lunes, 27 de abril de 2020

Los obispos y la renta mínima

Milio Mariño

Doy por hecho que habrán leído, o se habrán enterado de que el portavoz de la Conferencia Epis- copal Española, Luis Argüello, hizo unas declaraciones en las que señaló que la postura de los obispos, sobre el ingreso mínimo vital o renta básica que prepara el gobierno, es que no debería prolongarse más allá de lo que dure, estrictamente, la crisis sanitaria pues, en su opinión, que grupos amplios de ciudadanos vivan de manera subsidiada no sería deseable para el bien común. Lo dijo así, pero traducido al lenguaje sencillo lo que quiso decir es que no están de acuerdo con que el Gobierno pague una renta básica a los más desfavorecidos porque eso podría empujarlos a no querer trabajar y fomentaría la vagancia. Con lo cual, cabe deducir que lo que temen los Obispos es que quienes reciban esos 500 euros mensuales, aprovechen para tirarse a la bartola y vivir como dice el refrán que viven los curas.

Quizá esbocen una sonrisa, pero no es para tomarlo a broma. Que los obispos españoles estén en contra de que las personas sin empleo ni ingresos puedan recibir un subsidio que les permita sobrevivir, es de un cinismo y una insensibilidad social que hiela la sangre. Sobre todo, si tenemos en cuenta que la institución que ellos representan, la Iglesia Católica, es la que recibe más subsidios en España y la que mantiene unos privilegios que, a día de hoy, son injustificables. Pero, por si no fuera bastante, hay que añadir que su postura, en cuanto a la renta básica, va en contra de la propia doctrina católica y de lo que propone Cáritas, que es la organización a la que los obispos españoles confían la lucha contra la pobreza.

La citada declaración clama al cielo. Y nunca mejor dicho porque viene a sumarse a que tampoco hay indicios de que la jerarquía católica española haya venido actuando con un mínimo de cordura. Prueba de ello es que hace un uso tan poco ejemplar del dinero público que recibe del Estado que dedica más recursos, 10 millones de euros, a financiar una cadena de televisión ultraderechista y muy deficitaria, como 13TV, mientras que, a Cáritas, solo le da 6 millones.

Buscando cuales podrían ser los motivos que llevaron a los obispos a decir lo que dijeron, he pensado que tal vez quisieran darle un palo al gobierno. Pero, si su pretensión era esa, el resultado fue que se saltaron a la torera la propia doctrina católica y les dieron un palo a los más desfavorecidos. Algo, especialmente, grave si tenemos en cuenta que el Papa Francisco reclamó, hace solo unos días, un salario universal para garantizar esa consigna tan humana y tan cristiana de que todas las personas puedan llevar una vida digna. Tarea en la que los gobiernos europeos, todos sin excepción, parecen empeñados.

Asombra, por tanto, que sus Excelencias Reverendísimas, los obispos españoles, no estén por esa labor. Se les llena la boca pregonando amor al prójimo, pero rechazan algo tan cristiano como el pan nuestro de cada día dánoslo hoy. Debe ser que no creen en el infierno ni en lo que predican porque si creyeran irían corriendo a confesarse. Han cometido el gravísimo pecado de no reconocer que hay millones de españoles que lo están pasando muy mal no porque sean vagos sino porque se han quedado sin trabajo.

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

domingo, 19 de abril de 2020

Cuando los niños de ahora sean abuelos

Milio Mariño

Acaso porque estamos ociosos y tenemos tiempo de sobra para pensar, incluso, en pasado mañana, ha ido tomado cuerpo la idea de que, en cuestión de valores y a nivel social y afectivo, saldremos muy mejorados después de esta crisis. Es lo que auguran los gurús del futuro, pero yo soy muy escéptico. Los recuerdos, en los adultos, se van volando. Somos un prodigio pasando página, por eso pienso que, poco después de que salgamos de nuevo a la calle, olvidaremos estas reflexiones y volveremos a cometer los mismos errores.

Los adultos somos así de insensatos, pero los niños son otra cosa. A los niños les quedará, para siempre, el recuerdo de estos días de encierro y no lo olvidarán mientras vivan. Suele pasarles a todos los niños que viven una situación complicada. Les pasó a los que vivieron la Guerra Civil y a los que nacieron después y vivieron, luego, la posguerra. Fue una generación que creció con el virus del miedo inoculado en vena y nunca consiguió curarse del todo. Tampoco consiguió olvidar la pobreza, el desamparo, la crueldad de los vencedores y la ausencia de libertades.

Los niños de ahora no tendrán que enfrentarse a semejantes calamidades, pero imagino que conservarán el recuerdo de estos días de encierro y se lo contarán a sus nietos. Contarán lo que vivieron, aunque tal vez no alcancen a trasladarles que, en esta época, había unos abuelos que fueron únicos en su especie. Unos abuelos que, algunos, habían vivido la Guerra Civil y otros la posguerra y la dictadura y que, pese a todo, propiciaron la recuperación del país y apostaron por la convivencia. No tuvieron una vida fácil, pero consiguieron que sus hijos estudiaran, lucharon por las libertades y lograron superar varias crisis económicas, ayudando, incluso, con lo exiguo de sus pensiones. Su vida fue más de sacrificios y privaciones que de momentos felices. Y, por si no fuera bastante, por una de esas paradojas que tiene el destino, muchos de esos abuelos acabaron muriendo en una soledad espantosa; sin tener a ningún familiar a su lado al que poder estrecharle la mano como último deseo.

Esto de los abuelos, es posible que no lo recuerden los niños de ahora cuando sean viejos, pero recordarán habérselo oído contar a sus padres. También podrán leer, si quieren, que aquella fue la generación de la Guerra Civil y lo que vino después lo que llamaron el Baby Boom, una generación que comprende a los nacidos entre 1946 y 1964.

Mi generación, la del Baby Boom, tiene nombre propio y esta, la de los niños de ahora, también tendrá el suyo. Al parecer, según varios sociólogos, van a llamarlos la Generación Coronial.

A saber, el balance que harán cuando sean abuelos. Lo que vaticinan para ellos es que tendrán una educación en casa mayor de lo esperado; que sus padres serán reticentes a enviarlos a actividades que supongan participar en grandes grupos; que esa fobia les durará hasta la madurez; y que no serán una generación que vaya tanto a conciertos y acontecimientos deportivos como las anteriores.

Nadie sabe si se cumplirán estas predicciones. Lo que parece seguro es que estos días de encierro influirán en sus vidas y que, cuando sean abuelos, contarán lo ocurrido exagerando un poco. No por alterar la historia sino porque es lo que solemos hacer los abuelos.

Milio Mariño / Artículo de Opinión publicado en la edición de Avilés de La Nueva España

jueves, 16 de abril de 2020

Vivir del sol

Milio Mariño

El problema, al parecer, ya está casi resuelto, pero cuando leí que España, en plena crisis por el Coronavirus, había comprado a China material sanitario y equipos médicos por valor de 578 millones de euros me llevé las manos a la cabeza. Tenía muy presente la reco- mendación exhaustiva de que en los chinos no se nos ocurriera comprar ciertas cosas como juguetes a pilas, un alargador eléctrico o cualquier producto cosmético. Nos advertían de que podíamos liarla parda si comprábamos lo que no deberíamos comprar en los chinos, así que ya se imaginan como me quedó el cuerpo cuando supe lo de la compra de material sanitario.

La pregunta que me asaltó entonces fue de cajón. ¿Qué pasa, que aquí, en España, no fabricamos siquiera algo tan simple como unas mascarillas o unas batas de usar y tirar? Pues, por lo visto, eso parece. En España producir, lo que se dice producir, producimos más bien poco. Aquí lo que hacemos es vivir del sol, el turismo, los servicios y la construcción. En cuestión de agricultura cosechamos lo justo, en pesca pescamos lo que nos dejan y en la industria, que ya era escasa, vamos cuesta abajo y sin frenos pues, a principios de este año, hemos pasado del 20 al 16,5%, en cuanto a su incidencia en el PIB.

La industria está así. Y, si hablamos del sector textil para que les voy a contar; fabricamos fuera, en otros países, el 85% de lo que vendemos.  En los escaparates de las tiendas y en los centros comerciales nos ofrecen ropa de aquí, pero la fabrican en China, Vietnam, Bangladés, Turquía o Marruecos. De aquí tengo miedo que no sea ni el papel de envolver.

Lo que sí es nuestro es que los empresarios estén todo el día quejándose y pidan rebajas de impuestos, reducción del coste de la energía y subvenciones. Lo de quejarse es muy nuestro, pero lo de invertir en bienes de equipo y tecnología queda para otros. Nuestros empresarios siempre vieron más rentable el pelotazo, la manera de hacer negocios a costa del Estado y los chanchullos entre amiguetes, que lo de trabajar con una base industrial sólida y un margen empresarial razonable. Ahora bien, en ingeniería contable somos los mejores del mundo.

El caso que cuando la gente se pone demuestra que es capaz de hacer cualquier cosa. Ha bastado con que algunas mujeres rescataran del cuarto trastero su máquina de coser oxidada, o que algunos artesanos improvisaran en sus talleres, para que nos pusiéramos a fabricar mascarillas como chinos.

Deberíamos tomar nota y aprender la lección. Comprar fuera lo básico del material sanitario no ha sido una anécdota o un hecho puntual. Ha sido la prueba de que dependemos, en exceso, del exterior y necesitamos más industria y más tecnología, o lo que es lo mismo, más inversión y más valor añadido en actividades productivas que son esenciales para cualquier país. No parece sensato que productos de uso común se compren fuera y tengan que venir desde el otro lado del mundo. Nuestra estabilidad y progreso debería asentarse en un verdadero modelo productivo, que es, justo, lo que no tenemos.

El reto, por tanto, no será tapar cuatro grietas y reconstruir lo que se ha venido abajo. Será edificar el solar completo. El sol y el turismo no alcanzan para sostener un país que quiere ser próspero, eficaz y moderno.

Milio Mariño / Artículo de Opinión

lunes, 6 de abril de 2020

Contribuir al derribo antes que a la solución

Milio Mariño

La tragedia del coronavirus está sacando lo mejor y lo peor de nosotros con el, espe- ranzador, resultado de que hay mucho más bueno que malo. La gente responde con sensatez y comprende las dificultades que, para cual- quier gobierno, supone en- frentarse a una situación excepcional para la que no estábamos preparados. Las muestras de comprensión, solidaridad y civismo son abrumadoras, aunque tampoco faltan los listos sabelotodo que repiten, con suficiencia, que lo que sabemos ahora ellos ya lo sabían desde el principio y debería de haberlo sabido el gobierno hace, lo menos, tres meses. Un reproche tramposo pues no vale que con los datos de ahora se juzgue y se den recetas sobre lo que se hizo y se dejó de hacer. Es como si una vez sabidos los números de la lotería dijéramos que era fácil acertar.

Desde la oposición, todo se ve más fácil. Por eso coincide, y no por casualidad, que quienes más reproches hacen y exigen más camas hospitalarias, médicos, enfermeras, mascarillas, ventiladores y un largo etcétera, son los que abogaban por bajar los impuestos y reducir los servicios públicos, incluida la sanidad. Un servicio que, con el pretexto de atajar la crisis financiera de 2008, fue sometido a severos recortes y, lejos de aumentar, su presupuesto se redujo en más de 9.000 millones de euros durante la última década. Ahí está la Comunidad de Madrid, gobernada desde hace 23 años por el PP, cuyo número de camas hospitalarias, por cada 100.000 habitantes, es de 270 frente a las 328 que tiene Asturias. Además, y para despejar cualquier duda, cabe reseñar que Asturias gasta en sanidad 1.625 euros por habitante frente a los 1.250 que gasta Madrid.

Los datos hablan por sí solos y vienen a constatar que donde gobiernan los que, ahora, son tan exigentes su política siempre fue que no necesitábamos unos servicios públicos fuertes sino todo lo contrario. Para ellos, cuanto menor sea el gasto público mejor nos irá.

Aun contando con eso, quizá por las dimensiones de la tragedia, algunos creímos que nadie se atrevería a culpar al Gobierno de las infecciones y las muertes. Nos equivocamos. Quienes menos creían en lo público, de repente, se convirtieron en los mayores defensores del sistema público sanitario y, en un inaudito ejercicio de cinismo, eludiendo cualquier responsabilidad, se lanzaron a exigir lo que saben que ni este ni ningún Gobierno puede solucionar. Pasan por alto que España, gobernada por quien gobernó los últimos ocho años, tiene hoy 30 sanitarios por cada 1.000 habitantes, frente a los 60 de Francia y el Reino Unido y los 71 de Alemania.

Ignorar esta realidad y querer sacar rédito de la tragedia es mezquino. Si quienes están en la oposición estuvieran en el gobierno, seguro que pondrían el grito en el cielo y reclamarían la adhesión inquebrantable a sus dolorosas medidas. Unas medidas que serían atender, primero, la economía y el déficit, que es lo que suelen poner por delante de las personas siempre que hay una crisis. Y, en eso están porque quitando más ayudas a las empresas no hemos visto que propongan nada para los más desfavorecidos. Lo suyo es emponzoñar cualquier decisión que se tome. Es subirse en el pedestal de la soberbia y contribuir al derribo antes que ayudar en la solución por miedo a que otros puedan capitalizar el éxito, aunque sea pírrico.

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 30 de marzo de 2020

Un sueño absurdo

Milio Mariño

Tal vez porque llevo tiempo en casa y no tengo siquiera un perro con el que salir de paseo y charlar un poco; tal vez por eso, o porque nadie sabe de lo que es capaz el cerebro cuando uno duerme y lo deja suelto, el otro día tuve un sueño de lo más absurdo. Un sueño ridículo que no tenía pies ni cabeza. Les parecerá de risa, pero soñé que un chino se comía un murciélago y el mundo entero iba a tomar por saco. Una cosa tonta ya que el capricho culinario de aquel chino sin escrúpulos provocaba una catástrofe.  Mucha gente, sobre todo los viejos, moría de una enfermedad rara para la que no había remedio, los países cerraban sus fronteras, se desplomaban las bolsas, se cancelaban los vuelos, estaba prohibido abrazarse y los que viajaban en coche tenían que hacerlo solos a no ser que fueran muy importantes y dispusieran de un chofer.

Nunca había soñado nada parecido. Fíjense si sería absurdo aquel sueño que el PP apoyaba a Pedro Sánchez y el Rey Felipe VI renunciaba a la herencia, y le quitaba la paga a su padre, para después pronunciar un discurso como quien se pone delante de un karaoke y le apuntan, con subtítulos, una canción sin música ni ritmo. Todo muy absurdo y propio de un mundo de locos. Algo así como si el país se hubiera convertido en una especie de Gran Hermano gigante, en el que la gente vivía encerrada en sus casas y todos los días, a las ocho de la tarde, se asomaba a los balcones para aplaudir, durante cuatro minutos, posiblemente a sí mismos ya que no se veía a nadie en las calles.

Yo había leído que soñar nos saca de nuestra realidad y nos hace pasar por cosas que no sucederán jamás ni de broma, pero aquel sueño era lo más surrealista que cualquiera pueda imaginarse. Surrealista en principio y según se iba desarrollando el sueño porque cada poco aparecía un señor de pelo canoso, vestido con un jersey de bolitas, y decía: háganse a la idea de que todo puede ir a peor.  Era como si avisara de que en vez de ir hacia la luz caminábamos hacia la oscuridad de un túnel cuya longitud nadie conocía. Un agujero negro que había cavado la naturaleza para vengarse del egoísmo y la prepotencia de la especie humana.

El caso que como suele suceder en los sueños, el sueño dio un giro y todo cambió en un momento. La gente salió a la calle y empezó a respirar, con sorpresa, un aire nuevo y muy fresco que invitaba a desentumecerse y comprobar si todo estaba en su sitio. Si que estaba. La lista de muertos era interminable, pero no había ruinas. Las calles, los bares, los comercios… todo estaba igual que antes. De modo que la sensación era de alivio y al mismo tiempo de rabia. Se tenía la certeza de que alguien aprovecharía aquello para acabar con el escaso bienestar que había y que los más humildes volvieran a la situación de pobreza de cien años atrás. Y, entonces, empezaron las protestas. La gente protestaba indignada, pero la respuesta siempre era la misma. Da igual que protesten, no tienen derecho a nada. Deberían estar agradecidos por haber salvado la vida.
Fue un sueño absurdo, pero tenía necesidad de contarlo.


Milio Mariño / Artículo de Opinión

lunes, 23 de marzo de 2020

Pistolas y papel higiénico

Milio Mariño

No hace tanto, cuando un país se enfrentaba a una epidemia, el miedo era perder la vida y pasar hambre y frio, pero las sociedades cambian y ahora, con la epidemia del Coronavirus, lo que más teme la gente es quedar sin papel higiénico para limpiarse el culo. Novedad que no sé si habrá que tomar como un indicador fiable del alto grado de civilización y progreso al que hemos llegado o como una muestra de que, en el proceso evolutivo, el culo ha acabado por imponerse al cerebro.

Si fuera así, me costaría aceptarlo, pero lo cierto es que hay casos, y no lo digo por lo del papel higiénico, en los que se prescinde de la materia gris y se piensa en marrón obscuro. Se piensa con el culo y el resultado acaba siendo un disparate como lo es que a una persona se le ocurra comprar una pistola cuando anuncian que la epidemia se extiende y puede afectarle.

De todas maneras, si habláramos de una persona, la cosa no sería grave. Lo grave es que hablamos de muchas, pues según el periódico Los Ángeles Times, la venta de armas en Estados Unidos aumentó un 68% desde que se anunció la presencia del virus; desde finales de febrero a mediados de marzo. Algo que a Donald Trump le parece normal y lógico, como puso de manifiesto en un mensaje de Twitter en el que dijo: "no lo necesitas hasta que lo necesites". Se refería a una pregunta, sobre el coronavirus, en la que pedían su opinión acerca de que la gente saliera corriendo a compararse un rifle o un revolver.

Dicen los expertos que, ante una situación de riesgo, el comportamiento humano responde a diversas variables que dependen del contexto donde se produzca y también de la personalidad, el nivel de formación, la edad, el sexo y la tolerancia a la frustración de cada uno. Y, a lo mejor, es por eso que mantener la cordura, en una situación de crisis, resulta tan complicado. Pero bueno, entre dos locuras provocadas por el pánico, quiero decir, entre comprar una pistola y doscientos rollos de papel higiénico, hay un trecho más amplio que el Océano Atlántico; una diferencia de cultura y de valores que se advierten en ese aire de superioridad con el que los americanos hacen las cosas y en el convencimiento de que si un problema no se resuelve por las buenas habrá que resolverlo a tiros. Así que bendita locura eso de que aquí nos dé por comprar papel higiénico como si tuviéramos que ir al váter cada cinco minutos. Siempre será más barato y, sobre todo, más inofensivo que comprar una pistola.

No les oculto que mí opinión, seguramente, estará influenciada. Pertenezco, porque ya tengo unos años, a la sufrida y heroica generación que se limpiaba el culo con papel Elefante; un papel áspero y recio, renuente a las caricias, que se vendía por unidades, envuelto en un celofán amarillo. Con eso nos limpiábamos, de modo que, para nosotros, los rollos de ahora son poesía y dulzura. Lástima que para los americanos no sean lo mismo, a pesar de que fue un americano, Joseph Gayetty, quien allá por 1857 inventó el papel higiénico para aliviarse de la comezón de las hemorroides con un papel más suave que el de las páginas arrancadas a The New York Times.


Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 16 de marzo de 2020

Virus y economía

Milio Mariño

Vivimos en un mundo que da tanta importancia a lo económico que cuando los medios informan sobre el coronavirus parece que lo hacen lamentando más la caída de la Bolsa que el número de muertos. El propio presidente del Gobierno compareció, hace poco, para tranquilizar a las empresas antes que a los ciudadanos.

Así las cosas, la crisis sigue su curso mientras la ciencia no ofrece ningún remedio y tampoco tiene muy claro cuál es el índice de mortalidad de ese virus. En principio parece bajo, pero para que no seamos optimistas y pensemos que podemos librarnos ya se encargan de anunciar, a todas horas, que no tenemos escapatoria. Si, al final, hay suerte y el virus no entra en nuestros pulmones entrará en nuestra cartera.

Lo curioso es que estamos aceptándolo como algo natural y lógico. Nos parece de lo más normal que un virus pueda afectar a la economía y provocar pérdidas millonarias, cuando lo cierto es que no tenemos ni idea de lo que pueda estar pasando ni de si tiene sentido lo que nos dicen. En realidad, no sabemos nada, pero tampoco se nos ocurre alzar la vista de los periódicos y pensar algo tan sencillo como si no estarán intentando volver a liarnos como pasa siempre con las crisis económicas.

Aunque la información venga avalada por los expertos y los analistas económicos, no me digan que no resulta asombroso que un inversor millonario se levante por la mañana, se duche, se afeite, desayune dos huevos con beicon, y al ver, en la tele, que hablan del coronavirus, entre en pánico y decida vender todas sus acciones de la compañía o el banco que sea. Si muchos inversores hicieran eso sería el caos; habría pérdidas empresariales, decaerían los dividendos y bajarían los precios de las acciones. Justo lo que dicen que está pasando, pero da la casualidad que nada baja y nada pierdes hasta que vendes y que, a lo peor, no es el mejor momento para vender. Además, para que unos vendan tiene que haber otros que compren. ¿Qué pasa que los que compran no tienen miedo al coronavirus? Por lo visto, hay inversores que no. Inversores que puede que teman por sus vidas, como todo el mundo, pero no por su dinero ya que están aprovechando para comprar y eso significa que ven que hay negocio. Así que no es cierto que las bolsas caigan porque los inversores teman al coronavirus. Temerán, seguramente, a cualquier enfermedad del dinero, que también tiene las suyas y no son una gripe o un virus.

Al hilo de todo esto, no faltan quienes apuestan por una gran conspiración. La versión “oficial” es que el coronavirus surgió, por casualidad, en un mercado de la ciudad de Wuhan, donde se comercializan animales como los murciélagos, principales sospechosos de ser portadores del virus. Esa es la versión, pero también hay quien sostiene que el virus pudo ser fabricado, a propósito, como un plan para hacer una limpia y eliminar a la gente que sobra. Llama la atención que mate, sobre todo, a los viejos. Mata a los viejos y a los de mediana edad los arruina, así que la juventud tiene la oportunidad de empezar de nuevo como si hubiera habido una guerra. No descarten la idea porque no es ninguna tontería; así es como viene funcionando nuestro sistema económico desde hace siglos.


Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España