Insultar es una fea costumbre que
no deberíamos adoptar nunca, pero tampoco creo que sea como para que nos
rasguemos las vestiduras cada vez que oímos un insulto. Los insultos están a la
orden del día; sobre todo en política. Ahora bien, hasta para insultar, cabe
exigir un poco gracia. Y no digamos si se trata de sus señorías, los diputados
y diputadas del Congreso, a quienes se les supone un nivel de inteligencia y
cultura que debería ser suficiente para que pudieran ponerse de vuelta y media
sin recurrir a la descalificación grosera y el insulto chabacano.
No fue el caso de lo que oímos en
el pasado debate de investidura. Unos insultos tan gruesos y tan vulgares que
de aplicarse en el Congreso las normas que, ahora, rigen en los campos de
futbol mucho me temo que el debate se hubiera suspendido por los gritos de los hooligans
de algunos partidos políticos. Y es que, allí, se dijo de todo. Asesinos,
terroristas, sinvergüenzas… Y alguna que otra lindeza como que un diputado del
PP bromeara sobre la condición de discapacitado de Pablo Echenique.
Por cómo estaba el ambiente,
esperaba un debate duro, pero no esperaba el nivel de bronca ni los insultos y
los malos modos que mostraron los partidos de derechas. No esperaba esa
prepotencia y esa superioridad chulesca con la que se arrogan la representación
de todos los españoles, al tiempo que desprecian a quienes no están de acuerdo con
sus ideas. No esperaba tantas ofensas y vulgaridades, tanta mala educación, ni
tanto odio y rencor en un debate político que debería haber discurrido con más
respeto y decoro.
Admito que la derecha pueda estar
muy cabreada y no soporte la idea de que España tenga un gobierno de izquierdas,
pero el respeto a la democracia debe estar por encima de todo. No lo está, en
este caso, porque la derecha española parte del supuesto de que solo ellos
tienen legitimidad para gobernar. Cualquier resultado que no les permita
ejercer el poder lo consideran un accidente. Les cuesta asumir la democracia, es
como si no supieran debatir y dialogar cuando están en minoría. Por eso
recurren a los insultos, las exageraciones y las rabietas y acaban portándose como
niños maleducados a los que se les ha privado de un preciado juguete.
Lo deseable, para la gran mayoría,
hubiera sido que la bronca no sustituyera al debate y que los diputados y diputadas,
aunque de ideologías diferentes, hubieran apostado por el reto de hacer
propuestas para construir una España mejor. Y con esto no quiero decir que no
hubiera gente que disfrutó viendo a sus señorías insultándose a voz en grito,
pero cabe preguntarse cuántos españoles se sintieron, de verdad, representados por
quienes se portaron como el bocazas maleducado que insulta y arma un follón, a
la vez que presume de que portarse así es un gesto de valentía y de audacia. Es
dar un paso adelante y demostrar, a España, que no son eso que algunos llaman
la derechita cobarde.
Mal, muy mal iría la cosa si
pensáramos que los diputados que se portaron de una forma tan lamentable son audaces
y muy valientes. Peor todavía si identificáramos como cobardes a quienes no
respondieron a los insultos y se empeñaron en defender los valores de la
democracia. Valores como la moderación, la tolerancia y el diálogo.
Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España
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