Faltan, solo, cinco días para que
acabe la campaña de las municipales y con ella esa sensación casi generalizada de
que nos toman por tontos. Lo cual es muy posible que sea cierto, pero no los
quince días de la campaña sino todo el tiempo. Luego, pasadas las elecciones,
se olvidarán de nosotros y nosotros de ellos salvo para criticarlos y decir que
son un castigo que no merecemos. Total, que las elecciones habrán sido un
trámite y no la oportunidad de ejercer nuestro derecho, elegir lo que queramos
y aceptar el resultado.
Sean quienes sean los elegidos,
seguiremos echando pestes contra los políticos porque es más fácil criticar que
reconocer que, en el fono, reflejan lo que, realmente, somos. Puede sonar a
perogrullada pero tenía razón Rajoy: "Es el alcalde el que quiere que sean
los vecinos el alcalde". Conviene recordarlo porque parece como que fuera
una decisión ajena. Algo que deciden otros y en lo que no tenemos arte ni parte
porque detestamos la política y no queremos que nos involucren en ese juego.
Esa suele ser la disculpa de quienes se creen moralmente superiores por el mero
hecho de no ser políticos. Una disculpa infantil que no salva a nadie, ni sirve
para otra cosa que no sea fomentar el descredito de una democracia que es de
todos y también de los que pretenden escaquearse.
Desconozco qué pudo ocurrir para
que lleguemos a esto: a que la gente no crea, prácticamente, en nada. En los
políticos por supuesto, pero tampoco en las instituciones, en los medios de
comunicación o en la religión, por ejemplo. Es como si todo fuera un desastre y
no se salvara nada ni nadie. El desánimo y la falta de confianza han propiciado
la indignación y el deseo de que todo se vaya a la mierda. Así lo reflejan las redes
sociales, un espacio que se ha convertido en el nuevo gran actor de la política.
En el refugio de quienes han perdido la esperanza en el progreso. Gente que encauza
su desacuerdo apostando por volver al pasado porque creen que les servirá para
protegerse de algo que les da mucho miedo: el mundo del siglo XXI.
Esta peligrosa deriva no sería
justo que la cargáramos solo sobre nuestras espaldas. La clase política tiene
buena parte de culpa porque se ha convertido en una especie de club exclusivo en
el que no entra nadie que ellos no quieran. La profesionalización de quienes
hacen de la política su modo de vida influye de manera muy negativa en el
espíritu democrático. Supone que aumente el desánimo y se encaren las elecciones
como si ya estuviera todo decidido y no fuéramos a elegir nada. De ahí la
indiferencia hacia esos rostros, maquillados de Photoshop, que cuelgan de las
farolas y dicen frases que suenan poco creíbles. Aunque claro: ¿Qué van a decir
de ellos mismos?
Pues eso, que los votemos. El
dilema es si nos conformamos con regodearnos de sus estupideces y consentimos
que estropeen nuestras ilusiones, o usamos la cabeza y pensamos que la política
es una actividad limitada, mediocre y frustrante, como también lo es la vida. La
vida, también es limitada, mediocre y frustrante, pero nada nos impide que, en
ambos casos, tratemos de hacerlas mejores. No disculpo a los políticos, intento
ajustar mis expectativas, olvidarme de lo ilusorio y no pedirle peras al olmo.
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Milio Mariño