lunes, 18 de julio de 2022

Se nos olvidó silbar

Milio Mariño

Hace unos días, iba distraído por el paseo de la playa y, de repente, no sé cómo fue que me puse a silbar “La vie en rose”; aquella preciosa canción de Edith Piaf que luego  cantó Donna Summer. Hacía tanto que no silbaba que ya creía que se me había olvidado. Ahora nadie silba ni tararea las canciones. No sé si será que el mal humor se ha generalizado o que tenemos muchos problemas, pero antes también los teníamos y, sin embargo, silbábamos.

A lo mejor era por eso. Dicen que no hay nada como silbar para levantar el ánimo y estimular nuestra sensación de felicidad. Y debe ser cierto porque me sentía muy contento a pesar de que silbando parezco más un gorrión que un jilguero. Nunca conseguí silbar, ni en sueños, como Kurt Savoy, aquel jiennense que en realidad se llamaba Curro Rodríguez y silbaba, como nadie, la música que Ennio Morricone componía  para los  spaghetti western.

Mientras silbaba, por lo bajinis porque tampoco era cosa de hacer el ridículo, veía pasar a mi lado parejas y grupos de jubilados y jubiladas que caminaban a buen paso como si tuvieran prisa por llegar a dónde quiera que fueran. Lo más probable que a ningún sitio porque aquella prisa debía obedecer al mandato de esta sociedad de ahora que tiene como valores la competitividad y la eficiencia y no nos quiere mano sobre mano, nos quiere activos y se empeña en convencernos de que es por nuestro bien, por el bien de nuestro cuerpo y el de nuestro cerebro.

Los últimos años de mi vida laboral ya los viví en la sociedad de la prisa y la disponibilidad absoluta para el trabajo, así que cuando me jubilé creí que había llegado la hora de descansar. Grave error. Para nosotros, los jubilados, habían inventado lo que llaman el envejecimiento activo, un proceso que, según ellos, optimiza nuestro bienestar físico y mental y hace que nos mantengamos ágiles y no estemos aburridos.

Sería un buen consejo si no fuera que cuando nos aburrimos es cuando nuestra imaginación tiene la oportunidad de ser libre, pensar por su cuenta, oxigenar el cerebro y llegar a conclusiones como la de que no hay por qué sentirse culpable de que a uno le apetezca tirarse a la bartola y no hacer nada.

Se necesita mucha fuerza de voluntad para reivindicar la vagancia. Mis amigos, mi familia, todo el mundo me aconseja que camine cuando, a mí, lo que me gusta es pasear; vagar de aquí para allá sin prisa, a veces incluso silbando y siempre sin otro propósito que no sea encontrar una terraza cómoda en la que sentarme a tomar un vino y lo que me pongan de pincho.

Eso no vale para nada, tú lo que tienes que hacer es caminar seis o siete kilómetros diarios, dicen los que presumen de recorrer esa distancia y te miran como si fueras una lacra social. Un ser inferior que se dedica a perder el tiempo en vez de disfrutar caminando hasta quedar exhausto.

Imagino que sienten lástima cuando les explico que, a estas alturas, no persigo ninguna hazaña. Lo mío es pasear sin prisa y, a ser posible, silbando. Así que ya estoy a vueltas con que sí, para la próxima, silbaré “Sentado en el muelle de la bahía”, de Otis Redding o “El puente sobre el rio Kwai” de Malcolm Arnold.


Milio Mariño/ Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

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