A muchos les traerá sin cuidado y
algunos lo celebrarán encantados, pero a mí me da cierta pena ver como Felipe
González lleva un tiempo haciendo equilibrios entre seguir siendo quien era y compaginarlo
con lo que es ahora. Un expresidente del Gobierno con unos intereses personales
y económicos que, aunque sean legítimos, provocan un cierto recelo, pues la
asignación que recibe del Estado le permite vivir cómodamente, sin necesidad de
recurrir a las puertas giratorias y los sobresueldos. Sin ostentar cargos como los
de asesor del Grupo Prisa, colaborador de Carlos Slim, uno de los hombres más
ricos del mundo, consejero de Boluda Towage, una multinacional portuaria, y
principal accionista de dos empresas, Ialcon Consultoría y Tagua Capital, que
comparte con sus hijos. Todo eso y, además, diseñar joyas y dar conferencias,
por las que ha llegado a cobrar 80.000 euros, debe formarle un truño en el
cerebro que, si le queda conciencia, cabe intuir la tragedia cuando se queda a
solas delante del espejo y la imagen del otro lado le susurra al oído: Mira en
qué te has convertido.
Hablo de Felipe González no por
los recientes papeles de la CIA, por ese chiste de que nos revelen, a buenas horas,
quien era el señor X. Eso ya lo sabíamos y lo tenemos amortizado. Lo que merece comentario aparte es que no se
ciña al papel que la historia reserva para los expresidentes del Gobierno y se
dedique a lanzar mensajes que siembran el desconcierto entre aquellos que un
día le votaron y esperan que siga a su lado, luchando por una justicia social
que, para ellos, aún está por llegar.
No se discute que como persona tenga
todo el derecho del mundo a decir lo que quiera y a elegir a sus amigos, pero
como Felipe González no puede permitirse el lujo de discrepar, públicamente,
con su partido y poner en la picota al presidente del Gobierno. Le gustará más
o menos como lo hacen los que están gobernando, pero no puede actuar como esos listos
sabelotodo que desde la barra de un bar o en una tertulia de amigos presumen de
que ellos lo harían mucho mejor.
España no está para intrigas ni para que
ningún expresidente haga chistes o nos ilustre con sus ocurrencias. Y, menos en
estos tiempos en los que el país necesita una reconstrucción mucho más complicada
que cuando el que ahora tanto critica abordó la reconversión industrial. Así
que podría ahorrarnos la prepotencia y la vanidad de ese otro Felipe González
que, desde una posición privilegiada y en nombre de no sabemos quién, pretende
hacerse el gracioso con declaraciones que, lejos de servir para algo, para lo
único que sirven es para provocar la amargura de ver en qué se ha convertido el
que fuera máximo referente del socialismo español.
Todo apunta a que lo más difícil,
para quienes estuvieron en primera línea de la política ostentando cargos importantes,
es retirarse, hacerlo con discreción y, finalmente, mantener la coherencia con las
ideas que, en otro tiempo, defendieron. Hay varios ejemplos que confirman esa
sospecha y uno de ellos es Felipe González, que ha pasado de ser un “jarrón chino”, como
él mismo se definió, a un simple botijo que empequeñece su propia figura. Un
botijo que, últimamente, cada vez que se destapa deja el regusto amargo de no saber
estar a la altura.
Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España
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