Un día de este verano, que por aquí
viene tibio porque la energía se ha puesto muy cara y el sol calienta lo justo
por miedo a no poder pagar la factura, me levanté temprano, desayuné café con
galletas, eché un vistazo a la prensa y no sé cómo fue que me vino a la cabeza si
Ucrania y Rusia seguirían en guerra.
Dicen que cuando uno recuerda
algo de forma espontánea es porque ese algo le ha causado una impresión muy profunda.
Y así debió ser, pero imagino que esa guerra ya se habrá acabado porque apenas se habla de
ella y en los medios tampoco aparece. Allá por abril y marzo ocupaba las
primeras páginas de los periódicos, las emisoras de radio no hablaban de otra
cosa y en la televisión hasta se formaban tertulias para comentar los bombardeos
y el horror de las muertes. Pero si ha dejado de ser noticia será, seguramente,
porque ya no hay guerra. No creo que seamos tan desalmados como para olvidar
una tragedia y ocuparnos de que María del Monte se ha confesado lesbiana, el
Real Madrid ha conquistado la decimocuarta Copa de Europa y Rafa Nadal ha
vuelto a ganar Roland Garros a pesar de que tiene necrosado el escafoides
tarsiano de su pie izquierdo. No somos unos monstruos, nos preocupa la vida y
el bienestar de la gente más que alimentar nuestro morbo, prepararnos para las
vacaciones, las hazañas de los futbolistas y el Reggaetón a toda pastilla.
Como tengo fe en el ser humano, pienso
que la guerra entre Rusia y Ucrania debió acabarse sin que nos diéramos cuenta.
De todas maneras, se acabara o no, la guerra como noticia ya estaba amortizada.
Lo que era novedad había dejado de serlo con la excusa de no aburrirnos. Igual
que el coronavirus, que también lo damos por amortizado. La semana pasada
todavía murieron 243 personas pero es como si no hubiera muerto nadie porque hemos
vuelto a la normalidad y esas muertes se cuentan cómo normales.
En Ucrania, parece ser que
también han vuelto a la normalidad, pues a pesar de que aún hay muertos abandonados
en las cunetas y los edificios se caen a pedazos, en Kiev han abierto, de nuevo, los centros
comerciales y la gente llena las terrazas de los bares con una alegría y un
entusiasmo que los lleva a no levantarse ni aunque suenen las alarmas
antiaéreas.
Para bien o para mal nos
acostumbramos a todo. El horror y la muerte los metemos entre paréntesis y acabamos
por normalizarlos y banalizar, incluso, las atrocidades con el propósito,
consciente o inconsciente, de adormecer los sentimientos y que la conciencia no
nos reproche que nos importa, solo, lo nuestro.
La guerra de Ucrania la damos por
acabada. Ya hemos pasado página y ahora estamos en la posguerra, en el negocio
que viene después y enriquece a los de siempre a costa de los sufrientes. Tal
vez haya discusiones sobre si han ganado los nuestros, pero para saber quién ha
ganado el cálculo no debe hacerse sumando quien tiene más muertos, víctimas
inocentes y edificios destruidos. Basta con que nos fijemos en quien sale
ganando con la luz al precio que está, la gasolina a más de dos euros el litro
y las sandias como un manjar exquisito. Las guerras, las gane quien las gane,
nunca las ganamos nosotros.
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Milio Mariño