Una de nuestras vacas, la
frisona, esa que suele ser blanca con pintas negras y aparece en los anuncios
de la tele, no es asturiana. Es originaria de Frisia, Holanda. Acabó aquí, allá
por los años cincuenta, porque decidieron incorporar una nueva raza para mejorar
la producción lechera de Asturias. La vaca holandesa daba más leche que la
asturiana de los valles y los ganaderos acogieron con entusiasmo su llegada,
pero enseguida empezaron a quejarse. Decían que tenían un problema con el
idioma, que las vacas holandesas no obedecían las órdenes que les daban y era muy
difícil tratar con ellas porque no entendían el asturiano.
Hablar con los animales es fácil,
puede hacerlo cualquiera, lo difícil es que te entiendan. Por eso que ya habrán
imaginado las risas y el cachondeo a propósito de la falta de entendimiento
entre los aldeanos y las vacas extranjeras. Lástima que entonces no se supiera
lo que sabemos ahora gracias a un par de estudios: uno de la Universidad de
Lund, en Suecia, y otro de la Universidad de Nueva Gales del Sur, que han
acabado por demostrar que existe una relación directa entre los diferentes
sonidos que emiten los animales y el medio en el que habitan. Es decir que los
animales se identifican tanto con el idioma del lugar donde nacen y se crían
que desarrollan un particular acento que los distingue de los de otros países o
regiones. Se ha podido constatar, por ejemplo, que el mugido de una vaca
asturiana no es igual que el de una vaca andaluza.
Ahí es nada. Por eso siguen
investigando, para poder desarrollar una tesis completa. Consideran que se
trata de un hallazgo importante porque los sonidos que emiten los animales
suponen la primera señal de comunicación entre ellos y no se sabe hasta qué
punto pueden influir sobre el medio en el que habitan.
El respaldo científico es
importante, pero mucho antes de que se hicieran públicos esos estudios, los
vecinos de la Montaña Lucense ya denunciaron que los osos que merodeaban por
sus aldeas eran asturianos porque se les notaba en el acento. También se sabe,
más o menos con cierta seguridad, que las ballenas azules emiten sonidos en algo
parecido a nueve idiomas distintos y que en algunas especies de pájaros la
variedad de sus trinos los llevan, incluso, a vocalizar y terminan haciéndolo de
una forma muy particular. Tan particular como el famoso cuervo de Belvís, del
que cuentan que volaba hasta la terraza de un restaurante, se posaba en el
respaldo de una silla y pedía un pincho de tortilla hablando perfectamente en gallego.
La certeza de que los animales se
identifican con el habla del lugar donde habitan nos obliga a reflexionar. Es
cierto que solemos hablar con ellos, pero les escuchamos poco y pasamos por
alto que la mayoría están dispuestos a charlar con nosotros. Charla que tampoco
tendría que ser excepcional. No todo es hablar de filosofía o del sentido de la
vida. Podríamos hablar, qué se yo, de la calidad del pienso o de si lloverá o
hará sol. Al fin y al cabo, también somos animales. Y, siempre será preferible
hablar con otro animal antes que hacerlo con un robot. Además, otro detalle importante,
que los científicos destacan en sus estudios, es que los animales respetan muy
educadamente el turno de palabra y no se interrumpen cuando hablan.
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Milio Mariño