Los defensores de la escuela
pública harían bien si no pasaran por alto el debate que se ha suscitado en
torno al llamado pin parental, pues no sé trata, como pudiera parecer, de un
hecho anecdótico planteado por casualidad en dos o tres comunidades autónomas.
Se trata de una nueva ofensiva, contra el modelo educativo, emprendida por la
vieja y la joven derecha, seguramente indignadas al constatar que, pese a su
empeño, los niños de la escuela pública salen mejor preparados que los de los
colegios privados, no por lo que se refiere a una ideología partidista, como
argumentan de forma tramposa, sino en casi todas las materias y, especialmente,
en lo que concierne a los derechos humanos y la enseñanza de valores éticos y
sociales como la igualdad de género, el reconocimiento de la diversidad sexual y
la lucha contra cualquier discriminación.
Realmente es así. Y eso explica que,
cada cierto tiempo, la escuela pública sea objeto de ataques con cualquier
pretexto. La educación se ha convertido en un campo de batalla, tal vez, porque
se trata de un derecho social, además de un derecho político, en la medida en
que uno de los fines esenciales de la escuela es preparar a los niños y las
niñas para el ejercicio de la democracia, la convivencia y la libertad. Libertad
que, en este caso, la ultraderecha pretende abanderar planteando una especie de
objeción de conciencia frente a los contenidos obligatorios del sistema público
de enseñanza.
Lo presentan de esa manera, pero
la pretendida objeción de conciencia, el llamado pin parental, no deja de ser una
pataleta, otra más, de quienes tienen por costumbre difamar la enseñanza pública
y elogiar la concertada y la privada. Enseñanzas que, según ellos, merecen
estar subvencionadas más de lo que lo están. Por eso montan la polémica, para influir
en la idea de que los padres que se precien, es decir los sensatos, deberían sacar
a sus hijos de la escuela pública y llevarlos a la concertada o la privada. Ese
sería su sitio, pues entienden que la escuela pública queda para los hijos de la
clase social más baja, los emigrantes y los marginados.
En el fondo, todo viene por eso. Denuncian
un problema, que los hechos revelan inexistente, para hacer creer a los padres
que la escuela pública es de baja calidad y además adoctrina, de modo que solo
la concertada y, por supuesto, los centros privados garantizan que los niños
reciban una enseñanza libre basada en la moral cristiana. De ahí que, de nuevo,
insistan con la vieja reivindicación de que los padres tienen derecho a la
libre elección de centro y al cheque escolar. Que es, en definitiva, lo que intentan
forzar, obviando que nuestra Constitución no dice en ninguno de sus artículos
que el Estado esté obligado a dar ayudas a las familias que quieran mandar a
sus hijos a un centro privado o concertado.
Volvemos a lo de siempre. Una
cosa es que la Constitución recoja el derecho de los padres a educar a los
hijos conforme a sus valores y otra que el Estado tenga la obligación de darle
a cada niño el modelo de educación que, para él, elijan sus padres. El Estado
está obligado a ofrecer una educación pública de calidad e igual para todos. Igual
para los alumnos, e independiente de las ideas políticas que puedan tener los
padres.
Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España
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