Llegó el verano y volvió a traer la
evidencia de que la edad nos llega a todos y va tatuándonos de arrugas por si nos
falla la memoria. Llegó y me pilló tomando café en una terraza de Las Meanas mientras
pensaba en una tontería que decía de joven: tú nunca serás como ese.
Afortunadamente, cuarenta años después, sí que lo soy. Va para nueve que soy abuelo
y sigo el proceso de envejecimiento peleándome con la familia, que me reprende
y se enfada cuando digo que soy viejo. No entienden que lo diga con orgullo y
que pronunciar la palabra viejo sea el único recurso para borrar su estigma
negativo. Pero, de todas maneras, agradezco la idea de que la vejez comienza
cuando nos hacemos dependientes y no podemos valernos por nosotros mismos. Circunstancia
que aún no ha llegado gracias a la suerte, el destino o lo que sea.
De momento estoy bien, pero los
años no pasan en balde y acaban por convencerte de que ya no tienes edad para
muchas cosas. Solo te queda seguir adelante con la precaución de mantener la
dignidad y hacer el ridículo lo menos posible. Tarea a la que dedico todo mi
empeño aunque, a veces, dudo que lo consiga. Les pongo un ejemplo. Estando en
aquella terraza, me sorprendí contemplando esas pequeñas desnudeces que permite
el verano y superan en encanto a la desnudez total y la conciencia me dio un coscorrón y me
preguntó, enfadada, si no me estaría comportando como un viejo verde.
Una parte de mí decía que si, pero la otra se
rebelaba convencida de que no hacía nada malo ni cometía ningún delito. Apelaba
al contrasentido de que los abuelos tuviéramos licencia para mirar las obras
que encontramos por la calle y se nos negara para mirar lo que libera el botón desabrochado
de una blusa, un short o una minifalda.
Era evidente que intentaba
salvarme; lo malo que la realidad no cambia para ajustarse a lo que somos.
Somos nosotros los que tenemos que cambiar para ajustarnos a la realidad. Por
una ley no escrita, pero vigente y terriblemente cruel, tenía prohibido mirar, a
menos que quisiera incurrir en delito y ser condenado a la pena de viejo verde.
Pena a la que suelen aplicar el agravante de asqueroso. A mi lado, en otra
mesa, había un joven que miraba lo mismo, pero como tenía treinta años menos no
incurría en ningún delito.
Hay gente que cree que por el mero hecho de
cumplir años y hacernos viejos nos convertimos en seres asquerosos. Se habla
mucho de racismo y de las conductas racistas, pero la discriminación hacia las
personas mayores engloba prejuicios, actitudes y prácticas que la sociedad pasa
por alto sin que, al parecer, le importe una higa. Nadie dice nada a pesar de
que no hay ningún otro colectivo, como el de los viejos, al que traten,
impunemente, con tanto desprecio.
Es verdad que existe una forma
asquerosa de mirar pero esa mirada no tiene que ver con la edad, lo mismo puede
mirar así alguien de veinte que de ochenta años. No sé, entonces, por qué a los
viejos nos pintan de verde. Si es por fastidiar conmigo lo llevan crudo. El
verde es un color precioso. Es el color de la tranquilidad, la armonía, la
seguridad, la suerte y también de la esperanza.
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Milio Mariño