lunes, 13 de julio de 2020

La televida que nos espera

Milio Mariño

Hay gente que está viviendo la nueva normalidad encantada. No es mi caso, aunque tampoco puedo decir que lo lleve fatal. Lo llevo bastante bien, pero tengo la sensación de que, en algún sitio, algo se ha roto y no paro de darle vueltas pensando qué puede ser. Sea lo que fuere, creo que no volveremos a ser quienes éramos ni hacer lo que hacíamos antes de que apareciera el covid19. Percibo que muchas cosas nos sobrepasan y que, a pesar de todo, preferimos ignorar la realidad y hacer como que no nos damos cuenta de que el regreso no está siendo la vuelta a la vida anterior. Hemos dado un salto en el vacío para caer en el mismo sitio y no precisamente de pie. Caímos con el miedo metido en el cuerpo, saludándonos con el codo y desinfectándonos cada dos por tres. Irreconocibles para nosotros mismos y con la mascarilla a cuestas hasta cuándo vamos a dormir.

Toda precaución es poca, dicen las autoridades. Y uno, que nunca fue muy obediente, se resigna a obedecer, aunque a veces levante la voz. Sobre todo, cuando, con la disculpa del virus, intentan colarnos lo que no tiene sentido.

Puede servir como ejemplo esto que voy a contar. Resulta que, hace poco, llamé al centro de salud para pedir una cita con mí médico y me dijeron que no podía ir porque hay que preservar al personal sanitario de cualquier posible contagio y también por mi propia seguridad, para evitar el contacto con otras personas. La solución fue que hablara con el médico por teléfono. Telemedicina creo que lo llaman. Total, que después de hablar, como la cosa no era muy grave, salí a dar un paseo y me senté en una terraza. La sorpresa fue que, en la mesa de al lado, estaba mí médico con otras dos personas, que debían ser personal sanitario, tomándose un café. ¿Qué tal? Me preguntó muy amable. Pues ya ves, más o menos como te comenté por teléfono. Nada, no te preocupes, haz lo que te dije y ya verás cómo en dos o tres días estás como nuevo.

Les parecerá una bobada, pero quedé más tranquilo. Para mí, que el médico te vea en persona, aunque sea en una terraza, no tiene comparación con que haga el diagnóstico por teléfono. Se me ocurrió entonces que los centros de salud, para evitar contagios, podían montar unas sillas y unas mesas en la parte de afuera y trasladar allí las consultas. Las consultas serían en las terrazas. Eso sí, cobrando la consumición, que tampoco hay que abusar y pedir que la Seguridad Social pague el café o el vermú.

La extraña sensación que decía viene por cosas así. Viene porque, ahora, la vida gira en torno a las terrazas y el teléfono. La telemedicina, el teletrabajo, la teleenseñanza y no sé yo si el telefontanero, es lo que tratan de imponernos con el consiguiente daño para las relaciones humanas. Por eso que cuando oigo que todo lo que, ahora, se hace por internet y por teléfono es muy beneficioso para nosotros, me sorprende que, siendo así, haya tenido que ser un virus maligno el que consiguiera lo que se perseguía desde hace años con poco éxito. Habrá que tener cuidado con esta televida que quieren para nosotros, sin que piensen consultarnos ni les importe qué opinamos.


Milio Mariño / Artículo de Opinión / diario La Nueva España

lunes, 6 de julio de 2020

Trump parece Maduro

Milio Mariño

No les cuento la que estarían liando los partidos, y partidarios, de la derecha si lo que ocurre en Estados Unidos ocurriera en Venezuela. Si, en Venezuela, estuvieran muriendo como chinches, por el covid19, y hubieran decretado el toque de queda por el caos, los disturbios y los saqueos, pondrían el grito en el cielo y acusarían a Maduro de ser un patán sin escrúpulos que gobierna el país con el culo. Ciscándose en la democracia, diciendo bravuconadas y demostrando que es un cagón consumado, pues, a las primeras de cambio, ya vieron como Trump corrió a refugiarse en el bunker de la Casa Blanca por miedo a que los manifestantes, que protestaban por la muerte de George Floyd, pudieran superar la barrera de un batallón de policías, armados con las armas más siniestras y los perros más rabiosos, según palabras del propio presidente.

Trump parece Maduro y, a mí, Maduro no me gusta ni poco ni mucho. No me gusta nada. Tampoco Trump. Por eso los junto, porque son almas gemelas en cuanto a su tendencia autoritaria, la paranoia de su adicción al poder y la creencia narcisista de que gobiernan mejor que nadie. Los dos son para nota, aunque, curiosamente, no oirán ni una crítica del presidente americano, a pesar de que en Estados Unidos hay un gran debate sobre si Trump, realmente, está en sus cabales.

En eso andan por aquellos pagos. Se han publicado muchos artículos y varios libros que intentan aportar pruebas sobre la supuesta incapacidad de Trump. “The Dangerous Case of Donald Trump”, escrito por 23 especialistas en salud mental, es uno de ellos, pero el debate ha cobrado mucha más fuerza al constatarse la magnitud del desastre y la pesadilla grotesca en la que están inmersos los estadounidenses por la nefasta gestión de Trump, tanto de la pandemia del covid-19 como de unos disturbios que se han convertido en la mayor oleada de tensión racial vivida en EE.UU. desde el asesinato de Luther King, hace 52 años.

Visto desde la distancia, lo de Trump parece, ciertamente, de locos. Incluido, claro está, su encierro en el bunker y posterior posado, con la biblia en la mano, frente a la iglesia de Saint John. El caso que, para algunos, sigue siendo el modelo a seguir. El espejo en el que se mira la derecha española, aunque Pablo Casado haya decidido callar, refugiándose en una especie de silencio cómplice. No se atreve a tanto como Vox, que manifestó hace poco en un tuit: "Nuestro apoyo a Trump y a los estadounidenses que están viendo cómo es atacada su Nación por terroristas callejeros amparados por millonarios progres".

Lo último de Trump es que ha comprado casi todas las existencias del antiviral Remdesivir y no descarta reunirse con Maduro. Da igual, sigue siendo el modelo de una nueva derecha que viene a reemplazar a la derecha tradicional por un nacionalismo autoritario que rechaza el consenso social. Una nueva derecha que apuesta por la prevalencia del orden jerárquico y por un esquema clasista y racial, pues, en su opinión, el papel del gobierno no debería ser representar la voluntad de un pueblo que protesta en la calle y se porta de manera irracional, sino gobernarlo con autoridad.

Todo apunta a que, aún, sigue vigente aquello de que los extremos se tocan. Apenas hay diferencia entre estos dos bocazas que gobiernan como auténticos sátrapas.

Milio Mariño / Artículo de Opinión

lunes, 29 de junio de 2020

De jarrón chino a botijo

Milio Mariño

A muchos les traerá sin cuidado y algunos lo celebrarán encantados, pero a mí me da cierta pena ver como Felipe González lleva un tiempo haciendo equilibrios entre seguir siendo quien era y compaginarlo con lo que es ahora. Un expresidente del Gobierno con unos intereses personales y económicos que, aunque sean legítimos, provocan un cierto recelo, pues la asignación que recibe del Estado le permite vivir cómodamente, sin necesidad de recurrir a las puertas giratorias y los sobresueldos. Sin ostentar cargos como los de asesor del Grupo Prisa, colaborador de Carlos Slim, uno de los hombres más ricos del mundo, consejero de Boluda Towage, una multinacional portuaria, y principal accionista de dos empresas, Ialcon Consultoría y Tagua Capital, que comparte con sus hijos. Todo eso y, además, diseñar joyas y dar conferencias, por las que ha llegado a cobrar 80.000 euros, debe formarle un truño en el cerebro que, si le queda conciencia, cabe intuir la tragedia cuando se queda a solas delante del espejo y la imagen del otro lado le susurra al oído: Mira en qué te has convertido.

Hablo de Felipe González no por los recientes papeles de la CIA, por ese chiste de que nos revelen, a buenas horas, quien era el señor X. Eso ya lo sabíamos y lo tenemos amortizado.  Lo que merece comentario aparte es que no se ciña al papel que la historia reserva para los expresidentes del Gobierno y se dedique a lanzar mensajes que siembran el desconcierto entre aquellos que un día le votaron y esperan que siga a su lado, luchando por una justicia social que, para ellos, aún está por llegar.

No se discute que como persona tenga todo el derecho del mundo a decir lo que quiera y a elegir a sus amigos, pero como Felipe González no puede permitirse el lujo de discrepar, públicamente, con su partido y poner en la picota al presidente del Gobierno. Le gustará más o menos como lo hacen los que están gobernando, pero no puede actuar como esos listos sabelotodo que desde la barra de un bar o en una tertulia de amigos presumen de que ellos lo harían mucho mejor.

 España no está para intrigas ni para que ningún expresidente haga chistes o nos ilustre con sus ocurrencias. Y, menos en estos tiempos en los que el país necesita una reconstrucción mucho más complicada que cuando el que ahora tanto critica abordó la reconversión industrial. Así que podría ahorrarnos la prepotencia y la vanidad de ese otro Felipe González que, desde una posición privilegiada y en nombre de no sabemos quién, pretende hacerse el gracioso con declaraciones que, lejos de servir para algo, para lo único que sirven es para provocar la amargura de ver en qué se ha convertido el que fuera máximo referente del socialismo español.

Todo apunta a que lo más difícil, para quienes estuvieron en primera línea de la política ostentando cargos importantes, es retirarse, hacerlo con discreción y, finalmente, mantener la coherencia con las ideas que, en otro tiempo, defendieron. Hay varios ejemplos que confirman esa sospecha y uno de ellos es Felipe González, que ha pasado de ser un “jarrón chino”, como él mismo se definió, a un simple botijo que empequeñece su propia figura. Un botijo que, últimamente, cada vez que se destapa deja el regusto amargo de no saber estar a la altura.

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 22 de junio de 2020

Virus y verano

Milio Mariño

Dándole vueltas al viejo refrán de que no hay mal que por bien no venga, caí en la cuenta de que el mal del Covid19 puede traernos el bien de un verano mejor de lo que pensábamos. Un verano como los de antes: bueno, sencillo y barato. Nada de cruceros por el Mediterráneo ni viajes en avión a las Seychelles; coche propio, desplazamientos cortos y playas con cita previa. Un turismo de cuarentena que, si el tiempo no lo impide, no tiene por qué ser aburrido ni tampoco inseguro.

El turismo doméstico será bueno para Asturias y quizá no tanto para el resto de España, pues en 2019 fueron 84 millones los turistas que vinieron y aportaron el 12% del PIB y el 13% del empleo. Una cifra brutal que no volverá a repetirse porque, aunque consigamos dominar la pandemia, necesitaremos seguir tomando precauciones para impedir un rebrote del virus y eso obliga a establecer controles y rechazar la entrada de turistas que vengan de aquellos países donde siga habiendo nuevos contagios. Así que miedo me da lo que reclaman los hosteleros y, al parecer, acaba de asumir el Gobierno. Esa premisa de que por el turismo lo que haga falta.

 Lo que haga falta hasta cierto punto. Está bien que se aborde un plan de choque que intente paliar los efectos nocivos de una crisis que afecta de manera muy importante a dicho sector, pero cabe esperar que se imponga el sentido común. Que no abramos las puertas de par en par y luego tengamos que lamentarlo. Sería un grave error porque, para reactivar el turismo, la seguridad supone un nuevo valor al alza. Ya no basta con vender playas, sol, naturaleza, monumentos, gastronomía y festejos, hay que vender seguridad para los que vengan. Destinos seguros que generen confianza.

La tentación de sucumbir a las presiones de los hosteleros viene de que dependemos del turismo de una forma exagerada. Tal vez no sea el momento porque ahora lo que importa es salir de esta crisis cuanto antes y lo mejor posible, pero llevamos años a vueltas con la idea de que habría que diseñar una nueva economía que no dependiera tanto de la llegada de extranjeros.  De los extranjeros y la masificación. Una apuesta por el turismo barato que en muchos sitios se ha salido de madre, hasta el punto de que la gente no aguanta más y empieza a odiar a los turistas, en general. Cabe suponer que sería mejor aceptado el turismo llamado “de calidad”, aunque para ser rigurosos deberíamos decir millonario, pues no importa tanto la calidad de las personas como su dinero y, necesariamente, uno no va unido a lo otro.

En cualquier caso, el turismo doméstico es la esperanza para este verano. En Asturias, sobre todo. En otros sitios, en las islas y en el Mediterráneo, deberán olvidarse de la llegada masiva de turistas extranjeros. Las restricciones por el Covid19 impedirán que vengan millones de personas. Pero no solo eso, al virus y los inconvenientes citados, hay que añadir que, según el cardenal Cañizares y el exministro Fernández Diaz, el demonio ha decidido instalarse en España y anda por aquí haciendo de las suyas. Un inconveniente añadido del que los asturianos es previsible que también nos libremos. Acostumbrado al calor del infierno, lo normal es que el demonio elija un clima más cálido que el nuestro.


Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 15 de junio de 2020

Lo que el viento no se llevó

Milio Mariño

Es evidente que fuimos unos ingenuos cuando creímos que el final del franquismo político traería consigo la desaparición del franquismo sociológico. Yo el primero. Hay que ver con qué candidez me dejé engatusar por quienes, entonces, prometían que los usos y costumbres de la dictadura desaparecerían con la democracia. Creía, de veras, que los comportamientos de aquella época, en la que unos eran la élite y otros solo éramos súbditos, pasarían a la historia. Pero, cuarenta años después, aún queda mucha gente que entiende qué por razón de su origen familiar, posición social, dinero, ideología o vaya usted a saber, está por encima de los demás. Lo vemos, con más claridad si cabe, ahora que la derecha de toda la vida se ha envalentonado y los cachorros del franquismo andan crecidos. Unos y otros, están poniendo de manifiesto su actitud de desprecio hacia quienes consideran que estamos un par de peldaños por debajo de ellos.

Este rebrote clasista, y lo que ocurre en Estados Unidos, hizo que me preguntara si aquí, en España, también somos racistas. Solemos decir que no y hasta presumimos de tener un comportamiento ejemplar, pero las evidencias no apuntan en ese sentido. Empezando por un informe de Naciones Unidas en el que se explica que, en España, las personas negras son 42 veces más propensas a ser paradas por la Policía. Un dato que, por sí mismo, no dice mucho, pero a ese dato habría que añadir cual es el trato que, en realidad, dispensamos a los negros, los magrebíes, los gitanos y los que vienen de hispano américa. Tampoco conviene olvidar a los pobres porque, aunque sean de piel blanca, también sufren lo suyo.

Lo del color de la piel es relativo y depende de cómo se mire. No hay mejor ejemplo que ver la consideración que les merecemos a los de la Europa del norte. Lo digo porque si uno es español o portugués y va a ciertos países como Alemania, Suecia, Noruega o Austria, resulta que allí no es blanco del todo. Es blanco del sur, un blanco inferior, más moreno y cercano al África. Y eso, a la gente del norte de Europa la pone en guardia hasta el punto de que desconfían y ya no nos miran igual.

En Europa son muy particulares. Pero, volviendo a España y a la pregunta de sí somos racistas, aquí el racismo tal vez no tenga tanto que ver con el color de la piel, que también, como con la condición social. Lo cual no quita gravedad al asunto porque la discriminación clasista, es decir el racismo de clase, también es dañino e igualmente deplorable. Estoy convencido de que los árabes de la jet de Marbella no se sienten discriminados. No son considerados gentuza, que es como una buena parte de la derecha califica a quienes defienden lo que ellos llaman la mentira igualitaria del progresismo.

No deja de ser curioso que una de las consecuencias de las protestas antirracistas fuera que retiraran la película “Lo que el viento se llevó” porque, al parecer, justifica y alienta el racismo. Me parece una tontería. Claro que a lo mejor no fue por eso. A lo mejor es que el viento no se llevó lo que tenía que llevarse: el desprecio y la prepotencia de quienes se consideran superiores al resto. Que todavía los hay, y bastantes.


Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 8 de junio de 2020

Eso de reinventarnos

Milio Mariño

Entre los muchos consejos que recibimos a diario para cuando se acabe este sin vivir y volvamos a lo que llaman nueva normalidad, hay uno que me fastidia y me pone de mal humor. Es esa historia de que tenemos que reinventarnos. Algo que repiten con machacona insistencia a pesar de que ya no lo recetan ni los psicólogos tramposos, pues una cosa es que intentemos adaptarnos a las circunstancias y otra muy distinta que, para ello, tengamos que traicionarnos. Que es, en definitiva, lo que están pidiendo. Piden que dejemos de ser quien somos y nos convirtamos en otro cualquiera menos nosotros.

Ante una petición así solo se me ocurre una cosa: Que se reinvente su padre que yo estoy inventado, hace ya muchos años, y no me apetece volver a inventarme. No me apetece y tampoco creo que pudiera. Pero, da lo mismo, ni en sueños me pasa por la cabeza intentar esa posibilidad. Primero porque considero que es una estupidez y segundo porque intuyo por dónde van los tiros y cuáles pueden ser los motivos.

Piden que nos reinventemos para que podamos aceptar, sin problemas, esa nueva normalidad que anuncian. Para que la aceptemos sin rechistar y no nos opongamos ni intentemos cuestionar nada, aunque nos perjudique. Por eso lo llaman nueva normalidad porque saben que será anormal. Será peor que la normalidad que teníamos, que ya era injusta y nos permitía vivir a duras penas.

La idea no es inocente, supone que, en vez de cambiar las cosas, quienes tengamos que cambiar seamos nosotros. Un cambio que traerá consigo, imagino, que dejemos a un lado la actitud crítica, si es que la teníamos, y aceptemos que vamos a vivir peor. Ese será el reinvento para afrontar la nueva normalidad. No importa que viviéramos mal, lo que importa es que, sin saberlo, habíamos llegado a la cumbre y ahí no podíamos quedarnos. Por eso lo llaman desescalada, porque es una cuesta abajo hasta el fondo del precipicio.

 Tal vez les parezca que, con respecto a lo que nos espera, soy pesimista o demasiado escéptico, pero el escepticismo debería ser un arnés de seguridad ante esa idea voluntarista, tantas veces repetida, de que la nueva normalidad traerá consigo que todo sea diferente y salgamos de esta más fuertes.
 Ojalá fuera así. Lo malo que todo apunta a que viviremos peor, habrá más paro y la desigualdad social será mayor. De modo que no creo que vayamos a salir más fuertes ni tampoco mejores ni más unidos, que es lo que también se dice, tomando como ejemplo a los miles de personas que aplaudieron desde los balcones. Es cierto que mucha gente aplaudió, pero luego vinieron las broncas en el Congreso, las banderas con crespón negro y las caceroladas de los que apuestan por volver a una España de rojos y azules y no del futuro. Vinieron los insultos y los dos bandos irreconciliables como anticipo de una nueva normalidad que se parece más a la de tiempos pasados que a la que esperábamos. Así que ni más fuertes ni más unidos. Más pobres y más divididos. Lamentando que la única convivencia posible sea la de media España enfrentada a la otra.

Si ya era absurdo eso de reinventarnos, menos aún para esto. Para esto es mejor que sigamos siendo nosotros, con los ojos bien abiertos, por si quieren darnos el cambiazo.


Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 1 de junio de 2020

El fútbol metadona

Milio Mariño

Suelen decir del fútbol que solo es un deporte, pero todos sabemos que es mucho más que eso. También es negocio, espectáculo y otras cosas que se callan por no poner en un aprieto a los millones de personas que consumen fútbol a diario. A esos adictos que han pasado de la afición al vicio y sienten la imperiosa necesidad de darse un chute de fútbol para que su adrenalina mantenga la actividad del cerebro y les aporte cierto equilibrio. Así que ya digo, además de un deporte, un negocio y un espectáculo, el fútbol es lo que están pensando. Eso mismo. Una droga que, cuando no se consume, provoca el síndrome de abstinencia. Algo que, según los expertos en drogas, es muy difícil de llevar, pues quien lo padece sufre una perturbación importante que apenas le deja vivir.

Esa es la historia. Todos estamos al tanto de qué es lo que ocurre cuando alguien que consume se queda sin su dosis diaria. Se queda como han quedado los que consumían futbol y de repente, por culpa de la pandemia y los estados de alarma, se vieron privados del suministro que necesitaban. El bajón fue tan grande que no voy a decir que la desesperación los haya llevado a protagonizar las famosas caceroladas porque eso sería demagogia barata, pero sí que el personal anda desorientado y sufre como un burro al que le han puesto una albarda con cien quilos encima.

 No están sufriendo menos, aunque de forma distinta, los que suministraban esa droga que decimos. Las televisiones, los clubes y todos los que se han quedado sin ingresos por la suspensión de la liga de fútbol. Las pérdidas son cuantiosas y el negocio amenaza ruina sin nada que lo compense, ya que ni hartos de ERTES logran cuadrar las cifras.

Así las cosas y dado que, al parecer, va para largo que puedan suministrar el producto con una calidad razonable y en las dosis habituales, los que dirigen el negocio, con el visto bueno de las autoridades, han decidido que se recurra a un paliativo y se facilite, con carácter general, el consumo de fútbol metadona. Que no es, ni de largo, como el fútbol que conocíamos y está por ver si servirá para paliar el síndrome de abstinencia.

El fútbol metadona supone que las once jornadas de Liga que quedan por disputarse se disputen cumpliendo las medidas que son necesarias para evitar posibles contagios. Es decir, con los estadios desnudos de gente y, tal vez, vestidos con fotografías que imiten espectadores y sin que los jugadores puedan celebrar los goles en grupo, escupir en el césped o cambiarse de camiseta. Además, también deberán reducir el tiempo de estancia en los vestuarios, llevar mascarilla en los mismos y en el banquillo, y guardar la distancia de seguridad cuando transiten por el túnel de salida al campo.

El objetivo es minimizar los contactos, pero nadie ha dicho cómo hay que hacer cuando los jugadores se apelotonen en un saque de esquina o se junten en una barrera. Veremos qué pasa y cómo se desarrolla ese fútbol que piensan suministrarnos, a modo de metadona, para aliviar el síndrome de abstinencia y rebajar las tensiones acumuladas por los efectos del prolongado encierro y la desescalada. El tiempo lo dirá, pero tal vez fuera mejor aguantar el mono y quedarnos sin fútbol hasta septiembre.


Milio Mariño / Artículo de Opinión/ Diario La Nueva España