lunes, 15 de mayo de 2023

El bar como especie a proteger

Milio Mariño

Dicen, y seguramente será verdad, que en ningún otro país del mundo hay tantos bares como en España. El censo, antes de la pandemia, era de casi trescientos mil; uno por cada 175 habitantes. Cifra que, a primera vista, puede parecer exagerada pero cada bar tiene su historia y todos, en su conjunto, constituyen una realidad que explica nuestro carácter, nuestra sociabilidad y algunas cosas de nuestro pasado que preferimos no recordar.

Los bares cumplen una función social que fue más importante hace años por la sencilla razón de que las casas de entonces tenían poco de confortables. Por no tener no tenían ni televisión, de modo que los bares acabaron convirtiéndose en el club social de los pobres. No alcanzaban la categoría del pub inglés, pero nos apañábamos y los utilizábamos para muchas cosas, aparte de como destino cuando no teníamos a dónde ir. Recuerden que Rajoy acabó en un bar mientras decidían en el Congreso si seguía de Presidente, o no.

Los bares están para eso, para refugiarnos de la intemperie, ahogar nuestras penas y celebrar nuestras alegrías. También para charlar y relacionarnos, algo muy importante que estamos perdiendo por la influencia de los móviles y las redes sociales. Menos mal que hay gente como el dueño de un bar que puso el siguiente cartel: “Aquí no tenemos wifi, así que van a tener que hablar entre ustedes.”

Se agradece el detalle, pero hablando, precisamente, de bares resulta que muchos están cerrando y ya cifran en más de 60.000 los que han cerrado en la última década. Una  verdadera tragedia y más en esos pueblos que van perdiendo todo lo que tenían: el médico, la escuela, el transporte, los cajeros de los bancos y hasta esos pequeños barres que hacían de centro social, residencia de día para la tercera edad y ágora de animación cultural.

El problema pasaba desapercibido porque allá arriba, en las altas esferas, no alcanzan a ver lo que necesitan los pobres y lo poco con que se conforman. Quienes sí lo vieron fueron los de Teruel Existe, que presentaron en el Congreso una proposición de ley para incluir los bares de los pueblos en la Ley de Economía Social y dotarlos de ventajas económicas y fiscales. La iniciativa, que beneficiará a los bares y los pequeños comercios de los pueblos con menos de 200 habitantes, inició su tramitación hace poco y contó con el apoyo de la práctica totalidad de la Cámara baja.

Se habla mucho de la España vaciada, pero nadie había reparado en que los bares constituyen el último reducto contra la despoblación y son imprescindibles para mantener los entornos rurales con vida. Son un remedio barato contra la soledad y el abandono que sufren esos pueblos que solo interesan a los que viven allí.

Es muy posible que sus señorías aprueben la iniciativa modificando una ley, de 2011, que aboga por promover la solidaridad y serviría para que los bares de los pueblos puedan asimilarse a entidades como cooperativas o fundaciones, que gozan de bonificaciones fiscales y pueden beneficiarse de otros incentivos económicos.

 Ya ven qué cosas. Si, hace años, nos dijeran que los bares acabarían convirtiéndose en una especie protegida nos llevaríamos las manos a la cabeza. Seguro que sí, pero la vida da muchas vueltas y esas vueltas, cuando los argumentos convencen, sirven para enderezar lo que se tuerce.


Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 8 de mayo de 2023

Tres en uno

Milio Mariño

Hay cosas que aparentan ser fáciles, pero tienen una solución difícil. Considerar exagerado que en España haya 8.112 ayuntamientos, con otros tantos alcaldes y 65.347 concejales, es fácil, pero muy difícil que esos ayuntamientos entiendan que muchos deberían fusionarse para adelgazar la administración local, reducir costes y mejorar los servicios.

Reducir ayuntamientos no es un capricho administrativo, es poner remedio a un mal endémico de nuestro sistema constitucional que tiene su origen a principios del siglo XIX, cuando la Constitución de 1812 tomó el ejemplo francés y estableció tantos ayuntamientos como pueblos había en España.

En Europa pasó lo mismo; los liberales impusieron sus ideas y los ayuntamientos surgieron como setas.  La diferencia es que en Europa ya lo han corregido y aquí nadie quiere hablar de ese tema.

A lo mejor ayudan estos ejemplos. En Gran Bretaña han pasado de 1.500 corporaciones locales a 434; en Alemania de 25.000 a 8.400; en Bélgica de 2.359 a 596; y en Grecia de 1.034 a 355. Alemania tiene ahora tantos municipios como España, pero nos doblan en población.

En Francia han ido más lejos, han reducido de 22 a 13 el número de regiones autónomas. La cuestión es que, aquí, reducir ayuntamientos no puede hacerse por manu militari ni por Real Decreto, tiene que ser por consenso; tienen que decidirlo ellos. Así que vamos aviados los que pensamos que Avilés, Corvera y Castrillón tendrían que ser un solo ayuntamiento. Razones que lo aconsejan hay muchas, pero alcanza con una que cualquiera puede comprobar sin recurrir a dictámenes complicados o estudios de doscientas páginas. Solo tiene que estar dispuesto a dar un paseo.

El espacio urbano entre Corvera, Avilés y Castrillón es tan uniforme y tiene tal continuidad que una persona puede ir caminando desde Los Campos a Piedras Blancas sin bajarse de la acera. Atraviesa los tres municipios y no advierte que pasa de uno a otro salvo por los letreros.

Pero hay más razones. Hay 120.000 personas que están unidas geográfica, laboral y socialmente y separadas de forma administrativa. Hay un puerto compartido, unas playas que también y un medio ambiente cuyos problemas son los mismos y tienen el mismo origen, pero se gestionan de forma distinta. Lo único que  tiene sentido es el transporte público, que funciona como si fuera un único ayuntamiento y funciona bien.

Son tantas las razones que no hace falta recurrir al populismo y decir que nos ahorraríamos 2 alcaldes y 35 concejales. Que si, que es verdad, pero no estamos hablando del chocolate del loro, hablamos de ventajas de más calado que beneficiarían a todos. Algo que no parece que importe mucho. Estamos en víspera de elecciones y dirán que no es el mejor momento para abordar este tema. Luego tampoco lo será y pasarán otros cuatro años sin que haya un debate político sobre los retos y los desafíos de tres municipios que necesitan soluciones integrales y valientes para encarar el futuro.

Costará convencerlos. Apuesto que ningún partido, de los que curren a las elecciones del 28 de mayo, pondrá sobre la mesa la conveniencia de que Avilés, Corvera y Castrillón se fusionen. Al contrario, cada cual defenderá la independencia de su territorio y recurrirá a la autocomplacencia y el victimismo como principales argumentos. Ojala me equivoque, pero los candidatos y candidatas de los tres concejos, hablarán de las diferencias y no de lo que los une.

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 1 de mayo de 2023

El tren a ninguna parte

Milio Mariño

Viendo cómo va la política, me había propuesto leer y escuchar las promesas electorales que ya se hacen, y las que se harán estos días, con el escepticismo y la incredulidad que merecen y la certeza de que las más descabelladas tendrán menos gracia que aquella del Partido Karma Democrático (PKD), que prometía que en caso de alcanzar la alcaldía de Bilbao, haría que todas las tiendas de chuches dispusieran obligatoriamente de cambio para los billetes de 500 euros.

La propuesta tenía su gracia pero que, a estas alturas, desempolven el proyecto promovido en su día por el ex ministro Álvarez-Cascos, que planteaba utilizar el FEVE para un enlace ferroviario con el aeropuerto de Asturias, gracia no tiene ninguna. Ni gracia ni utilidad. Es un despropósito que solo se explica por la torpeza de quienes, a falta de ideas, revuelven en el desván y arramplan con lo que pillan. En este caso con una ocurrencia que primero planteó el PP, luego mereció la atención de Álvarez Areces, aunque no pasó de la fase de estudio, y veinte años después rescatan otros políticos, desconozco si por iniciativa propia o a sugerencia de la Cámara de Comercio de Avilés y la patronal de turismo, que también coinciden en pedir lo mismo.

La propuesta se refiere a construir 2,5 kilómetros de vía desde la estación del FEVE en Santiago del Monte hasta la rotonda de acceso al Aeropuerto y cabe suponer que una terminal allí. Algo relativamente sencillo que no requeriría una gran inversión, pero su utilidad sería ninguna y el ridículo estaría asegurado.

Tal vez sea mucho pedir que quienes hacen la propuesta den a conocer los datos y los estudios que manejaron. Me temo que no lo harán porque resulta muy difícil encontrar algo positivo que justifique lo que proponen. 

La línea de FEVE, entre Gijón y Avilés, entraña un viaje de 50 minutos, que se completaría con otros 25, o más, hasta Santiago del Monte y el Aeropuerto. Alguien apuntó que a los usuarios procedentes de Avilés y Gijón habría que sumar, aunque falta saber cómo, los de Luarca, Navia y el norte de Galicia, que se antojan muy escasos y con más paciencia que el santo Job pues, especialmente en ese trayecto, FEVE tiene muchos tramos de vía con la velocidad limitada a 40 por hora. Más paciencia, si cabe, se les supone a los posibles usuarios de la conexión con Oviedo, muy interesante para los aventureros y los amigos del paisaje, ya que después de una hora de viaje, para llegar a Pravia, necesitarían hacer un transbordo y acaso otro en Santiago del Monte.

Que propongan ir al aeropuerto en el FEVE, sabiendo cómo está el FEVE, y cuándo Asturias se prepara para viajar en el AVE, causa estupor. Y no lo digo, solo, por el contraste, sino porque si FEVE ya tenía pocos viajeros, el último dato es que su número ha descendido un 50% en los últimos años.

Es previsible, además, que cuando Asturias disponga del tren de alta velocidad descenderán los vuelos regulares y, por tanto, los pasajeros.

La pretensión de mejorar los accesos al Aeropuerto de Asturias recurriendo al FEVE, confirma que los disparates, en política, tienen poco castigo. Eso o que los promotores ya dan por supuesto que confiamos en que la propuesta sea de mentira, solo para hacer ruido, y sin intención de llevarla a la práctica.

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 24 de abril de 2023

Sin primavera no hay paraíso

Milio Mariño

Hay cosas que ya se me olvidan, pero creo recordar que la primavera venía después del invierno. 

Este año no. Este año después del invierno vino el verano. Vinieron las altas temperaturas, los terribles incendios y los urbanitas benéficos que aprovechan los fines de semana y las vacaciones para ir de fiesta a los pueblos y creen que así contribuyen a que la España vaciada no se vacíe del todo. Van tan contentos, pero luego escriben en twitter que les molesta que los gallos canten de madrugada y que el estiércol huela como huele. Tienen gustos irreconciliables, les gusta el campo pero les disgusta lo que hay allí. Tampoco les gusta que llueva. Lo que quieren es que haga buen tiempo, lo demás les trae sin cuidado. Solo los agricultores, los ganaderos y seguramente las ranas y los paraguas por estrenar, se extrañan de que llueva poco y el sol caliente como en agosto.

Así estamos. La primavera no ha llegado y nadie ha puesto una denuncia pidiendo que se investigue si es que la secuestraron o no le apetece venir. También podría ser que volviera a la época del Renacimiento, cuando España dividía el año en cinco estaciones: primavera, verano, estío, otoño e invierno. Cervantes ya refiere, en Don Quijote, que la primavera empezaba en enero, abril era verano y los meses más calurosos correspondían al estío. Una estación que acabó desapareciendo porque los sabios de la época dijeron que esa estructura no se correspondía con la realidad.

 Esta tampoco. El clima y la naturaleza eran un matrimonio, bien avenido, que convivía en armonía hasta que rompieron, o los obligamos a romper, porque todo indica que tenemos mucha culpa en este divorcio. La madre naturaleza cumple con su deber y, después del invierno, llena la tierra de flores y los árboles de hojas, pero el clima no se porta como es debido y, al parecer, cuenta con nuestro apoyo. En abril se registraron temperaturas de treinta grados y todos contentos. A buen tiempo buena cara.

 Celebramos la insensatez de que abril sea como julio, pero tendremos que decidir con quién nos quedamos: si apoyamos a la madre naturaleza o al padre clima. Si no hacemos nada, ni tenemos previsto hacerlo, igual va a tener razón el científico australiano Barry Brook, experto en sostenibilidad ambiental, que pronostica que en 2050 seremos 10.000 millones de personas en el mundo, el doble que en el año 1.900, y que, para finales de este siglo, es probable que queden sólo la mitad viviendo muy cerca de los polos porque en otra parte del planeta será muy difícil aguantar el calor.

Igual exagera, pero aporta datos preocupantes. Datos como que el mayor atasco que se conoce sucedió, hace poco, en China dónde medio millón de coches circularon durante más de una semana por los cinco carriles de la autopista que une Pekín con Tíbet, a un ritmo de un kilómetro diario. Algo realmente apocalíptico, que algunos ven como anticipo del desastre que ya está ahí.

Que en abril se superen los treinta grados, y apenas llueva, no es para celebrarlo, es para preocuparse y admitir que hay un cambio climático del que somos responsables. No podemos seguir eludiendo nuestra responsabilidad ni ignorar lo que es evidente. Tenemos que tomar conciencia y ponernos del lado de la naturaleza. No queda otra: sin primavera no habrá paraíso.

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 17 de abril de 2023

Del rojo fucsia al azul turquesa

Milio Mariño

Por un capricho de esos que a veces tiene la vida, la pasada Semana Santa encontré a un viejo amigo al que hacía muchos años que no veía. Lo de viejo es literalmente cierto porque los dos somos ya bastante mayores, así que, después de darnos un abrazo, cada uno contó sus achaques aunque, al final, decidimos indultarnos y acabamos echándonos flores.

Ya más tranquilos, sentados detrás de un par de cafés en una soleada terraza de El Parche, mi amigo me preguntó si, por fin, había entrado en razones y me había vuelto de derechas. Lo hizo esbozando media sonrisa y trató de endulzar la pregunta añadiendo que siempre me había considerado una persona inteligente y, por tanto, con capacidad de sobra para asumir esa famosa frase que atribuyen a Winston  Churchill. Esa que dice: “Si a los veinte años no eres de izquierdas, no tienes corazón y si de viejo no eres de derechas, no tienes cerebro”.

No esperaba que empezara duro y a la cabeza. Mi respuesta fue que no creía que las ideas políticas tuvieran una vinculación directa con la inteligencia ni tampoco con la edad. En cualquier caso, ateniéndonos a la frase, advertí que estábamos en las mismas. Ni él, de joven, había sido de izquierdas, ni yo, de viejo, me había vuelto de derechas ni tenía pensado volverme por más que viviera cien años.

Así se lo dije. Me cuesta entender que haya gente que insiste en la creencia de que los demás estamos equivocados si no pensamos como ellos. Imagino que debe ser como una enfermedad que les impide concebir otras ideas que no sean las suyas. Tal vez no lo pretendió, pero quise intuir que me estaba dando la oportunidad de no sentirme inferior. Estaba perdonando mis pecados de juventud y apelaba a lo que, creía, es de sentido común. En su mentalidad que, a mis años, dijera que seguía siendo de izquierdas era como si fuera vestido con unos vaqueros rotos.

Dios no lo quiera. Descontando que no me gustan, ser de izquierdas no significa que uno no sea consciente de la edad que tiene. Sé que han pasado los años y nada es igual a cuando era joven. Acepto que el rojo de aquella época tal vez se haya vuelto rojo fucsia, lo mismo que el azul de entonces es ahora azul turquesa, pero las diferencias entre la izquierda y la derecha siguen igual de vigentes y más claras que nunca.

Traté de explicárselo lo mejor que pude y con la amabilidad que merece que fuimos amigos cuando éramos adolescentes. También le dije que, aun sin quererlo, se había acercado más él a mí que yo a él. Le recordé que la derecha estuvo en contra de muchas propuestas de la izquierda que, al final, acabó aceptando de mejor o peor gana. La evidencia de que él se había vuelto más de izquierdas que yo de derechas es la postura que ahora tiene la derecha con respecto al divorcio, el aborto, el matrimonio homosexual, la igualdad de sexos, el feminismo y hasta el cambio climático.

Deseando zanjar el tema, admití que con los años todos vamos empeorando, pero que no entraba en mis cálculos empeorar más aprisa y precipitar mi chochez. Lo mío es una elección por descarte, tengo muy claro lo que no quiero. Y espero seguir teniéndolo.

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 10 de abril de 2023

Inteligencia: mejor artesana que artificial

Milio Mariño

Resulta agotador, y muy aburrido, escuchar a todas horas que la inteligencia artificial es la repera y cambiará nuestras vidas. Es tanta la insistencia que no hace sino confirmar que la mediocridad y la estupidez se han instalado en la sociedad copándolo todo. La sensación, dios me perdone, es que los tontos abundan. No lo comento, ni siquiera con los amigos, no vaya ser que piensen que me creo más listo que nadie y me incluyan, también, en la lista de idiotas. Pero la sensación sigue ahí. Salgo a la calle y no puedo evitar ir contando los tontos que encuentro. Luego sumo los de la tele,  las redes sociales, los periódicos…

Al final, sumo más tontos que trigo. Y no crean que se trata de gente mayor con pocos estudios, los tontos a los que me refiero son personas formadas, de entre treinta y cincuenta años, que por alguna razón misteriosa no se enteran ni quieren saber nada de lo que afecta a sus vidas y, sin embargo, lo saben todo de su equipo de futbol. Personas que carecen de opinión y sólo opinan en función de lo que ven en la tele y en las redes sociales. Es como si hubieran llegado a la conclusión de que no necesitan pensar. Es más, cuando les dices que no comprendes como pueden vivir así, se ríen y se encogen de hombros. Les parece gracioso.

Francamente, no le veo la gracia. Había leído que el concepto neoliberal de felicidad consiste en eso, en que cada uno vaya a su bola y pase olímpicamente de todo, pero sospechaba que debía haber algo más. Y sí que lo había. Hay países que llevan muchos años haciendo test de inteligencia a la población y saben muy bien cómo estamos. Estamos como no se imaginan.

Diferentes estudios, realizados por Bernt Bratsberg y Ole Rogeberg de la Universidad de Oslo, y otras Universidades de Europa, señalan que entre los años cincuenta y mediados de los setenta, del siglo pasado, el coeficiente intelectual medio aumentó 7,7 puntos, pero ahora, en el siglo XXI, la tendencia es, claramente, a la baja. Las nuevas generaciones, los nacidos a partir de 1976,  tienen un coeficiente intelectual inferior. Lo cual no quiere decir que sean tontos, pero sí que hemos ido a peor. Cada generación, hasta hace unos años, siempre había superado el coeficiente intelectual de la generación anterior. Ahora no.

Perplejo por este dato, pensé que, a lo mejor es por eso que insisten tanto en la inteligencia artificial. Pero, a saber si para la inteligencia no rige, también, la ley Lavoisier. Es decir que, lo mismo que la materia, la inteligencia no se crea ni se destruye, sólo se transforma. De modo que la inteligencia que ahora ponen en las máquinas igual se la están quitando a las nuevas generaciones.

No lo descarten. Los científicos no acaban de ponerse de acuerdo sobre las causas que han provocado el retroceso de la inteligencia humana. Algunos lo achacan a la tecnología, otros al sistema educativo y los menos a que ya habíamos llegado a unas cotas de inteligencia que eran difíciles de mejorar.

Al final, no sé yo si no conseguirán entontecernos a todos. Ese camino llevan pero, por mucha inteligencia artificial que les pongan, las máquinas siempre serán más tontas que nosotros. Siempre será mejor la inteligencia artesana que la artificial que quieren vendernos.


Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 3 de abril de 2023

Faltan curas

Milio Mariño

Faltan albañiles, electricistas y fontaneros, pero es solo una parte. Hay otro déficit importante del que apenas se habla: la falta de curas. Nadie sabe si es que Dios no llama a los jóvenes para que ingresen en el seminario o si los llama y se hacen los sordos, pero este curso, 2022-2023, el número total de seminaristas ha descendido hasta los 974 y apenas pasan de 100 quienes llegan a cantar misa por primera vez cada año.

El dato lo dice todo. España ha perdido siete mil curas en poco más de dos décadas. Los curas envejecen y mueren sin que nadie los sustituya. Hay sitios donde un cura tiene que atender, él solo, a diez parroquias. Se infla a decir misas y su esfuerzo servirá de poco porque si no se produce un milagro, que tratándose de la iglesia podría ser, en los próximos diez años tendrán que cerrar cientos de iglesias, especialmente en la España vaciada, pero también en las grandes ciudades.

La situación es para preocuparse. Dado su tradicional inmovilismo, tal parece que la iglesia contempla este peligroso declive sin hacer nada, pero no es cierto. Está muy preocupada y hace tiempo que trabaja buscando alternativas. La primera fue de libro, fue echar mano de los inmigrantes. Actualmente hay en España 1.500 curas extranjeros que proceden de 70 países, la mayoría de Hispanoamérica. Una cifra que supone el 9,5% del total y puede considerarse elevada si tenemos en cuenta que el número de extranjeros que trabajan en la construcción representa el 11,2 % de dicho sector.  

Apelar a esta vía, al recurso de importar curas, no resuelve el problema. Así lo entienden aquí y en Roma, donde la jerarquía eclesiástica está estudiando otras posibles alternativas como la abolición del celibato y que las mujeres puedan incorporarse al sacerdocio.

De momento, no contemplan como posible atractivo mejorar la retribución de los curas, que oscila entre los 978 y 1.300 euros al mes más el disfrute de una vivienda. Cantidad que puede verse incrementada con las tasas de las diócesis por servicios religiosos. Tasas que no tienen control alguno por parte de las autoridades públicas y que, más o menos, están establecidas en 40 euros por bautismo, 150 por matrimonio y 90 euros por las exequias fúnebres.

No lo tiene fácil la iglesia católica. Los curas disponen de vivienda gratis, un sueldo para ir tirando y un trabajo para toda la vida, pero no parece suficiente para que los jóvenes se animen y surjan nuevas vocaciones.

Buscando endulzar y animar un poco a los jóvenes, el propio papa Francisco se mostró dispuesto a “revisar” el celibato en el seno de la Iglesia católica. Hace poco volvió a insistir sobre el tema y dijo: “El celibato es una prescripción temporal de la iglesia occidental, no hay ninguna contradicción en que un sacerdote pueda casarse".

Estas declaraciones, como casi todo lo que dice el Papa Francisco, provocaron malhumores y fuertes tensiones en el Vaticano. Así que, a corto plazo, es previsible que no cambie nada.

Lo que sí ha cambiado es que los curas ya no viven como curas. Viven casi como cualquiera. Ya no tienen sobrinas ni beatas que los cuiden. La mayoría se apañan solos, como si fueran solteros, y organizan su jornada como cualquier pluriempleado. Cierto que no son los únicos, pero al resto no les exigen que, además, sean castos.

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España