lunes, 15 de junio de 2020

Lo que el viento no se llevó

Milio Mariño

Es evidente que fuimos unos ingenuos cuando creímos que el final del franquismo político traería consigo la desaparición del franquismo sociológico. Yo el primero. Hay que ver con qué candidez me dejé engatusar por quienes, entonces, prometían que los usos y costumbres de la dictadura desaparecerían con la democracia. Creía, de veras, que los comportamientos de aquella época, en la que unos eran la élite y otros solo éramos súbditos, pasarían a la historia. Pero, cuarenta años después, aún queda mucha gente que entiende qué por razón de su origen familiar, posición social, dinero, ideología o vaya usted a saber, está por encima de los demás. Lo vemos, con más claridad si cabe, ahora que la derecha de toda la vida se ha envalentonado y los cachorros del franquismo andan crecidos. Unos y otros, están poniendo de manifiesto su actitud de desprecio hacia quienes consideran que estamos un par de peldaños por debajo de ellos.

Este rebrote clasista, y lo que ocurre en Estados Unidos, hizo que me preguntara si aquí, en España, también somos racistas. Solemos decir que no y hasta presumimos de tener un comportamiento ejemplar, pero las evidencias no apuntan en ese sentido. Empezando por un informe de Naciones Unidas en el que se explica que, en España, las personas negras son 42 veces más propensas a ser paradas por la Policía. Un dato que, por sí mismo, no dice mucho, pero a ese dato habría que añadir cual es el trato que, en realidad, dispensamos a los negros, los magrebíes, los gitanos y los que vienen de hispano américa. Tampoco conviene olvidar a los pobres porque, aunque sean de piel blanca, también sufren lo suyo.

Lo del color de la piel es relativo y depende de cómo se mire. No hay mejor ejemplo que ver la consideración que les merecemos a los de la Europa del norte. Lo digo porque si uno es español o portugués y va a ciertos países como Alemania, Suecia, Noruega o Austria, resulta que allí no es blanco del todo. Es blanco del sur, un blanco inferior, más moreno y cercano al África. Y eso, a la gente del norte de Europa la pone en guardia hasta el punto de que desconfían y ya no nos miran igual.

En Europa son muy particulares. Pero, volviendo a España y a la pregunta de sí somos racistas, aquí el racismo tal vez no tenga tanto que ver con el color de la piel, que también, como con la condición social. Lo cual no quita gravedad al asunto porque la discriminación clasista, es decir el racismo de clase, también es dañino e igualmente deplorable. Estoy convencido de que los árabes de la jet de Marbella no se sienten discriminados. No son considerados gentuza, que es como una buena parte de la derecha califica a quienes defienden lo que ellos llaman la mentira igualitaria del progresismo.

No deja de ser curioso que una de las consecuencias de las protestas antirracistas fuera que retiraran la película “Lo que el viento se llevó” porque, al parecer, justifica y alienta el racismo. Me parece una tontería. Claro que a lo mejor no fue por eso. A lo mejor es que el viento no se llevó lo que tenía que llevarse: el desprecio y la prepotencia de quienes se consideran superiores al resto. Que todavía los hay, y bastantes.


Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 8 de junio de 2020

Eso de reinventarnos

Milio Mariño

Entre los muchos consejos que recibimos a diario para cuando se acabe este sin vivir y volvamos a lo que llaman nueva normalidad, hay uno que me fastidia y me pone de mal humor. Es esa historia de que tenemos que reinventarnos. Algo que repiten con machacona insistencia a pesar de que ya no lo recetan ni los psicólogos tramposos, pues una cosa es que intentemos adaptarnos a las circunstancias y otra muy distinta que, para ello, tengamos que traicionarnos. Que es, en definitiva, lo que están pidiendo. Piden que dejemos de ser quien somos y nos convirtamos en otro cualquiera menos nosotros.

Ante una petición así solo se me ocurre una cosa: Que se reinvente su padre que yo estoy inventado, hace ya muchos años, y no me apetece volver a inventarme. No me apetece y tampoco creo que pudiera. Pero, da lo mismo, ni en sueños me pasa por la cabeza intentar esa posibilidad. Primero porque considero que es una estupidez y segundo porque intuyo por dónde van los tiros y cuáles pueden ser los motivos.

Piden que nos reinventemos para que podamos aceptar, sin problemas, esa nueva normalidad que anuncian. Para que la aceptemos sin rechistar y no nos opongamos ni intentemos cuestionar nada, aunque nos perjudique. Por eso lo llaman nueva normalidad porque saben que será anormal. Será peor que la normalidad que teníamos, que ya era injusta y nos permitía vivir a duras penas.

La idea no es inocente, supone que, en vez de cambiar las cosas, quienes tengamos que cambiar seamos nosotros. Un cambio que traerá consigo, imagino, que dejemos a un lado la actitud crítica, si es que la teníamos, y aceptemos que vamos a vivir peor. Ese será el reinvento para afrontar la nueva normalidad. No importa que viviéramos mal, lo que importa es que, sin saberlo, habíamos llegado a la cumbre y ahí no podíamos quedarnos. Por eso lo llaman desescalada, porque es una cuesta abajo hasta el fondo del precipicio.

 Tal vez les parezca que, con respecto a lo que nos espera, soy pesimista o demasiado escéptico, pero el escepticismo debería ser un arnés de seguridad ante esa idea voluntarista, tantas veces repetida, de que la nueva normalidad traerá consigo que todo sea diferente y salgamos de esta más fuertes.
 Ojalá fuera así. Lo malo que todo apunta a que viviremos peor, habrá más paro y la desigualdad social será mayor. De modo que no creo que vayamos a salir más fuertes ni tampoco mejores ni más unidos, que es lo que también se dice, tomando como ejemplo a los miles de personas que aplaudieron desde los balcones. Es cierto que mucha gente aplaudió, pero luego vinieron las broncas en el Congreso, las banderas con crespón negro y las caceroladas de los que apuestan por volver a una España de rojos y azules y no del futuro. Vinieron los insultos y los dos bandos irreconciliables como anticipo de una nueva normalidad que se parece más a la de tiempos pasados que a la que esperábamos. Así que ni más fuertes ni más unidos. Más pobres y más divididos. Lamentando que la única convivencia posible sea la de media España enfrentada a la otra.

Si ya era absurdo eso de reinventarnos, menos aún para esto. Para esto es mejor que sigamos siendo nosotros, con los ojos bien abiertos, por si quieren darnos el cambiazo.


Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 1 de junio de 2020

El fútbol metadona

Milio Mariño

Suelen decir del fútbol que solo es un deporte, pero todos sabemos que es mucho más que eso. También es negocio, espectáculo y otras cosas que se callan por no poner en un aprieto a los millones de personas que consumen fútbol a diario. A esos adictos que han pasado de la afición al vicio y sienten la imperiosa necesidad de darse un chute de fútbol para que su adrenalina mantenga la actividad del cerebro y les aporte cierto equilibrio. Así que ya digo, además de un deporte, un negocio y un espectáculo, el fútbol es lo que están pensando. Eso mismo. Una droga que, cuando no se consume, provoca el síndrome de abstinencia. Algo que, según los expertos en drogas, es muy difícil de llevar, pues quien lo padece sufre una perturbación importante que apenas le deja vivir.

Esa es la historia. Todos estamos al tanto de qué es lo que ocurre cuando alguien que consume se queda sin su dosis diaria. Se queda como han quedado los que consumían futbol y de repente, por culpa de la pandemia y los estados de alarma, se vieron privados del suministro que necesitaban. El bajón fue tan grande que no voy a decir que la desesperación los haya llevado a protagonizar las famosas caceroladas porque eso sería demagogia barata, pero sí que el personal anda desorientado y sufre como un burro al que le han puesto una albarda con cien quilos encima.

 No están sufriendo menos, aunque de forma distinta, los que suministraban esa droga que decimos. Las televisiones, los clubes y todos los que se han quedado sin ingresos por la suspensión de la liga de fútbol. Las pérdidas son cuantiosas y el negocio amenaza ruina sin nada que lo compense, ya que ni hartos de ERTES logran cuadrar las cifras.

Así las cosas y dado que, al parecer, va para largo que puedan suministrar el producto con una calidad razonable y en las dosis habituales, los que dirigen el negocio, con el visto bueno de las autoridades, han decidido que se recurra a un paliativo y se facilite, con carácter general, el consumo de fútbol metadona. Que no es, ni de largo, como el fútbol que conocíamos y está por ver si servirá para paliar el síndrome de abstinencia.

El fútbol metadona supone que las once jornadas de Liga que quedan por disputarse se disputen cumpliendo las medidas que son necesarias para evitar posibles contagios. Es decir, con los estadios desnudos de gente y, tal vez, vestidos con fotografías que imiten espectadores y sin que los jugadores puedan celebrar los goles en grupo, escupir en el césped o cambiarse de camiseta. Además, también deberán reducir el tiempo de estancia en los vestuarios, llevar mascarilla en los mismos y en el banquillo, y guardar la distancia de seguridad cuando transiten por el túnel de salida al campo.

El objetivo es minimizar los contactos, pero nadie ha dicho cómo hay que hacer cuando los jugadores se apelotonen en un saque de esquina o se junten en una barrera. Veremos qué pasa y cómo se desarrolla ese fútbol que piensan suministrarnos, a modo de metadona, para aliviar el síndrome de abstinencia y rebajar las tensiones acumuladas por los efectos del prolongado encierro y la desescalada. El tiempo lo dirá, pero tal vez fuera mejor aguantar el mono y quedarnos sin fútbol hasta septiembre.


Milio Mariño / Artículo de Opinión/ Diario La Nueva España

lunes, 25 de mayo de 2020

Un ejército de sanitarios

Milio Mariño

No sé si serán pocos o muchos los que hayan llegado a una conclusión parecida, pero para algunos, entre los que me incluyo, las guerras de pegar tiros se han acabado. Las guerras en el futuro, o quien sabe si ahora mismo, se harán con virus y medios informáticos. Ya lo anticipó Bill Gates cuando dijo: “Si algo ha de ser capaz de matar a más de 10 millones de personas, probablemente será un virus muy infeccioso más que una guerra. No serán misiles, sino microbios”.

En ello estamos. El Covid-19 no solo nos ha metido el miedo en el cuerpo, sino que nos ha traído la inquietante sensación de que se acabó una época y llega otra radicalmente distinta. Otra que nos induce a pensar que aquello que se decía de la III Guerra Mundial, a lo mejor, era esto: un enemigo invisible y global que, para combatirlo, exige invertir en sanidad antes que gastar miles de millones en unas armas que, por muy sofisticadas que sean, no tienen ninguna utilidad. Ya me dirán de qué puede servirnos que, para combatir la invasión de un virus, echemos mano de La Legión y la mandemos desplegarse, en ataque, con sus fusiles al hombro y la cabra abriendo camino.

Visualizar esa imagen nos lleva a pensar que estaríamos más cerca del siglo XIX que del XXI, de modo que tal vez haya llegado el momento de abrir un debate sobre la utilidad de tener un ejército. Un ejército de militares profesionales, que en realidad son soldados a sueldo; mercenarios dispuestos a defender no ya su país sino a quien los contrate y les pague por ello.

Con todo, tampoco somos la excepción. Otros países, de nuestro entorno, tienen un ejército parecido, lo único que el gasto de España, en defensa, es de los más comedidos. En 2018 fue de 16.360 millones de euros, un 3,09% del gasto público. Una cifra que está por debajo de lo que exige la OTAN. No obstante, tenemos 79.000 soldados y marineros cuya misión, se supone, es defendernos y proteger nuestras fronteras de cualquier ataque o invasión de nuestros vecinos. Es decir, de Francia, Portugal y Marruecos, un escenario de confrontación que no existe, pero al que dedicamos miles de millones, comprando armas que no vamos a usar y pagando a unos soldados que solo nos parece que tengan utilidad cuando intervienen en una catástrofe: en unas inundaciones, apagando incendios forestales o desinfectando las residencias de ancianos.

Ahora mismo, esa es la realidad del ejército. Por contra, lo que demanda el futuro no son soldados, sino más sanitarios. Unas fuerzas armadas, de bata verde y fonendo al cuello, que sean capaces de protegernos de nuevas y mortíferas enfermedades. Para esa guerra es para la que deberíamos estar preparados y no para la otra. De modo que, antes de almacenar balas que nunca usaremos y tanques que se oxidan de viejos, es mejor que almacenemos material sanitario.

Hablo de la sanidad y el ejército no por capricho, sino porque han sido las instituciones y los medios quienes se han referido al Covid-19 llamándolo el enemigo y diciendo que estamos en guerra. Pues bien, si como dicen, estamos en guerra, los militares deberían hacerse a un lado y, en la Fiesta Nacional del próximo 12 de octubre, dejar que desfilara el personal sanitario. Es el ejército que nos está salvando.


Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 18 de mayo de 2020

Tonterías, las justas

Milio Mariño

Es lógico que sintamos admiración por las personas que tienen mucho poder o mucho dinero. Si han llegado tan alto, solemos decir, por algo será. Claro que después, cuando observamos lo que hacen, o dicen, algunas de esas personas, la imagen mitificada se desmorona y nos queda la cara como el culo de un mono. Descubrimos que entre los grandes potentados y los altos cargos de la política hay unos cuantos, en realidad bastantes, que son tontos muy tontos. Y, entonces, la admiración se convierte en asombro y pasamos a preguntarnos cómo es posible que alguien tan tonto haya hecho tanto dinero o haya llegado tan alto.

Así es. Todos nos hemos sorprendido con las idioteces y las salidas de tono de algún político o personaje famoso. Debe ser que tal vez olvidamos que ser tonto y tener dinero o desempeñar un cargo importante, no sólo no es incompatible, sino que, con desgraciada frecuencia, son características que concurren en una misma persona. Hay casos tan evidentes que seguro que ya estarán pensando en alguno. En alguien que nos resistimos a creer que pueda ser tonto, pero que se ha ganado ese calificativo a pulso por las tonterías que hace o dice sin cortarse ni un pelo.

Que llame tontos a esos personajes de la política, que suelen decir tonterías, no significa que los meta a todos en el mismo saco. Habrá unos cuantos que sean tontos, otros idiotas, algún imbécil y más de un caradura, de modo que cada cual puede poner lo que considere oportuno al lado del personaje que haya elegido.

Por lo que a mí respecta, pienso que Donald Trump, Boris Jhonson, Jair Bolsonaro, Isabel Ayuso y otros cuantos han hecho méritos, por sus declaraciones sobre el Covid-19, para que los incluyamos en esa lista de imbéciles que según el filósofo Maurizio Ferraris no habitan solos en el vacío, sino que necesitan un contexto, es decir un entorno, que los adule, haciéndoles creer que sus tonterías son propias de una mente brillante y que los tontos somos nosotros. Algo muy peligroso porque si nos atenemos al viejo refrán: “Cuando un tonto coge un camino, el camino se acaba y el tonto sigue”.

Para acallar el aluvión de críticas han salido al paso algunos expertos, imagino que los expertos que trabajan para los tontos, apuntando que cuando Trump recomienda beber lejía o Ayuso, a propósito del hospital de IFEMA, dice que la mortalidad allí fue baja porque los techos del local era muy altos, no deberíamos tener en cuenta el nivel intelectual que sugieren esos mensajes pues es tendencia, en los políticos de todo el mundo, que abandonen el discurso racional y el pensamiento analítico para dirigirse a los ciudadanos con mensajes simples y sencillos. Justificación que cabe entender como que los políticos dicen esas chorradas para hacernos creer que son tontos, pero de tontos nada. Se hacen los tontos para pegárnosla. Para que piquemos como en el timo de la estampita.

Quién sabe, a lo mejor es verdad. De todas maneras, tanto si es tontería como maldad, no creo que sea bastante con lo que estamos haciendo, que es reírnos. Reírnos está bien, pero tenemos que luchar contra la estupidez. Atajar esas tonterías porque si, al final, todo se queda en unas risas, lo mismo hay quien vuelve a votar a esos imbéciles. Y sería imperdonable que volviera a ocurrir.

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 11 de mayo de 2020

Arremangarse por España

Milio Mariño

Cuando escampe la que está cayendo, por este Covid-19 que mata a los viejos y a los jóvenes los deja sin empleo, la situación de España será tan complicada que necesitará que todos nos arremanguemos para echar una mano, o las dos si hace falta. No valdrá la disculpa de tenías que haberme llamado ayer y me llamaste hoy por la mañana ni tampoco la de yo con ese no me junto y si está él no cuentes conmigo. Habrá que contar con todos porque todos somos necesarios y nadie es más que otro ni menos tampoco. Así que sobra el orgullo mal entendido, la soberbia y la distinción por colores. Si se empieza por abordar el problema en plan rojos y azules, y no por la necesidad de un acuerdo, mal empezamos. Serían ganas de no decir a las claras si se está dispuesto a arrimar el hombro o la idea es empujar hacia el precipicio. Algo no descartable pues solo hay que acordarse de lo que dijo Cristóbal Montoro cuando la crisis de 2008: “Si cae España que caiga que ya la levantaremos nosotros”.

Aquello fue una irresponsabilidad entonces y lo sería más todavía ahora. Lavarse las manos y negar cualquier compromiso, haría mucho daño y no resolvería nada. El sálvese quien pueda y leña al Gobierno, para aprovechar la catástrofe y rentabilizar el descontento en las próximas elecciones, no estaría en consonancia con lo que desean la mayoría de los españoles, quienes están demostrando un sentimiento comunitario y una disposición a ser solidarios como nunca se había dado. Una postura lógica si tenemos en cuenta que el Covid-19 no es el mal de unos sino el mal de todos.

Aun contando con eso, cobra fuerza la sensación pesimista de que el acuerdo no será posible porque algunos de los protagonistas no están a la altura de los que firmaron el Pacto de la Moncloa. Anteponen, a cualquier solución, recuperar el poder convencidos de que el poder les pertenece y no puede estar en otras manos. Así que ahora veremos si son capaces de arremangarse y firmar un acuerdo. Las tragedias desnudan a los vendedores de humo y ponen a cada uno en su sitio.

Que dirijamos las críticas, especialmente, hacia la oposición no quiere decir que demos por bueno todo lo que hace el Gobierno. El Gobierno ha hecho unas cosas bien y otras no. Pero, incluso no acertando, una mala idea no lo es tanto cuando nadie propone otra mejor. Ese es el tema, que no se conocen otras propuestas, de la oposición, que la bandera a media asta y la corbata negra de luto. Eso, y el temor a que el Gobierno pueda salir reforzado y se demuestre que es posible salir de la crisis con una mayor justicia social. De ahí que, antes de sentarse a la mesa, algunos planteen cosas inaceptables como que el Gobierno de coalición se rompa o no se cuente con Unidas Podemos.

Así no vamos a ninguna parte. El objetivo no puede ser cargarse al Gobierno, sino salir lo mejor posible de esta situación terrible generada por la pandemia. España necesita un acuerdo de todos que sea, además, solidario. Se impone, por tanto, que los políticos se arremanguen y olviden sus diferencias. Los que a las ocho de la tarde aplauden desde los balcones están deseando aplaudir, también, ese acuerdo.


Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 4 de mayo de 2020

Mi Gato

Milio Mariño

El anuncio de que, poco a poco, dejaremos de estar confinados y la circunstancia de que esté viviendo dos vidas, la que vivo encerrado y la que imagino en libertad, hicieron que me fijara, de una manera muy especial, en cómo vive mí gato. Un Shorthair de color humo al que llamo Pipo y del que disfruto a ratos. Solo cuando él quiere, claro, porque si no quiere ya puedo ponerme como me ponga que no me hace ni caso. Se defiende de que quiera domesticarlo y me mira con ese aire de superioridad con el que suelen mirar los gatos para advertirnos de que son ellos quienes eligen y no al revés.

Les hablo de mi gato porque, más o menos, a la semana de estar confinados, se subió encima de la mesa, se sentó junto al ordenador y me miró, fijo, a los ojos como quien dice: ¿A qué jode estar encerrado?

Estoy seguro de que eso fue lo que dijo y no crean que lo hizo a modo de pregunta sino con un tono de reproche que incluía echarme en cara que lo tuviera encerrado en casa y lo obligara a sobrevivir comportándose de un modo contrario al de su propia naturaleza.


Yo sabía, como sabemos todos, que los gatos son animales libres, pero no me había parado a pensar que los encerramos en nuestras casas y, para ellos, viene a ser como si los metiéramos en una celda y los condenáramos a cadena perpetua. Así que no tuve por menos que avergonzarme y reconocer, en voz baja, que no solo compartía aquel sentimiento de falta de libertad, sino que estaba aprendiendo a vivir encerrado gracias a él. Me tenía asombrado esa capacidad suya para seguir siendo, a la vez, salvaje y doméstico. También yo me sentía como un salvaje domesticado. De alguna manera, y por supuesto a la fuerza, vivía sin tener vida. Vivía como mi gato solo que él parecía, incluso, feliz.

Los primeros días de encierro los pasé convencido de que solo iba a ser un paréntesis, apenas nada, pero luego, cuando a lo de estar en casa, se sumaron las muertes y el anuncio de la crisis económica, ya me dio por pensar que la vida que llevábamos era absurda y estaba justificado que nos encerraran para evitar males mayores. El caso que, en casa, también hacíamos el ridículo. El desconcierto nos empujaba a realizar actividades sin sentido y ni aun así lográbamos entretenernos.  Fue entonces cuando empecé a fijarme en mi gato y me di cuenta de que a nuestra vida frenética los gatos responden con una tranquilidad asombrosa. Son expertos en administrar la rutina. Se organizan, mejor que nadie y alternan, en perfecta armonía, el ejercicio físico, el juego y las distracciones, con el descanso más placentero.

Esta experiencia, que viví con mi gato, no pienso olvidarla. Tendré muy presente que él seguirá encerrado, viendo el mundo desde la ventana, y a mí me darán rienda suelta para que pueda volver a la vida salvaje. Una vida que no sé si será igual que antes, pero doy por hecho que cuando la realidad me supere y necesite reflexionar recurriré a mi gato como quien recurre a un botiquín emocional. Estos días de encierro sirvieron para que estableciéramos una complicidad secreta, y muy particular, que será de mutua satisfacción cuando yo aprenda a ronronear como él.


Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España