Hace unos días, iba distraído por
el paseo de la playa y, de repente, no sé cómo fue que me puse a silbar “La vie
en rose”; aquella preciosa canción de Edith Piaf que luego cantó Donna Summer. Hacía tanto que no silbaba
que ya creía que se me había olvidado. Ahora nadie silba ni tararea las
canciones. No sé si será que el mal humor se ha generalizado o que tenemos
muchos problemas, pero antes también los teníamos y, sin embargo, silbábamos.
A lo mejor era por eso. Dicen que
no hay nada como silbar para levantar el ánimo y estimular nuestra sensación de
felicidad. Y debe ser cierto porque me sentía muy contento a pesar de que silbando
parezco más un gorrión que un jilguero. Nunca conseguí silbar, ni en sueños, como
Kurt Savoy, aquel jiennense que en realidad se llamaba Curro Rodríguez y
silbaba, como nadie, la música que Ennio Morricone componía para los spaghetti western.
Mientras silbaba, por lo bajinis
porque tampoco era cosa de hacer el ridículo, veía pasar a mi lado parejas y
grupos de jubilados y jubiladas que caminaban a buen paso como si tuvieran
prisa por llegar a dónde quiera que fueran. Lo más probable que a ningún sitio
porque aquella prisa debía obedecer al mandato de esta sociedad de ahora que
tiene como valores la competitividad y la eficiencia y no nos quiere mano sobre
mano, nos quiere activos y se empeña en convencernos de que es por nuestro bien,
por el bien de nuestro cuerpo y el de nuestro cerebro.
Los últimos años de mi vida laboral
ya los viví en la sociedad de la prisa y la disponibilidad absoluta para el
trabajo, así que cuando me jubilé creí que había llegado la hora de descansar.
Grave error. Para nosotros, los jubilados, habían inventado lo que llaman el
envejecimiento activo, un proceso que, según ellos, optimiza nuestro bienestar
físico y mental y hace que nos mantengamos ágiles y no estemos aburridos.
Sería un buen consejo si no fuera
que cuando nos aburrimos es cuando nuestra imaginación tiene la oportunidad de
ser libre, pensar por su cuenta, oxigenar el cerebro y llegar a conclusiones
como la de que no hay por qué sentirse culpable de que a uno le apetezca
tirarse a la bartola y no hacer nada.
Se necesita mucha fuerza de
voluntad para reivindicar la vagancia. Mis amigos, mi familia, todo el mundo me
aconseja que camine cuando, a mí, lo que me gusta es pasear; vagar de aquí para
allá sin prisa, a veces incluso silbando y siempre sin otro propósito que no
sea encontrar una terraza cómoda en la que sentarme a tomar un vino y lo que me
pongan de pincho.
Eso no vale para nada, tú lo que
tienes que hacer es caminar seis o siete kilómetros diarios, dicen los que
presumen de recorrer esa distancia y te miran como si fueras una lacra social.
Un ser inferior que se dedica a perder el tiempo en vez de disfrutar caminando
hasta quedar exhausto.
Imagino que sienten lástima cuando
les explico que, a estas alturas, no persigo ninguna hazaña. Lo mío es pasear
sin prisa y, a ser posible, silbando. Así que ya estoy a vueltas con que sí,
para la próxima, silbaré “Sentado en el muelle de la bahía”, de Otis Redding o “El
puente sobre el rio Kwai” de Malcolm Arnold.
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Milio Mariño