lunes, 27 de septiembre de 2021

Otoño no es tristeza

Milio Mariño

Repasando una vieja libreta en la que guardo apuntes del año la pera, encontré unas reflexiones de Muñoz Molina en las que dice que el otoño tiene un inmerecido prestigio de melancolía enfermiza y hasta de decadencia, foto en sepia y añoranza de lo imposible. Algo que, según él, no le corresponde porque cuando llegan los verdaderos días de otoño descubrimos que no es la estación de la tristeza.

No puedo estar más de acuerdo. El otoño es, sin duda, la estación más romántica del año y la queja tal vez venga de que confundimos el romanticismo con la tristeza. Además, seguro que también influye el crujir de las hojas secas, la vuelta a la rutina de diario y que los días se hacen pequeños.

Todo eso y la propaganda sobre cómo nos afecta la luz y el clima, abonan la teoría de que el otoño es una estación muy triste. Se dice, con machacona insistencia, que hay una relación directa entre la menor luz solar y los niveles bajos de serotonina en el cerebro. Puede ser. La serotonina es la hormona del humor, de modo que para contribuir a que acumulemos humor del malo, inventaron el cambio de horario. Este año, toca atrasar el reloj el 31 de octubre. Esa noche podremos dormir una hora más al precio de que a las seis de la tarde no veamos tres en un burro.

La conclusión es sencilla: ni el otoño ni nosotros lo tenemos fácil. Parece como que hubiera un complot para convencernos de que, en esta época del año, solo cabe la tristeza. De todas maneras, por más que se empeñen, prefiero el otoño a la primavera. Ya sé que es cuestión de gustos y supongo que, también, de la edad, pero creo que el otoño tiene una mayor belleza y, sobre todo, más tranquilidad. Más tiempo para volver al teatro y al cine; para leer y escuchar música y para mantener una buena conversación con los amigos.

Igual es que soy un poco rarillo, pero el otoño me encanta. Siempre ha sido mi estación favorita. No sabría decir de qué me viene ese amor, pero el otoño me parece tierno, cariñoso y muy acogedor. Invita a que nos sentemos al lado del fuego con un libro entre las manos aunque, como habrán adivinado, no tengo, ni por asomo, chimenea en mi salón. Qué más quisiera yo.

Lo mismo es todo igual. Lo mismo mi otoño es un otoño idealizado que tiene poco que ver con la realidad. O, tal vez, si porque en otoño vuelvo a usar la cuchara, que había dejado de usar en verano, y me arreo unos platos de cocido que me ponen más contento que un atracón de Prozac. Luego están las setas y las castañas. Esas castañas calentitas, en un cucurucho de papel de periódico, que para qué les voy a contar. Lo que si les cuento es que, también, me produce alegría olvidarme de meter barriga. Con las holgadas prendas de otoño se disimula mucho y casi nadie te pregunta por ese culo que llevas en el ombligo.

Cito solo unas cuantas, pero el otoño tiene alegrías para dar y tomar. Por eso pido justicia. Justicia para este otoño maltratado al que acusan, sin razón, de ser el causante de la tristeza. Ojala que haya suerte y aún nos queden muchos otoños por disfrutar.

Milio Mariño / Artículo de Opinión

martes, 21 de septiembre de 2021

La magia de la nostalgia

Milio Mariño

Hace unos días me levanté de buen humor, como casi siempre, y después de tomar café y leer los periódicos llegué a la conclusión de que soy un extraterrestre. Vivo en este mundo pero pertenezco a otro. Duermo hasta que me apetece, paseo mientras los demás trabajan y lo único que me preocupa es distraerme y pasarlo lo mejor posible. Así que ya les digo, estoy en este mundo como si fuera un turista. Por eso que, a veces, siento nostalgia. Siento el anhelo de ese deseo imposible que es estar  aquí de verdad. Volver a vivir, con toda su fuerza emocional, lo que viví hace años. Ser un corcho en el remolino de la actualidad.

Esto que les comento lo provocó una noticia que no era de las principales. En letras no muy grandes venía que Anne Hidalgo se presenta a las elecciones presidenciales de Francia, previstas para el año que viene. El caso que acabé de leerlo y, como por arte de magia, volví al Boulevard Beaumarchais de París.

 Supongo que ya les he contado que durante unos años ejercí como secretario adjunto del Comité Europeo de una importante multinacional francesa, cargo que me obligaba a pasar mucho tiempo en París. Pues bien, estando, como dije, en el Boulevard Beaumarchais, con ocasión de una manifestación que los sindicatos franceses habían convocado para protestar por una Reforma Laboral que, curiosamente, llamaban a la española, debido a que era parecida a una nuestra de infausto recuerdo, un compañero francés me dijo: ven, voy a presentarte a una Inspectora de Trabajo, muy maja, que es compatriota tuya.

Aquella Inspectora de Trabajo era Anne Hidalgo, una gaditana que con solo dos años, en 1961, había emigrado con sus padres a Lyon. El compañero me la presentó, tomamos un café y hablamos, sobre todo, de España. Me contó lo de su abuelo Antonio, que pasó muchos años en la cárcel, condenado por republicano, y preguntó cómo iban las cosas por aquí. Volvimos a vernos tres o cuatro veces más, la última poco antes de que fuera elegida alcaldesa de París.

La sorpresa de aquel día no vino sola. Vino, también, con Manuel Valls, otro español que, unos años después, sería elegido Primer Ministro de Francia. Y, por si fuera poco, allí estaba Philippe Martínez, secretario general del poderoso sindicato CGT y símbolo de la lucha contra aquella Reforma Laboral que los franceses llamaban “a la española”. Martínez nació en Francia, pero se siente medio español, es hijo de Manuel y Jovita, un matrimonio natural de Reinosa.

Manudo lobby tenemos en París, pensaba yo. Tres figuras principales de la política francesa, eran españoles o hijos de españoles. Coincidencia que cualquiera puede estar tentado a explicar diciendo que en una sociedad democrática es lógico que prevalezca el pluralismo y que se acepten las diferentes culturas, ideologías y procedencia de quienes la forman. Teóricamente, la explicación es correcta, pero cabe preguntarse si aquí, en España, sería posible que se diera algo así. Es decir, que el Presidente del Gobierno, la alcaldesa de Madrid y el Secretario General de UGT o CC.OO fueran extranjeros. Por ejemplo, franceses.

No lo imagino ni en sueños. Por eso que no vendría mal que tomáramos nota. Acusamos a Francia de ser un país chovinista, pero resulta que los franceses han superado ese nacionalismo excluyente y retrógrado que aquí sigue trayéndonos de cabeza.


Milio Mariño / Artículo de Opinión

martes, 14 de septiembre de 2021

Entontecidos

Milio Mariño

Hubo un tiempo en que creímos, yo el primero, que solo era cine. Luego nos dimos cuenta de que también influía sobre nuestra conducta, los valores personales y las costumbres. Ahora sabemos que el cine, con sus películas, nos estaba preparando para muchas cosas y, entre ellas, para que pudiéramos hacer frente a cualquier catástrofe y salir airosos. Los guionistas de Hollywood trabajaron a destajo y lograron hacer películas de mil calamidades: de terremotos, huracanes, tsunamis, edificios en llamas, zombis macabros, virus asquerosos y hasta de extraterrestres feos y guapos unos ingenuos y otros malvados.

Fueron muchas las películas en las que corríamos un grave peligro y en todas acabamos triunfando. Detalle que deberíamos tener muy en cuenta pues gracias a esas películas aprendimos a enfrentarnos con situaciones difíciles y a ellas les debemos buena parte del éxito en nuestra lucha contra el covid19. Es evidente que durante la pandemia muchas veces reaccionamos como si hubiéramos vivido una situación parecida porque algo así ya lo habíamos visto en el cine. Pero, claro, las películas acaban cuando los protagonistas se casan o superan una desgracia. Entonces en la pantalla aparece “The End” y lo que viene luego, lo de fueron felices y comieron perdices, es cosa nuestra. Acabada la película, cada cual gestiona la felicidad de los protagonistas como mejor sabe y puede.

Debería ser la parte más fácil. Celebrar el triunfo sobre cualquier desgracia no tendría que ser un problema. Pero lo es. Es justo en lo que fallamos. Lo vemos en esas otras películas que nos pasan en los telediarios a la hora de la cena. Borracheras, botellones, peleas en plan salvaje y la policía pidiendo ayuda porque no puede con la cantidad de gente que hace el tonto en la calle como si no hubiera un mañana.

¿Qué está pasando? ¿Acaso hay miles y miles de tontos y no nos habíamos dado cuenta? No lo creo. Los tontos de verdad no se dedican a emborracharse y liarla parda, bastante tienen con lo suyo. Éstos, los de los botellones y las borracheras en plan gamberro, que se abrazan para celebrar que acaban de conocerse y beben a morro diez por la misma botella, son tontos entontecidos. Una categoría que descubrió ese genio de la medicina que fue Santiago Ramón y Cajal. El Nobel español definió como entontecidos a quienes no quieren usar el cerebro, a los listos que hacen el gilipollas porque dicen que es lo que les pide el cuerpo.

No es muy alentadora la imagen que está dando la juventud. Uno no puede ocultar la frustración y la pena cuando contempla a esos miles y miles de jóvenes que presumen de saltarse las normas básicas sanitarias y desafían a la autoridad convirtiéndose en una marabunta vandálica que clama por una libertad que consiste en ponerse ciego a copas y hacer el tonto en la calle.

Ahí es nada la diferencia con otros tiempos, vaya una libertad que reclaman, ahora, los jóvenes. De acuerdo que no son todos, pero lo que muchos jóvenes entienden por libertad es salir de juerga, beber y montar una bronca. Alguien debería decirles que eso no es libertad, que la libertad hay que defenderla por encima de todo, pero que emborracharse y hacer el tonto en la calle no es defendible porque no tiene que ver con la libertad para nada. Tiene que ver con la tontería de unos cuantos entontecidos.


Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

martes, 7 de septiembre de 2021

Atraco a luz armada

Milio Mariño

Soy de los antiguos, de los que todavía van por casa apagando las luces que los suyos dejan encendidas. No crean que lo hago por aquello que cantaba Armando Manzanero en uno de sus famosos boleros: “Voy a apagar la luz para pensar en ti y así dejar soñar a mi imaginación”. Lo mío es menos poético. Apago la luz por costumbre, porque fue lo que me enseñaron de niño. Pero ya ven qué cosas, antes me reñían por no apagarla y ahora me riñen porque la apago.

Apagar la luz, sé que sirve de poco. Las eléctricas me atracan lo mismo con la luz apagada que a plena luz del día. Me atracan a todas horas, no me escapo ni poniendo la lavadora a las tres de la mañana, un horario que mis vecinos agradecen porque dicen que cuando están en la fase rem del sueño el centrifugado les arrulla.

Llamo atraco al precio de la luz porque me gusta llamar a las cosas por su nombre. Creo que quien cobra la energía eléctrica al precio que tiene ahora está cometiendo un atraco con total impunidad. Ya sé que las eléctricas lo niegan, faltaría más. Niegan que haya abuso en la subida de los precios y dicen que no se están beneficiando con este encarecimiento.

Lo que dice el Gobierno, por boca de la ministra Teresa Ribera, es que no puede hacer nada porque Bruselas se lo impide. Y, como no puede hacer nada, lo que hace, para asombro de las victimas del atraco, es pedir empatía a las eléctricas. Algo así como: cuando les roben no se lo quiten todo, déjenles cinco euros en el bolsillo para que puedan tomarse una caña y volver a casa en autobús.

La culpa de todo esto, ahora, va para el Gobierno, pero la oposición es igual de culpable o más. El PP y el PSOE, los dos, son responsables de los tarifazos anteriores y de este también. Sus políticas durante décadas han derivado en transigir y fortalecer al lobby energético hasta el punto de que, incluso, cuando las compañías eléctricas defraudan cuentan con la complicidad de las instituciones. Ahí tienen a la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia, que se niega a publicar los nombres de las eléctricas que han cobrado de más a los consumidores y no los publica.  

La sumisión es total; en vez de aplicar medidas piden clemencia. Piden empatía a las eléctricas cuando quien tiene que tener empatía, y mucha, es quien gobierna. Empatía con los ciudadanos y mano dura con quienes se dedican a vaciar los pantanos, maximizar los beneficios, inflar las tarifas y campar a sus anchas haciendo lo que les viene en gana.

Lo exigible es que se tomen medidas, pero también hace falta que la sociedad espabile y no permanezca pasiva ante lo que está sucediendo. Que no se limite a patalear como un niño malcriado y se contente con una rabieta que no tiene trascendencia, más allá del desahogo momentáneo.

Por lo visto, nos hemos olvidado de que, no hace tanto, muchas cosas se conquistaban en la calle. Sería lógico, por tanto, que plantáramos cara al atracador y a quien no hace nada por evitar el atraco. No se entiende que nos revelemos y montemos un pollo para que nos dejen tomar cañas en una terraza y en esto nos encojamos de hombros.


Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 16 de agosto de 2021

Vivir de lujo o “low cost”

Milio Mariño

Los ricos y los poderosos, los que lo tienen todo y aún les sobra para tener otro tanto, insisten en que podemos ser felices con muy poco. Dicen que lo bueno para nosotros, y para la buena marcha del mundo, es que llevemos una vida “low cost”. Una vida de bajo coste que es, al parecer, lo que nos tiene reservado el destino. Así que lo nuestro sería trabajar por menos del salario mínimo, vivir en un piso de sesenta metros, que nos cueste la mitad del sueldo, olvidarnos del coche y viajar en patinete eléctrico, por economía y por la salud del planeta, y vestirnos con camisetas que venden a ocho euros en la estilosa tienda de Primark.

 ¿Quién dijo que no podemos ser felices con eso? Por supuesto que sí. Ser felices depende de nosotros, no de lo que tengamos. Es lo que apuntan los organizadores del Foro Económico de Davos, que han diseñado un eslogan que aclara mucho las cosas: "En 2030 no tendrás nada, pero serás feliz".

Pues mira qué bien. Es una alegría saberlo. Si podemos alcanzar la felicidad sin tener nada, mejor que mejor. Menos preocupaciones. No tendremos que rompernos la cabeza discurriendo cómo gastar el dinero. Evitaremos que nos pase como al reciente fichaje del Barcelona, “El Kun Agüero”, que acaba de comprarse un Ferrari SF90 Stradale, en el que se ha gastado 500.000 euros, y no las tiene todas consigo. Hace un par de años se compró un Lamborghini Aventador, que le costó el triple que este Ferrari, y ahí está en el garaje. “Pagué un millón y medio de dólares por un Lamborghini y no sé para qué mierda lo compré. En dos años hice menos de mil kilómetros. Apenas lo uso”. Dijo el futbolista, arrepintiéndose del capricho.

Parece un derroche, pero es calderilla si lo comparamos con lo que se gastó un misterioso millonario, se desconoce su nombre, que a través de una subasta compró uno de los cuatro billetes que había a la venta para viajar a la estratosfera en el Blue Origin, con Jeff Bezos, el pasado 20 de julio. El efímero vuelo espacial, cuya duración apenas superó los 10 minutos, le costó 23,5 millones de euros. Pero ahí no acaba la historia. La historia es que el millonario no pudo hacer lo que era la ilusión de su vida, realizar el viaje espacial, por un problema de agenda.

Dos auténticos pardillos. Éstos, como otros muchos millonarios, todavía no se han enterado de que el dinero no da la felicidad. Y la reflexión podría ser qué si ellos no son capaces de verlo, anda y que les den. Pero, portándonos con crueldad no se arregla el problema. Antes, deberíamos reconocer que los gobiernos tampoco hacen nada por quitar a los ricos del vicio. No he visto que ningún gobierno promueva alguna campaña alertando de los peligros de ser millonario. Qué se yo… Algo parecido a: “Fumar mata”, o “Si bebes no conduzcas”.

Contra la riqueza no existe prevención alguna. Los ricos pelean por amasar una fortuna y luego se quejan de que no son felices. Por eso hacen las tonterías que hacen. Cosa que reconocen y tratan de remediar con ese buen consejo de que lo mejor para nosotros, y para la buena marcha del mundo, es que no tengamos nada. No quieren que hagamos el ridículo como ellos.

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 9 de agosto de 2021

Tres “fortunas” a pique

Milio Mariño

Como estamos en verano y hay tiempo para todo, incluso para ver por televisión los programas de cotilleo, imagino que estarán al tanto de que el rey emérito Juan Carlos veranea en una mansión de lujo, valorada en 11 millones de euros, que está situada en la pequeña isla de Nurai, a 15 minutos en barco de Abu Dabi. Lejos de su querida Mallorca y su inseparable Fortuna. Me refiero al yate, no sean malpensados. Aclaro, por sí no lo saben, que don Juan Carlos tuvo tres yates con ese nombre y otro que se llamaba Fortunita. Un pequeño velero con el que navegó algunos veranos hasta que, en 1976, siendo ya rey, mandó construir el primer Fortuna.

Pasar del Fortunita al Fortuna tampoco supuso gran cosa. El Fortuna era un yate, de 20 metros de eslora, que no alcanzaba los 30 nudos y en el que podían estar, como mucho, diez personas. Tal vez por eso tuvo una vida efímera, pues fue vendido tres años después, en marzo de 1979, y sustituido ese mismo verano por el segundo Fortuna. El Fortuna II, un regalo del amigo de don Juan Carlos, el rey Fahd de Arabia Saudí, que le obsequió con un precioso barco de 30 metros de eslora, casco de aluminio y un sistema de impulsión que no necesitaba hélices. Lo último en yates. Pero se conoce que don Juan Carlos quería más Fortuna y en 1981 mandó que lo trajeran a San Juan de Nieva, al fondeadero de Mefasa, para que le hicieran una renovación a fondo.

Mefasa se encargó de reformar la cubierta, mejorar los camarotes, aumentar la potencia de los motores y acometer una obra de envergadura que fue seguida muy de cerca por don Juan Carlos, que vino a San Juan de Nieva hasta en siete ocasiones y todas de incognito, ninguna de forma oficial.

El caso que aquellos arreglos no le sentaron muy bien al Fortuna II. Enseguida empezó a tener averías, siendo la más sonada cuando tuvo que ser remolcado por un pesquero, estando a bordo, como invitados, el príncipe Carlos de Inglaterra y la princesa Diana.

Para evitar un nuevo bochorno, Javier de la Rosa, Juan Villar Mir y, sobre todo, Mario Conde decidieron que Mefasa construyera el Fortuna III. Tenían intención de regalárselo al rey. Era 1.989 y aquel regalo sobrepasaba los mil millones de pesetas, pero el Fortuna III nunca llegó a salir de San Juan de Nieva con ese nombre. Sabino Fernández Campo aconsejó a don Juan Carlos que no lo aceptara y no lo aceptó. Si aceptó años después, en 2000, el Fortuna III que le regalaron el Gobierno Balear y una treintena de empresarios, a quienes el regalo les supuso un desembolso de 21,5 millones de euros.

No deja de ser curioso que, a día de hoy, los tres Fortuna de don Juan Carlos estén a pique. Tanto es así que Patrimonio Nacional ha puesto a la venta el último y no hay quien lo compre. Ni ofreciéndolo por una cantidad irrisoria, 2,2 millones de euros, encuentran comprador. 

Es una pena. Pero ya saben… Cuando bautizan un barco se celebra por todo lo alto, sin que falte el rito de romper una botella de champán en el casco. Sin embargo, cuando el barco envejece y muere nadie acude a su entierro. Da igual que sea un Fortuna que un simple bote de remos.

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España 


lunes, 2 de agosto de 2021

El guapo y la España fea

Milio Mariño

Puede parecer leyenda, pero es una realidad palmaria que los estadounidenses son tan torpes en geografía que sus cono- cimientos no alcanzan a los de un niño de primaria. Cualquiera que vaya a Estados Unidos y pregunte dónde está España, se encontrará con que nueve de cada diez responderán que entre Venezuela y Colombia. No aciertan ni con el mapa delante. Un sondeo reciente, hecho por National Geographic, dio como resultado que el 68 por ciento de los jóvenes estadounidenses no pudo ubicar a Japón, un 65 no encontró a Francia y un 69 por ciento tampoco encontró a Gran Bretaña.

Menuda tropa. Como para preguntarles dónde está España. Por eso no me extrañó, en absoluto, que Pedro Sánchez cosechara tantos elogios entre los americanos y las americanas que lo vieron en el programa de televisión, de máxima audiencia, Morning Joe. Nada más verlo, coparon las redes sociales y las llenaron de piropos sorprendidos de que nuestro presidente fuera tan alto y tan guapo, hablara correctamente inglés y se mostrara optimista y muy simpático. Cuando el presentador dijo que el invitado era “The Spanish Prime Minister”, seguramente esperaban por un señor bajito, moreno, malencarado y con un gran bigote colgado de la nariz. Alguien más parecido a un torero castizo que a un ciudadano inteligente y moderno.

Por el mundo adelante nos ven como dije antes. Y en cuanto a lo otro, a cómo nos consideran, la idea que tienen es que somos vagos, dormimos mucho la siesta y el resto del día lo pasamos bailando y tocando palmas. No obstante, en descargo de los estadounidenses, conviene puntualizar que la última imagen que tenían de un presidente español era la de Aznar, en el rancho de Bush, con los pies encima de la mesa, imitando el acento mejicano y fumándose un puro.

Mal que nos pese, España sigue teniendo un problema de imagen. Por ahí afuera cuesta que nos asocien con un país moderno, plenamente democrático y tan avanzado como cualquiera de nuestros vecinos europeos. Cuarenta años de franquismo pesan lo suyo. Y, a ese lastre, hay que sumar el empeño que ponen algunos para que España siga siendo la España de nuestros abuelos. Solo hay que ver cómo ha reaccionado el PP cuando supo que en Estados Unidos elogiaban a Pedro Sánchez y destacaban aspectos como su inteligencia, elocuencia y diplomacia, además de su físico, del que quedaron prendados.

Pablo Casado, enseguida salió al paso subrayando que lo que decían los americanos era que Pedro Sánchez no parecía español. Lo cual, según él, reforzaba su postura y le daba la razón. Casado sostiene que Sánchez no parece español porque no lo es. No defiende nuestros valores. Se olvida de la herencia genética que nos hace inconfundibles: la gravedad proverbial, la intolerancia y que el franquismo fue una bendición del cielo más que una dictadura fascista.

En opinión de Casado España no puede ser otra que la de siempre: la de los señores bajitos y con bigote que se oponen al divorcio, el aborto, el matrimonio homosexual, la ley de violencia de género y cualquier cosa que signifique progreso. La de los toros, la siesta y el flamenco. Ir por mundo ofreciendo una imagen distinta es ser anti español y anti patriota. Al parecer, la España auténtica es la de antes, la fea. Y esa es incompatible con un presidente guapo.


Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España