lunes, 31 de julio de 2023

El mar y mi abuelo

Milio Mariño

Cuando subí a bordo de la pequeña lancha que da paseos por la Ría de Avilés sentí la emoción de un susurro y me acordé de mi abuelo Julio. El jueves hará 110 años, el 3 de agosto de 1913, que era domingo, mi abuelo llegó a Nueva York, procedente de Liverpool, según consta en la lista de pasajeros del transatlántico británico RMS Baltic.

Sabía que mi abuelo había ido a América con el propósito de hacer fortuna, pero los detalles, documentados, de cómo y cuándo los conseguí hace poco por una casualidad de la vida.

Excuso decirles que mi abuelo, de fortuna, nada de nada. Volvió de allí con lo puesto como tantos otros. Ojala hubiera vuelto convertido en un indiano rico, pero volvió igual de pobre y el único valor reconocido fue el de cruzar el Atlántico y plantarse en Nueva York con poco más de veinte años.

Si me preguntan como es que relaciono la peripecia de mi abuelo con el paseo en lancha por la Ría de Avilés, no lo sé. La vida está hecha de esos momentos en los que el pasado, que parecía perdido, resucita sin que sepamos cómo y aparece ante nosotros para demostrar que nada muere definitivamente, que todo está ahí guardado, esperando una emoción que lo haga revivir de nuevo.

Es muy probable que recordara a mi abuelo porque, según algunas leyendas, el mar es donde va a parar todo lo que hemos perdido. Todo acaba y cabe en la profundidad de sus abismos y todo lo devuelve purificado, obrando una especie de milagro que nunca nadie ha logrado descifrar.

Hay quien apunta que nuestra querencia por el mar es genética y que es por eso que nos atrae y siempre queremos volver. No faltan, tampoco, quienes dicen que la contemplación del mar supone la contemplación de uno mismo. Que el mar es  como un espejo que devuelve el reflejo de nuestra verdadera identidad.

Baudelaire se refería al mar como la metáfora de nuestra soledad. Jorge Manrique lo relaciona con la muerte y Joseph Conrad dejó escrito que el deseo y la fascinación de compartir con el mar su inmensidad nos permite estar lo más cerca posible del otro mundo.

Suscribo todo lo dicho porque mientras viajaba en aquella lancha recordando que mi abuelo había atravesado el Atlántico, hace ahora 110 años, la lancha llegó a la altura de San Balandrán, una pequeña playa que había en mitad de la ría de Avilés y la hicieron desaparecer para mejorar el acceso al puerto.

Acaso porque desde el mar todo lo vemos distinto, me pareció que la playa volvía a estar donde yo la había visto de niño. Algo, por otra parte, posible porque San Balandrán era una isla prodigio que aparecía y desaparecía como una ballena medio dormida que se sumerge y emerge a capricho. Una isla a la que arribó, allá por el siglo VI, el santo irlandés Balandrán, que navegaba por el Atlántico en busca del paraíso. Y, aunque el santo afirmó que lo había encontrado y gustó muy gozoso de aquel paraje maravilloso, no le fue concedido, por misterioso secreto, quedarse a vivir allí. De modo que tuvo que regresar a Irlanda, donde murió después de referir tan extraordinaria aventura. Aventura, la suya, que también contaría mi abuelo, aunque no tuve la suerte de oírsela contar porque no llegué a conocerlo.


Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España


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