Hace poco leímos que tres meses
después de que dos niñas gemelas, de 12 años, se precipitaran al vacío desde un tercer piso, en un pueblo
de Barcelona, dos mellizas de Oviedo, también de 12 años, se arrojaron desde un sexto piso y
murieron. Dos noticias terribles que cuesta creer y nos abocan a la inevitable
pregunta: ¿Por qué? Qué puede estar sucediendo para que en 2021, en España, veintidós
niños, de entre 10 y 14 años, perdieran la vida de un modo que no creo que
corresponda llamarlo suicidio.
Mí reticencia a llamarlo así no
es porque piense que es mejor ocultarlo, es porque los niños que,
voluntariamente, cometieron esos actos con los que pusieron fin a sus vidas no
sabían lo que están haciendo y, menos aún, qué es la muerte.
Entender qué es la muerte supone
un largo proceso que vamos construyendo gradualmente y a una edad tan temprana
es imposible que podamos tener una idea, siquiera, aproximada. Para un niño, la
muerte es algo que no comprende ni considera irreversible. Solo hay que leer
los testimonios de un estudio publicado en Estados Unidos por la revista
Pediatrics. En ese estudio un niño dice: “Los muertos no oyen nada ni pueden
moverse. Los llevan al hospital para que se sientan mejor”. Otro niño asegura:
“Puede uno morir para reunirse con su abuelo encima de una nube y esperar
juntos el momento de regresar a la Tierra”. Y un tercero nos empuja más todavía
hacia lo inimaginable que puede pensar un niño. Comenta al entrevistador: “Yo
había pensado suicidarme, pero no lo hice porque luego temo arrepentirme”.
No se conoce aún ninguna teoría
que explique el suicidio de una persona adulta, de modo que explicar el
suicidio de un niño es todavía más difícil. Es como pensar lo impensable o comprender
lo incomprensible. Ningún niño quiere acabar con su vida ni desea morir. Desea escapar
de un gran sufrimiento o una situación para la cual no encuentra salida. En eso,
los niños, coinciden con los adultos. La diferencia está en que no son
conscientes de lo que hacen ni de lo que supone la muerte. Sus razones y sus pensamientos
son muy diferentes de los que motivan a los adultos.
Deberíamos tenerlo en cuenta como
también otra cuestión que creo muy importante. Estamos educando a los niños
dentro de una burbuja en la que el sufrimiento no tiene cabida. El problema es
que, tarde o temprano, les llegará una desilusión o un fracaso, por pequeño que
sea, y no estarán preparados ni sabrán cómo afrontarlo. No les estamos diciendo
que sufrir es normal, que la vida lleva implícita una cuota de sufrimiento y sufrir
no es un signo de debilidad, es algo que nos pasa a todos y hay que asumirlo y gestionarlo
de la forma más adecuada.
A los niños hay que enseñarles a
sufrir porque así sufrirán menos. En cambio, lo que hacemos es contribuir a que
desarrollen una intolerancia a la frustración y el esfuerzo que les impide
vencer cualquier obstáculo de la vida diaria. No les ayudamos a que comprendan
que, a veces, las cosas no salen como estaba previsto y eso no significa que se
acabe el mundo.
Tal vez no sea esa la causa de
que tantos niños se estén quitando la vida, pero de que estamos haciendo algo mal no cabe duda.
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Milio Mariño