lunes, 27 de enero de 2020

El pin pataleta

Milio Mariño

Los defensores de la escuela pública harían bien si no pasaran por alto el debate que se ha suscitado en torno al llamado pin parental, pues no sé trata, como pudiera parecer, de un hecho anecdótico planteado por casualidad en dos o tres comunidades autónomas. Se trata de una nueva ofensiva, contra el modelo educativo, emprendida por la vieja y la joven derecha, seguramente indignadas al constatar que, pese a su empeño, los niños de la escuela pública salen mejor preparados que los de los colegios privados, no por lo que se refiere a una ideología partidista, como argumentan de forma tramposa, sino en casi todas las materias y, especialmente, en lo que concierne a los derechos humanos y la enseñanza de valores éticos y sociales como la igualdad de género, el reconocimiento de la diversidad sexual y la lucha contra cualquier discriminación.

Realmente es así. Y eso explica que, cada cierto tiempo, la escuela pública sea objeto de ataques con cualquier pretexto. La educación se ha convertido en un campo de batalla, tal vez, porque se trata de un derecho social, además de un derecho político, en la medida en que uno de los fines esenciales de la escuela es preparar a los niños y las niñas para el ejercicio de la democracia, la convivencia y la libertad. Libertad que, en este caso, la ultraderecha pretende abanderar planteando una especie de objeción de conciencia frente a los contenidos obligatorios del sistema público de enseñanza.

Lo presentan de esa manera, pero la pretendida objeción de conciencia, el llamado pin parental, no deja de ser una pataleta, otra más, de quienes tienen por costumbre difamar la enseñanza pública y elogiar la concertada y la privada. Enseñanzas que, según ellos, merecen estar subvencionadas más de lo que lo están. Por eso montan la polémica, para influir en la idea de que los padres que se precien, es decir los sensatos, deberían sacar a sus hijos de la escuela pública y llevarlos a la concertada o la privada. Ese sería su sitio, pues entienden que la escuela pública queda para los hijos de la clase social más baja, los emigrantes y los marginados.

En el fondo, todo viene por eso. Denuncian un problema, que los hechos revelan inexistente, para hacer creer a los padres que la escuela pública es de baja calidad y además adoctrina, de modo que solo la concertada y, por supuesto, los centros privados garantizan que los niños reciban una enseñanza libre basada en la moral cristiana. De ahí que, de nuevo, insistan con la vieja reivindicación de que los padres tienen derecho a la libre elección de centro y al cheque escolar. Que es, en definitiva, lo que intentan forzar, obviando que nuestra Constitución no dice en ninguno de sus artículos que el Estado esté obligado a dar ayudas a las familias que quieran mandar a sus hijos a un centro privado o concertado.

Volvemos a lo de siempre. Una cosa es que la Constitución recoja el derecho de los padres a educar a los hijos conforme a sus valores y otra que el Estado tenga la obligación de darle a cada niño el modelo de educación que, para él, elijan sus padres. El Estado está obligado a ofrecer una educación pública de calidad e igual para todos. Igual para los alumnos, e independiente de las ideas políticas que puedan tener los padres.

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 20 de enero de 2020

Entre dormir y rezar

Milio Mariño

Por como luce en las imágenes del telediario, no es arriesgado pensar que Pedro Sánchez duerme como un lirón cuatro meses después de haber dicho que con Pablo Iglesias en el Gobierno no podría ni pegar ojo. Lo del sueño parece que lo ha resuelto sin necesidad de ansiolíticos. Otra cosa es el efecto que su Gobierno ha provocado en los partidos de la oposición, donde ha cundido el pánico más allá de lo que sería razonable ante cualquier nuevo gobierno.

Cuesta entender ese temor. Cuesta entenderlo porque creo que el de Pedro Sánchez será un gobierno como tantos otros. Un gobierno que abordará los problemas de forma muy parecida a como lo hicieron los anteriores. Es decir, que cambiará poco las cosas porque apenas queda margen para hacer algo muy diferente de lo que se venía haciendo. Eso lo sabemos todos y el que finja que no lo sabe, o es tonto o se hace. De modo que no hay razones objetivas para que la oposición se abone al catastrofismo y diga que nos han tocado los peores tiempos para vivir y el peor gobierno posible. Tampoco las hay para que no hubieran esperado, siquiera, ni a los cien días de rigor, pues antes, incluso, de que el presidente y los nuevos ministros y ministras tomaran posesión de sus cargos, ya fueron sometidos a una crítica feroz, anticipo de lo que les espera, que no será una oposición constructiva sino una guerra sin cuartel al objeto de derribarlos cuanto primero mejor.

Todavía está por ver la capacidad de Pedro Sánchez y Pablo Iglesias para gobernar en coalición y hacerlo de forma positiva, atendiendo al interés general. Cosa que pueden lograr porque saben que se la juegan y afrontan una responsabilidad histórica. Y saben, además, que acaban de asumir el gobierno en unas condiciones que fíjense como lo verán algunos que el cardenal arzobispo de Valencia, Antonio Cañizares, ha pedido que la gente se ponga a rezar.

En esas estamos, aunque estemos en el siglo XXI. Estamos en que algunos parecen empeñados en que cunda el pánico, dando por supuesto que una parte de la población es idiota y comulga con esa idea de que este gobierno hará que nuestro país se convierta en Venezuela. Un delirio al que contribuye, de manera importante, Monseñor Cañizares con esa petición de que se rece por España. Tan importante que no sé yo si no estará metiendo a Dios en un compromiso. Lo digo porque las oraciones, dada la posición de la iglesia, no se piden para que Dios se conmueva y ayude al nuevo Gobierno a triunfar. Se piden para que el Gobierno de Pedro Sánchez fracase. La idea es que los españoles recen para pedirle a Dios que intervenga y no permita que gobierne la izquierda. Menos mal que Dios no se deja manipular, como ya ha demostrado con creces. Así es que seguirá sin hacer caso al egoísmo de las peticiones interesadas por más que intenten sobornarlo poniéndole muchas velas y rezándole muchos rosarios.

Con todo, contando con que el presidente pueda volver a tener problemas para conciliar el sueño y que algunos recen pidiendo el fracaso, no veo razones para el pesimismo. Cierto que el nuevo gobierno afronta una tarea difícil y hasta es posible que no tenga a Dios de su parte, pero tampoco creo que lo tenga en contra.


Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 13 de enero de 2020

Maleducado no equivale a valiente

Milio Mariño

Insultar es una fea costumbre que no deberíamos adoptar nunca, pero tampoco creo que sea como para que nos rasguemos las vestiduras cada vez que oímos un insulto. Los insultos están a la orden del día; sobre todo en política. Ahora bien, hasta para insultar, cabe exigir un poco gracia. Y no digamos si se trata de sus señorías, los diputados y diputadas del Congreso, a quienes se les supone un nivel de inteligencia y cultura que debería ser suficiente para que pudieran ponerse de vuelta y media sin recurrir a la descalificación grosera y el insulto chabacano.

No fue el caso de lo que oímos en el pasado debate de investidura. Unos insultos tan gruesos y tan vulgares que de aplicarse en el Congreso las normas que, ahora, rigen en los campos de futbol mucho me temo que el debate se hubiera suspendido por los gritos de los hooligans de algunos partidos políticos. Y es que, allí, se dijo de todo. Asesinos, terroristas, sinvergüenzas… Y alguna que otra lindeza como que un diputado del PP bromeara sobre la condición de discapacitado de Pablo Echenique.

Por cómo estaba el ambiente, esperaba un debate duro, pero no esperaba el nivel de bronca ni los insultos y los malos modos que mostraron los partidos de derechas. No esperaba esa prepotencia y esa superioridad chulesca con la que se arrogan la representación de todos los españoles, al tiempo que desprecian a quienes no están de acuerdo con sus ideas. No esperaba tantas ofensas y vulgaridades, tanta mala educación, ni tanto odio y rencor en un debate político que debería haber discurrido con más respeto y decoro.

Admito que la derecha pueda estar muy cabreada y no soporte la idea de que España tenga un gobierno de izquierdas, pero el respeto a la democracia debe estar por encima de todo. No lo está, en este caso, porque la derecha española parte del supuesto de que solo ellos tienen legitimidad para gobernar. Cualquier resultado que no les permita ejercer el poder lo consideran un accidente. Les cuesta asumir la democracia, es como si no supieran debatir y dialogar cuando están en minoría. Por eso recurren a los insultos, las exageraciones y las rabietas y acaban portándose como niños maleducados a los que se les ha privado de un preciado juguete.  

Lo deseable, para la gran mayoría, hubiera sido que la bronca no sustituyera al debate y que los diputados y diputadas, aunque de ideologías diferentes, hubieran apostado por el reto de hacer propuestas para construir una España mejor. Y con esto no quiero decir que no hubiera gente que disfrutó viendo a sus señorías insultándose a voz en grito, pero cabe preguntarse cuántos españoles se sintieron, de verdad, representados por quienes se portaron como el bocazas maleducado que insulta y arma un follón, a la vez que presume de que portarse así es un gesto de valentía y de audacia. Es dar un paso adelante y demostrar, a España, que no son eso que algunos llaman la derechita cobarde.

Mal, muy mal iría la cosa si pensáramos que los diputados que se portaron de una forma tan lamentable son audaces y muy valientes. Peor todavía si identificáramos como cobardes a quienes no respondieron a los insultos y se empeñaron en defender los valores de la democracia. Valores como la moderación, la tolerancia y el diálogo.


Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 6 de enero de 2020

Los Reyes Magos y no se hable más

Milio Mariño

Aquí, por casa, estamos de fiesta. Celebramos el seis de enero porque en mi casa entran los Reyes Magos y no entra Papá Noel. No entra porque no le dejamos entrar, ni aunque venga avalado por el consenso internacional y prometa que los renos se quedarán fuera, con unos pañales puestos para que no ensucien la calle. Ya está bien de importar costumbres de otros países que no tienen nada que ver con nosotros ni con nuestra cultura. Son muchos años y muchas veces de pasar por lo mismo como para que a uno le engañen con mayor o menor disimulo. Así que ya digo, en mi casa entran los Reyes Magos y no se hable más.

La decisión es tan rotunda que no tendría por qué dar explicaciones, pero si tengo que darlas las doy. Y no me refiero a que el motivo sea, solo, preservar una antigua tradición, hay más cosas que algunos tomarán a broma, pero la broma sería no tenerlas en cuenta. Sería pensar que eso de que quieran que triunfe Papá Noel y que los Reyes Magos vayan perdiendo terreno, hasta desaparecer, ocurre por casualidad. De casualidad nada de nada, se trata de una operación que responde a un objetivo económico.

Pueden acusarme, si quieren, de recurrir al chiste fácil, pero, en el fondo, aplican el mismo criterio que emplean para todo lo demás. Los Reyes Magos eran, por así decirlo, fijos de plantilla hasta que los poderes económicos empezaron a subcontratar a ese barbudo de rojo que viene la víspera de Navidad y acabará ahorrando, ya lo verán, dos puestos de trabajo y una fiesta del calendario.
Tampoco es nuevo, es lo que suelen hacer con nosotros. Empiezan contándonos que todo seguirá igual, pero la idea es reducir gastos de modo que el trabajo de tres lo haga uno y además en un día que ya era festivo. Total, que amortizan una fiesta, dos puestos fijos y el engorro de los camellos, que son más costosos que un par de renos.

Tal vez suene a chiste, pero lo que subyace es eso. Dicen: es por los niños. Para que puedan disfrutar de los juguetes y los regalos en los primeros días de vacaciones y no al final. Y un cuerno. Es para que las tiendas lo vendan todo en diciembre y el dos de enero puedan empezar las rebajas con total comodidad. Es la puñetera globalización y el interés comercial, lo que lleva a ese empeño de querer meternos a Papá Noel, aunque sea con calzador.

Si quieren más pruebas solo tienen que fijarse en que los Reyes Magos son parte de una empresa de toda la vida, más de 2000 años, que desarrolla su actividad en el mercado español y suramericano. Una empresa que nunca tuvo intención de implantarse en otros países, pero en el mundo globalizado, tal como están los negocios, no ser agresivo equivale a la muerte. Equivale a que aparezca alguien como ese gordo ambicioso, inventado por Coca-Cola, a quien no le basta con lo que tiene, quiere coparlo todo.

Pues bien, ya puede querer lo que quiera y seguir intentándolo con mil campañas publicitarias que, en mi casa, quienes seguirán trayendo los regalos son los Reyes Magos. Por lo que se dijo antes, porque hoy no sería fiesta y porque, además, tampoco podríamos disfrutar del Roscón de Reyes.


Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 30 de diciembre de 2019

Propósitos para 2020 y después

Milio Mariño

Hoy, y sobre todo mañana, estamos obligados a brindar por el año nuevo. Un brindis que solemos hacer con la frase de rigor. Ya saben: salud y suerte. Pero no estaría mal que a esas palabras añadiéramos aquello que dijo Nietzsche: “Quien tiene un por qué para vivir puede soportar, casi, cualquier cómo”. Una reflexión a tener en cuenta pues encarar la vida con un propósito es lo que nos permite seguir adelante y darle sentido a nuestra existencia.

El propósito al que me refiero no son las promesas que solemos hacer estos días con la idea de empezar a cumplirlas pasado mañana, cuando despertemos de la moña y la farra de nochevieja. El propósito ha de ir más allá del aquí y ahora, ha de ser eso que nos haga saltar de la cama con la motivación suficiente para enfrentarnos a la vida, de modo que consigamos vivir de la mejor manera posible y no ser víctimas de las circunstancias.

No es fácil, ya lo sé. Sobre todo, porque, mientras brindamos por la salud y la felicidad, insisten en amargarnos el brindis con noticias negativas sobre la situación política, la economía, la contaminación, el clima y cualquier cosa que se les ocurra para evitar que pensemos que podemos mejorar, aunque solo sea un poco. El objetivo es que tiremos la toalla y acabemos convenciéndonos de que, estemos como estemos, nuestra aspiración a futuro debe ser no ir a peor, lo cual ya sería un triunfo.

La realidad va por ahí. Así que no debería extrañarnos que el último día del año mucha gente decida coger una moña y olvidarse de todo. Son tantas cosas las que tenemos en contra que llega el momento en que nos puede la impotencia y acabamos pronunciando esa maldita frase que soporto a duras penas. Me refiero a cuando nos encojemos de hombros y decimos: es lo que hay. Frase que significa que lo que hay no nos gusta, pero tenemos que aceptarlo porque las circunstancias son las que son y no cabe otra que resignarse.

Esto que digo lo sufro como el primero, no vayan a pensar que soy inmune al desaliento. Todo lo contrario. Suelo venirme abajo con más frecuencia de la que quisiera, solo que he descubierto una formula muy barata y muy eficaz para darme ánimos. Cuando estoy en mis horas bajas me asomo por la ventana y me fijo en un árbol que hay en el pequeño jardín que tengo delante de casa. Un árbol que está al borde mismo de la calle y aguanta con una dignidad asombrosa todo lo que le viene encima. La fría escarcha, la lluvia, los vientos huracanados, el bufido toxico de los autobuses y hasta los corrosivos orines de unos perros que no tienen culpa de que sus amos los animen a usar los árboles como urinarios.

Eso hago. Me fijo en el árbol y pienso que sigue, ahí, orgulloso y dispuesto a no arredrarse ante nada. Quién sabe si en vez de ser un ciprés le hubiera gustado ser un manzano, pero asume la realidad, en todos sus sentidos, y supera los inconvenientes y los días tristes porque tiene un propósito vital que cumplir. De modo que, en mi opinión, si logramos plantearnos un propósito y nos empeñamos en conseguirlo, no solo podremos superar las adversidades, sino que las convertiremos en un desafío.

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 23 de diciembre de 2019

En Navidad, desconecta para conectar

Milio Mariño


Uno, que ya tiene sus años, se siente antediluviano cuando intenta recordar aquellas nochebuenas en las que no había teléfono móvil, ni Facebook, Instagram o WhatsApp. No crean que fue hace tanto, pero parecen sacadas de la noche de los tiempos por lo mucho que han cambiado las cosas. También las familias, que antes eran más una piña y a ninguna se le ocurría pasar esa noche fuera de casa, en una casa rural, como al parecer se ha puesto de moda. La nochebuena se pasaba en casa, generalmente con los abuelos, hablando entre todos y compartiendo risas y confidencias. Pero llegó el teléfono móvil y, sin que apenas nos diéramos cuenta, consiguió que cambiáramos nuestras costumbres, incluso las más arraigadas.

La sensación puede ser que el móvil lleva una eternidad con nosotros, pero no es para tanto. Fue a principio de los noventa, cuando, para animar la nochebuena, los de “Martes y 13” cantaban aquello de “Maricón de España” o “Mi marido me pega” y nos partíamos de risa sin que nadie pensara que se mofaban de los homosexuales o hacían chistes de un problema tan grave como la violencia machista. En aquel tiempo, 1993, empezaba a comercializarse MoviLine, el primer servicio de telefonía móvil para quienes pudieran permitírselo porque un móvil costaba 120.000 pesetas de las de entonces y darse de alta otras 25.000, mientras que el salario mínimo era de 58.000 pesetas al mes.

Aquello fue el comienzo de lo que vendría luego, unas redes sociales que tardarían en llegar, pues Facebook llegó en 2004, Twitter en 2006 y WhatsApp en 2009. Que es como quien dice ayer, hace solo diez años, pero ahí están y han cambiado nuestras costumbres de una forma que si uno se para a pensarlo no puede por menos que sorprenderse. Aunque bueno, no sé si será sorpresa el resultado de una encuesta en la que se apunta que el año pasado solo dos de cada diez hogares españoles lograron pasar la cena de nochebuena sin ningún teléfono móvil sobre la mesa.

El dato da que pensar, pero lo curioso es que la mayoría de los que confesaron que en nochebuena habían puesto el móvil al lado del pan, entre los cubiertos y el plato, están en desacuerdo con esa forma de proceder. Un 77% de los encuestados confesó haber tenido la sensación de que, durante la cena, estaban más pendientes del teléfono que de lo que hablaban en familia. Por otra parte, un 44% admitió que, para ellos, era más importante recibir un mensaje que lo que se estaba tratando en la mesa en ese momento.

Podemos admitirlo como normal y no darle importancia, pero la encuesta refleja hasta qué punto estamos condicionados por el móvil. Cosa que entendió mejor que nadie una compañía sueca de muebles que el año pasado lanzó su campaña navideña invitándonos a reflexionar sobre este comportamiento que asumimos, casi, como normal y quizá deberíamos replantearnos. La campaña tenía como lema desconecta para conectar y su intención era convencernos de que apagáramos el móvil, o lo dejáramos fuera de nuestro alcance, cuando nos sentáramos a la mesa para cenar en nochebuena. Planteaba algo tan sencillo como que intentáramos hacer lo que hacíamos antes de que los móviles condicionaran nuestras vidas. Simplemente que charláramos con nuestra familia sin interrupciones y mirándonos a la cara como en una conversación normal.


Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 16 de diciembre de 2019

Luces que no alumbran la verdad

Milio Mariño

Paseando al anochecer, con las luces de Navidad ya encendidas, recordé que hemos pasado de unas calles iluminadas con apenas cuatro bombillas, cosa que ocurría hace nada, cuando decían que la crisis obligaba al ahorro, a este derroche de luz y adornos en el que ningún Ayuntamiento quiere quedarse atrás y todos justifican el gasto como una inversión que atrae a los visitantes y hace que aumenten las ventas en los comercios y en el sector hostelero.

Seguramente es verdad, pero esto que se dice ahora también era válido hace unos años, cuando presumían de gastar poco porque había otras prioridades antes que emplear el dinero en bombillas de navidad. Además, tampoco vale la disculpa de que entonces estábamos en crisis porque hay multitud de avisos en el sentido de que la economía ha frenado su crecimiento y podemos estar a las puertas de otra recesión. Cosa que, por lo visto, ahora da igual pues cada Ayuntamiento rivaliza en poner más bombillas que nadie y ninguno habla de que hay que ahorrar. Madrid ha destinado cuatro millones de euros para iluminar sus calles, Vigo anda por el millón y medio y el resto sigue la moda, según las posibilidades de cada cual.

No tengo por qué ocultarlo; me gustan las calles iluminadas. Me gusta la luz y el color porque creo que influyen positivamente en nuestro estado de ánimo, pero pienso que no estamos para derroches y me llama la atención que se pase de la nada al todo con tanta facilidad. Debe ser que el término medio no les vale porque, a lo mejor, consideran que es para los mediocres.

Así es que nada, todo a lo grande. Vengan bombillas y adornos para que la clase media disfrute y se olvide de que un poco más allá de donde alcanzan las luces sigue habiendo penumbra y gente que lo pasa mal. Y no crean que son pocos pues según los datos del INE y Eurostat, relativos al mes de octubre, en España hay 12,3 millones de personas que están en riesgo de pobreza o exclusión social. La percepción puede ser que hemos mejorado, pero estamos peor. Tenemos un nivel de pobreza mayor que el de antes de la crisis y somos el tercer país con más desigualdad de Europa, solo por detrás de Bulgaria y Lituania.

La intención no es amargarles las navidades, es evitar que las luces nos deslumbren y nos impidan ver la realidad. Tenemos una ciudad bonita que, incluso, luce mejor adornada, pero en la que también hay necesidades sociales que no deberíamos olvidar. Necesidades que, en ningún caso, se solucionan con más bombillas sino siendo sensatos en la distribución del presupuesto municipal y la forma de repartir el gasto, pues ese porcentaje de la población que pasa dificultades sigue ahí, aunque no lo veamos, y su poder de compra no depende de la cantidad de luces que se instalen en las calles. Al contrario, cuantas más luces haya más se darán cuenta de que no les alumbran a ellos. Por eso parece absurda esta carrera de las bombillas que, al parecer, se inició en Vigo y han copiado los ayuntamientos que hace nada iban de pobres y, ahora, aparentan que se han vuelto ricos sin darse cuenta de que, en realidad, lo que alumbran con el exceso es la desigualdad en la que vivimos.

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España