en los que debería ser obligatorio que pusieran un cartel, en la entrada de los baños, advirtiendo que vamos a enfrentarnos con un ejército de estafilococos, estreptococos y otros cocos de la caca y el pis que nos atacarán sin piedad.

En España sigue siendo excepción encontrar un baño público limpio y desinfectado. En la mayoría de los casos, nada más abrir la puerta, ya vemos que es impensable que alguien pueda sentarse en la taza del váter. Una opción descartable incluso para las mujeres, que o bien adoptan la postura del esquiador, que muchas practican salpicando incluso más que los hombres, o gastan medio rollo de papel higiénico forrando un asiento en el que seguramente se habrán posado cientos de nalgas sin que nadie pasara una bayeta con lejía. Dejo aparte a quienes se olvidan de tirar de la cadena y salen del váter silbando y mirando el WhatsApp .

Los humanos, en general, dejamos bastante que desear, pero no nos damos cuenta hasta que no nos vemos reflejados en los demás. Hace tiempo que en muchos países, como Alemania, Suecia, Japón y hasta en Taiwán, impulsan una campaña en favor de la micción sentada. Aquí, antes que eso, igual tendríamos que empezar por lo principal.

 

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España


lunes, 12 de junio de 2023

Votar de rebote

Algunas consideraciones  sobre el voto rebelde

Uno de los hombres más ricos del mundo, el multimillonario Warren Buffet, dijo en una entrevista que no es cierto que se haya acabado la lucha de clases. Según él, la lucha de clases sigue igual vigente que a principios del siglo pasado, lo que pasa que su clase, la de los ricos, se lo ha tomado en serio y está ganando por goleada.

Estoy de acuerdo. Los ricos, a diferencia de los pobres, tienen mucho más claro quién defiende sus intereses. Votan a la derecha y no les pasa por la cabeza votar a ninguna otra opción política. Son de piñón fijo. Los pobres, en cambio, son más críticos y menos fieles. Los hay que se desentienden y ni siquiera van a votar  y otros votan sin pensar si lo que han elegido les beneficia o no.  

Además de críticos, los pobres son muy orgullosos. Son capaces de votar a la derecha para demostrar que no tienen nada que agradecer: ni las ventajas sociales que han conseguido, ni que les hayan subido el salario mínimo un 47%, en los últimos  años, o que hayan revalorizado las pensiones como nunca se había hecho. A lo mejor no se oponen del todo a dichas medidas, pero por lo que no pasan es porque suban los impuestos a los ricos, los bancos y las eléctricas y ayuden a los inmigrantes y los más desfavorecidos. Suele pasar que los que menos tienen están en contra de los que no tienen nada. Les parece mal que reciban ayudas o subvenciones.

Defender la democracia incluye aceptar que cada cual piense y vote lo que quiera por más que cueste entender que personas que viven muy modestamente y no tienen posibilidades de salir de esa situación, les rían las gracias a los que más tienen. Puede parecer surrealista y, si me apuran, incluso cómico, pero muchas de esas personas no solo les ríen las gracias a los ricos y los poderosos sino que también votan a quienes los defienden y comparten con ellos su desprecio por los pobres.

Algunos justifican esa postura diciendo que lo hacen por rebeldía. Quieren aparentar que se rebelan contra los suyos como quien lo hace contra sus padres. Una excusa que no cuela porque votar a la derecha y la ultraderecha, no puede explicarse con los mismos argumentos que sirven para justificar que se pongan una arandela en la nariz, se tatúen un rinoceronte en la espalda  o beban hasta vomitar.

Son, ya, muchos años preguntándome por qué hay tantas personas que votan en contra de sus intereses. Le habré dado mil vueltas y algunas respuestas encuentro pero, al mismo tiempo, ninguna. Ninguna que sea sensata y no suponga el despropósito de tirar piedras contra el propio tejado.

Quienes, sin tener un duro ni posibilidades de salir de la clase social a la que pertenecen, la media baja o más baja, votan a la derecha o la ultraderecha, en la creencia de que les irá mejor, deberían plantearse si no estarán apuntando mal y renegando de su condición. Podrían probar a darle la vuelta al refrán. Cambiar lo del obrero tonto de derechas y pensar si no llamarían tontos a los ricos que votaran a la izquierda. Cosa que los ricos no harán ni de broma, así que la tontería, la ignorancia y la idiotez recaen, irremediablemente, sobre los que no hace falta nombrar.

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 5 de junio de 2023

La sorpresa de un lugar inhóspito

Un paseo por el centro de Avilés: la ‘acerona’ de Pedro Menéndez


Milio Mariño

Dando un paseo por Avilés llegué a la esquina de lo que era el Café Colón y me encontré con la sorpresa de un paisaje desco- nocido. En frente tenía el Parque del Muelle, el de siempre, pero a la izquierda había como un páramo de cemento que se extendía hasta, casi, el inicio de Sabugo. Un espacio que cuanto más lo miraba más me provocaba la sensación de sentirme como un idiota estético, pues no lograba apreciar la obra de un urbanista, seguramente de prestigio, que se habría devanado los sesos discurriendo el proyecto que supuso quitar la fuente, que al parecer afeaba el entorno, para construir algo que me parecía horrorosamente más feo. Esa fue la primera impresión, pero no estaba conforme del todo porque, aparte de feo, había algo más que se me escapaba y no acertaba a definir. Algo que me sumía en la angustia de no encontrar la palabra que diera significado a la sensación que sentí.

Tardé en encontrarla porque, a veces, las palabras son como esos calcetines sueltos que buscas y no encuentras por ningún sitio. Al final la encontré y quedé más tranquilo.  Es una palabra que apenas uso, pero define lo que sentí cuando me asomé a lo que han hecho en el espacio que dije: el comprendido entre el Parque del Muelle y la acera de la Plaza de Abastos.

La palabra que me costó encontrar fue: inhóspito. Inhóspito definía mejor lo que me pareció aquel lugar: un rincón de Avilés desposeído de cualquier identidad, frio, impersonal, mal concebido, nada acogedor y difícilmente habitable ni siquiera por las palomas que no tienen a dónde ir.

Lo que han construido podría ser qué se yo… Una pista de aterrizaje para helicópteros, o el vestigio de una civilización, de hormigón y cemento, que puedan descubrir los arqueólogos dentro de un par de siglos como ahora han descubierto los restos de la muralla. Podría ser lo que ustedes quieran porque es nada. Es un espacio muerto que no tiene utilidad. Solo tiene desolación y ningún respeto por un entorno que merecía algo mejor. Algo más amable y humanizado que una explanada de cemento que ha empeorado el uso y la estética del lugar y no sirve de conexión entre la Plaza de Abastos y el Parque del Muelle que, al parecer, era lo que pretendían.

En vez de lo pretendido han construido lo contrario: un obstáculo difícilmente salvable. Lo digo, claro está, como opinión personal. No hablo en nombre de nadie más allá del mío propio y, si acaso, el de cuatro amigos. Cinco, a lo sumo, todos avilesinos y muy contentos con el Avilés de hoy, que es más amable y acogedor que el que conocimos en nuestra infancia. Reconocerlo y alegrarnos no impide ser crítico con ese empeño por arreglar lo que no hace falta, intervenir sin que haya una necesidad concreta y buscar soluciones a lo que no es un problema.

Se me escapan los motivos que les llevaron a lo que han hecho con la Plaza Pedro Menéndez. Solo se me ocurre que alguien debió pensar que necesitábamos un lugar feo e inhóspito que sirviera de contraste y nos ayudara a valorar lo guapo que es Avilés. Si esa era la pretensión, lo han conseguido. No sé cuánto habrá costado pero, aunque fuera barato, saldrá caro porque podrían haberse ahorrado semejante despropósito.

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 29 de mayo de 2023

Los niños no saben qué es la muerte

Milio Mariño

Hace poco leímos que tres meses después de que dos niñas gemelas, de 12 años, se precipitaran  al vacío desde un tercer piso, en un pueblo de Barcelona, dos mellizas de Oviedo, también  de 12 años, se arrojaron desde un sexto piso y murieron. Dos noticias terribles que cuesta creer y nos abocan a la inevitable pregunta: ¿Por qué? Qué puede estar sucediendo para que en 2021, en España, veintidós niños, de entre 10 y 14 años, perdieran la vida de un modo que no creo que corresponda llamarlo suicidio.

Mí reticencia a llamarlo así no es porque piense que es mejor ocultarlo, es porque los niños que, voluntariamente, cometieron esos actos con los que pusieron fin a sus vidas no sabían lo que están haciendo y, menos aún, qué es la muerte.

Entender qué es la muerte supone un largo proceso que vamos construyendo gradualmente y a una edad tan temprana es imposible que podamos tener una idea, siquiera, aproximada. Para un niño, la muerte es algo que no comprende ni considera irreversible. Solo hay que leer los testimonios de un estudio publicado en Estados Unidos por la revista Pediatrics. En ese estudio un niño dice: “Los muertos no oyen nada ni pueden moverse. Los llevan al hospital para que se sientan mejor”. Otro niño asegura: “Puede uno morir para reunirse con su abuelo encima de una nube y esperar juntos el momento de regresar a la Tierra”. Y un tercero nos empuja más todavía hacia lo inimaginable que puede pensar un niño. Comenta al entrevistador: “Yo había pensado suicidarme, pero no lo hice porque luego temo arrepentirme”.

No se conoce aún ninguna teoría que explique el suicidio de una persona adulta, de modo que explicar el suicidio de un niño es todavía más difícil. Es como pensar lo impensable o comprender lo incomprensible. Ningún niño quiere acabar con su vida ni desea morir. Desea escapar de un gran sufrimiento o una situación para la cual no encuentra salida. En eso, los niños, coinciden con los adultos. La diferencia está en que no son conscientes de lo que hacen ni de lo que supone la muerte. Sus razones y sus pensamientos son muy diferentes de los que motivan a los adultos.

Deberíamos tenerlo en cuenta como también otra cuestión que creo muy importante. Estamos educando a los niños dentro de una burbuja en la que el sufrimiento no tiene cabida. El problema es que, tarde o temprano, les llegará una desilusión o un fracaso, por pequeño que sea, y no estarán preparados ni sabrán cómo afrontarlo. No les estamos diciendo que sufrir es normal, que la vida lleva implícita una cuota de sufrimiento y sufrir no es un signo de debilidad, es algo que nos pasa a todos y hay que asumirlo y gestionarlo de la forma más adecuada.

A los niños hay que enseñarles a sufrir porque así sufrirán menos. En cambio, lo que hacemos es contribuir a que desarrollen una intolerancia a la frustración y el esfuerzo que les impide vencer cualquier obstáculo de la vida diaria. No les ayudamos a que comprendan que, a veces, las cosas no salen como estaba previsto y eso no significa que se acabe el mundo.

Tal vez no sea esa la causa de que tantos niños se estén quitando la vida, pero    de que estamos haciendo algo mal no cabe duda.


Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 22 de mayo de 2023

Pedir peras a los políticos

Milio Mariño

Faltan, solo, cinco días para que acabe la campaña de las municipales y con ella esa sensación casi generalizada de que nos toman por tontos. Lo cual es muy posible que sea cierto, pero no los quince días de la campaña sino todo el tiempo. Luego, pasadas las elecciones, se olvidarán de nosotros y nosotros de ellos salvo para criticarlos y decir que son un castigo que no merecemos. Total, que las elecciones habrán sido un trámite y no la oportunidad de ejercer nuestro derecho, elegir lo que queramos y aceptar el resultado.

Sean quienes sean los elegidos, seguiremos echando pestes contra los políticos porque es más fácil criticar que reconocer que, en el fono, reflejan lo que, realmente, somos. Puede sonar a perogrullada pero tenía razón Rajoy: "Es el alcalde el que quiere que sean los vecinos el alcalde". Conviene recordarlo porque parece como que fuera una decisión ajena. Algo que deciden otros y en lo que no tenemos arte ni parte porque detestamos la política y no queremos que nos involucren en ese juego. Esa suele ser la disculpa de quienes se creen moralmente superiores por el mero hecho de no ser políticos. Una disculpa infantil que no salva a nadie, ni sirve para otra cosa que no sea fomentar el descredito de una democracia que es de todos y también de los que pretenden escaquearse.

Desconozco qué pudo ocurrir para que lleguemos a esto: a que la gente no crea, prácticamente, en nada. En los políticos por supuesto, pero tampoco en las instituciones, en los medios de comunicación o en la religión, por ejemplo. Es como si todo fuera un desastre y no se salvara nada ni nadie. El desánimo y la falta de confianza han propiciado la indignación y el deseo de que todo se vaya a la mierda. Así lo reflejan las redes sociales, un espacio que se ha convertido en el nuevo gran actor de la política. En el refugio de quienes han perdido la esperanza en el progreso. Gente que encauza su desacuerdo apostando por volver al pasado porque creen que les servirá para protegerse de algo que les da mucho miedo: el mundo del siglo XXI.

Esta peligrosa deriva no sería justo que la cargáramos solo sobre nuestras espaldas. La clase política tiene buena parte de culpa porque se ha convertido en una especie de club exclusivo en el que no entra nadie que ellos no quieran. La profesionalización de quienes hacen de la política su modo de vida influye de manera muy negativa en el espíritu democrático. Supone que aumente el desánimo y se encaren las elecciones como si ya estuviera todo decidido y no fuéramos a elegir nada. De ahí la indiferencia hacia esos rostros, maquillados de Photoshop, que cuelgan de las farolas y dicen frases que suenan poco creíbles. Aunque claro: ¿Qué van a decir de ellos mismos?

Pues eso, que los votemos. El dilema es si nos conformamos con regodearnos de sus estupideces y consentimos que estropeen nuestras ilusiones, o usamos la cabeza y pensamos que la política es una actividad limitada, mediocre y frustrante, como también lo es la vida. La vida, también es limitada, mediocre y frustrante, pero nada nos impide que, en ambos casos, tratemos de hacerlas mejores. No disculpo a los políticos, intento ajustar mis expectativas, olvidarme de lo ilusorio y no pedirle peras al olmo.

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España 


lunes, 15 de mayo de 2023

El bar como especie a proteger

Milio Mariño

Dicen, y seguramente será verdad, que en ningún otro país del mundo hay tantos bares como en España. El censo, antes de la pandemia, era de casi trescientos mil; uno por cada 175 habitantes. Cifra que, a primera vista, puede parecer exagerada pero cada bar tiene su historia y todos, en su conjunto, constituyen una realidad que explica nuestro carácter, nuestra sociabilidad y algunas cosas de nuestro pasado que preferimos no recordar.

Los bares cumplen una función social que fue más importante hace años por la sencilla razón de que las casas de entonces tenían poco de confortables. Por no tener no tenían ni televisión, de modo que los bares acabaron convirtiéndose en el club social de los pobres. No alcanzaban la categoría del pub inglés, pero nos apañábamos y los utilizábamos para muchas cosas, aparte de como destino cuando no teníamos a dónde ir. Recuerden que Rajoy acabó en un bar mientras decidían en el Congreso si seguía de Presidente, o no.

Los bares están para eso, para refugiarnos de la intemperie, ahogar nuestras penas y celebrar nuestras alegrías. También para charlar y relacionarnos, algo muy importante que estamos perdiendo por la influencia de los móviles y las redes sociales. Menos mal que hay gente como el dueño de un bar que puso el siguiente cartel: “Aquí no tenemos wifi, así que van a tener que hablar entre ustedes.”

Se agradece el detalle, pero hablando, precisamente, de bares resulta que muchos están cerrando y ya cifran en más de 60.000 los que han cerrado en la última década. Una  verdadera tragedia y más en esos pueblos que van perdiendo todo lo que tenían: el médico, la escuela, el transporte, los cajeros de los bancos y hasta esos pequeños barres que hacían de centro social, residencia de día para la tercera edad y ágora de animación cultural.

El problema pasaba desapercibido porque allá arriba, en las altas esferas, no alcanzan a ver lo que necesitan los pobres y lo poco con que se conforman. Quienes sí lo vieron fueron los de Teruel Existe, que presentaron en el Congreso una proposición de ley para incluir los bares de los pueblos en la Ley de Economía Social y dotarlos de ventajas económicas y fiscales. La iniciativa, que beneficiará a los bares y los pequeños comercios de los pueblos con menos de 200 habitantes, inició su tramitación hace poco y contó con el apoyo de la práctica totalidad de la Cámara baja.

Se habla mucho de la España vaciada, pero nadie había reparado en que los bares constituyen el último reducto contra la despoblación y son imprescindibles para mantener los entornos rurales con vida. Son un remedio barato contra la soledad y el abandono que sufren esos pueblos que solo interesan a los que viven allí.

Es muy posible que sus señorías aprueben la iniciativa modificando una ley, de 2011, que aboga por promover la solidaridad y serviría para que los bares de los pueblos puedan asimilarse a entidades como cooperativas o fundaciones, que gozan de bonificaciones fiscales y pueden beneficiarse de otros incentivos económicos.

 Ya ven qué cosas. Si, hace años, nos dijeran que los bares acabarían convirtiéndose en una especie protegida nos llevaríamos las manos a la cabeza. Seguro que sí, pero la vida da muchas vueltas y esas vueltas, cuando los argumentos convencen, sirven para enderezar lo que se tuerce.


Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España