lunes, 3 de junio de 2024

Turismo caro, o cruz

Milio Mariño


El turismo ya no es el maná que contribuyó al progreso de nuestro país, ahora se ha convertido en un denostado recurso que suscita tantas críticas y protestas que cualquiera que decida tomarse unos días vacaciones no podrá librarse de la mala conciencia de que está destruyendo el planeta.

A mí me da igual porque nunca me he considerado un turista. Y no crean que lo digo porque jamás me haya puesto sandalias con calcetines, lo digo porque no creo que lo fuera cuando iba a Hospital de Órbigo a secar y curarme del reuma, ni tampoco cuando luego, durante quince años, fui a Portugal. Aclaro que Estoril y el Algarbe ni de lejos. Me movía entre Aveiro, Nazaré y Peniche, que debe ser lo que llaman turismo barato.

Seguramente por eso nunca me consideré un turista. Seguía siendo un trabajador que aprovechaba los bajos precios del país vecino para disfrutar de la playa y el sol con mi mujer y mis hijos. Cosa que aquí también podía hacer, pero no me alcanzaba para pasar un mes y vivir como vivía allí.

Me gusta disfrutar, soy así de raro. No soy de esos a quienes les encanta sufrir y pasar calamidades en vacaciones. Esos que pagan una fortuna para ir a un país cuyo aliciente es que lo mismo puedes encontrarte con una tribu ataviada con su traje típico, incluido el Kaláshnikov, que con una gastroenteritis que te lleve a terminar las existencias de papel higiénico en la región. En mí caso, el deseo de vivir aventuras lo saciaba matando mosquitos en la ribera del Órbigo o en Portugal comiendo bacalao a la brasa hasta para desayunar.

Con estos antecedentes, estarán de acuerdo en que nunca tuve motivos para considerarme un turista. De todas maneras, no puedo evitar sentirme aludido cuando hablan del turismo de baja calidad y, sobre todo, cuando dicen que ese turismo, el de los pobres, es insostenible.

Me cuesta entender que la gente se eche a la calle pidiendo un turismo de más calidad. Y entiendo menos que hagan suyo el discurso de que el turismo barato contamina el medio ambiente y es culpable de que suba el alquiler de las viviendas ya que los pobres tienen la mala costumbre de pasar sus vacaciones en pisos de mala muerte y no en hoteles de cuatro estrellas.

Algo debió pasar para que, de pronto, como en una revelación divina, nos diéramos cuenta de que el  turismo barato solo genera contaminación y pobreza.  Físicamente, los pobres son un estorbo y, en cuanto a la estética, quedan fatal. Empiezan clavando la sombrilla y poniendo la toalla en la arena, a las siete de la mañana, luego se abren paso a codazos para conseguir una cerveza y acaban durmiendo y roncando la mona como cachalotes al sol.

Aunque la realidad fuera esa sigo sin entender que la gente corriente, los que viven de un sueldo precario, estén en contra del turismo barato. Aquí, al paraíso, que no vengan los que no tengan dinero, gritan ofendidos. Y, al parecer, no podemos llamarlos clasistas, sino responsables y respetuosos con el medio ambiente. Pero ahí no acaba la cosa. La solución, según tengo entendido, es que quienes han ahorrado durante todo el año, para permitirse unos días de  vacaciones, lo encuentren todo más caro y así, por el bien de todos, se queden en  casa.

 

Milio Mariño 7 Artículo de Opinion / Diario La Nueva España

lunes, 27 de mayo de 2024

Trabajamos gratis y, encima, nos riñen

Milio Mariño

Igual es una apreciación personal, no quiero generalizar, pero tengo la impresión de que la prepotencia y la chulería están ganando terreno y ser educados y amables supone, cada vez más, una muestra de debilidad. Sobre todo cuando quien nos abronca confunde el silencio prudente con que aceptamos nuestra inferioridad, cosa que sucede bastante a menudo.

 La amabilidad está en crisis. Casi siempre que vamos al banco, al juzgado, el ayuntamiento y sitios por el estilo, nos encontramos con alguien, altanero y soberbio, que presume de su insolencia y nos dispensa un trato que no merecemos. No reivindico el halago, solo pido que no me consideren imbécil ni justifiquen sus malos modos como legítima defensa. Que no digan que están de trabajo hasta las cejas y culpen a mi impericia con las nuevas tecnologías el delito de que les haga perder el tiempo y tengan que resolver lo que debería haber resuelto yo si no fuera lo ignorante y torpe que soy.

Este comportamiento, de intimidación y desprecio, ha ido en aumento desde que la digitalización empezó a extenderse y abarca todos los ámbitos de nuestra vida. Cada vez con más frecuencia, nos obligan a que hagamos online lo que no habíamos hecho nunca: desde comprar entradas para el cine hasta presentar la declaración de la renta, pagar un recibo, una multa o cualquier trámite.

Por lo visto, a nadie le importa si tenemos dificultades para entender cómo funciona internet, ni si estamos conectados o disponemos de un smartphone o un ordenador y sabemos usarlo.  La ley dice muy claro que cada ciudadano puede elegir entre realizar el trámite online o en persona, lo que prefiera, y no se le puede obligar a que lo haga por vía telemática. Solo recoge esa opción, como posibilidad, si el interesado dispone de capacidad económica, técnica, dedicación profesional u otros motivos que aseguren que tiene medios electrónicos y capacidad para usarlos. Además, la Ley de procedimiento administrativo común establece que los ciudadanos tienen derecho a ser asistidos en el uso de los medios electrónicos.

 En teoría la ley nos protege, pero del dicho al hecho hay un trecho que algunos no quieren ver. Los avances tecnológicos deberían propiciar que nuestra vida fuera más cómoda y más sencilla. Y, en general, así es.  No se discute que internet, para muchas cosas, sea el paraíso, pero para otras, y para algunos, termina siendo un infierno.

Hay gente que lo está pasando mal con los trámites a través de la red. Según el Instituto Nacional de Estadística, seis de cada diez usuarios se quejan de lo complicado que les resulta hacer gestiones online, pero es muy difícil argumentar este inconveniente porque vivimos en una burbuja idealista en la que imperan los conceptos más que la realidad. Una realidad que está ahí y lo que transmite, aunque quieran liarnos, no tiene nada que ver con la discusión sobre si la tecnología es buena o mala, sino con el sentido de cómo se está aplicando.

Infinidad de trámites que suponían un coste importante para las empresas, los bancos y las diferentes instancias del Estado, ahora los hacemos nosotros. Estamos ahorrándoles mucho dinero porque, sin consultarnos, han acabado por endosarnos buena parte de la burocracia. Esa es la cuestión. Prometieron que nos harían la vida más fácil y resulta que estamos trabajando gratis para ellos y, encima, nos riñen.


Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 20 de mayo de 2024

Bares y “fiestas de prao”

Milio Mariño

Cuando leí que los hosteleros asturianos exigían a las autoridades una regulación más estricta de las “fiestas de prao”, pensé que algo raro debía estar pasando para que hicieran una cosa así.

España es un país de bares y Asturias la comunidad española con más bares por habitante. Un record que nadie sabe cuánto puede durar porque los bares de toda la vida, esos lugares históricos de animadas tertulias y parroquianos jugando al mus, están en crisis. Igual no es como para considerar que son una especie en peligro de extinción, pero no pinta bien. Se reproducen poco, apenas hay bares nuevos, y el número de muertes aumenta sin parar. Según SADEI, el año pasado cerraron en Asturias 224 bares, a los que hay que sumar otros 215 que lo hicieron el año anterior.

Viendo estos datos los hosteleros debieron entrar en pánico, pero nada indica que las “fiestas de prao” sean competencia desleal ni la causa de que cierren tantos bares. Pedir que regulen, aún más, las fiestas populares no arregla el problema. Las asociaciones de vecinos y comisiones de festejos, que trabajan para que las romerías no acaben desapareciendo, ya tienen que hacer frente a sinfín de trámites y permisos, pólizas de seguros e informes de todo tipo.

Los bares son una institución muy querida y no deberían ponerse en contra de las “fiestas de prao”. Deberían hacer hincapié en lo suyo y apelar a la famosa canción: “Bares, qué lugares tan gratos para conversar”… que cantaba Gabinete Caligari, allá por 1986, a ritmo de pasodoble pop. La música era agradable y, en cuanto a la letra, comparto la idea de que los bares son lugares gratos para conversar y fueron la primera red social antes de que apareciera Washapp. Dudo que alguien pueda sostener, con pruebas, que los cierres que se están produciendo sean debidos a causas ajenas y no a la selección natural que impone la especie.

Si aceptaran jugar a las adivinanzas les pasaría lo que a mí, que no fui capaz de adivinar cuántos bares puede haber en Avilés. Calculando que serán muchos, la cifra que digan apuesto que será inferior a la real. Ahí va el dato: en el censo del año pasado, Avilés figura con 798 bares, uno por cada 94,6 habitantes.

Así, de primeras, parece una oferta excesiva. La media en España es de un bar por cada 175 habitantes, pero en otros países el ratio es bastante mayor: en Inglaterra hay un bar por cada 500 y en Francia uno por cada 350.

No es extraño, por tanto, que en Europa apenas entiendan ni vean con buenos ojos nuestra relación con los bares. Dicen que nos quejamos de lo cara que está la vida, pero que los hogares españoles destinan un 15% de sus ingresos al consumo en bares y restaurantes. Un porcentaje que es el doble que Francia y más del triple que Alemania.

Envidia cochina. Nuestros sueldos son más bajos, pero nos las arreglamos para salir todos los días de bares y disfrutar como verderones. Debe pasarles, supongo, como a nosotros con el vecino, que no sabemos de dónde saca el dinero pero vive como un rey. Así que tengamos la fiesta en paz. Sería lamentable que creáramos un conflicto donde no lo hay. Los bares y las “fiestas de prao”, lejos de ser incompatibles, son complementarios.

 

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 13 de mayo de 2024

No estaban muertos, estaban tomando cañas

Milio Mariño

Fue ver las imágenes de la policía de Nueva York desalojando el campus de la Universidad de Columbia, por las protestas de los estudiantes que piden el final de la guerra de Gaza, y mi memoria rebobinó la película de cuando peleábamos por la democracia y contra el imperialismo yanqui. Fue como un revival en el que aparecíamos gritando libertad sí, OTAN no y bases fuera.

Por aquel entonces, los jóvenes de Estados Unidos también protestaban contra una guerra, la del Vietnam, pero creíamos que era una protesta egoísta. Protestaban para que no los reclutaran y los mandaran allí y, por tanto, no nos parecía justo que se dijera que eran la vanguardia de la juventud mundial. La vanguardia éramos nosotros, que corríamos delante de los grises, a riesgo de acabar en la cárcel por repartir cuatro octavillas.

El inexorable paso del tiempo hizo que dejáramos de ser jóvenes y que quienes nos sucedieron se olvidaran de las protestas aunque tuvieran razones para protestar. Primero los Millennials y luego la Generación Z, perdieron todo interés por la política y los temas sociales. Les preocupaba su supervivencia más que implicarse en la lucha por una sociedad mejor. Por eso que cuando estalló la crisis financiera volvimos a ser nosotros, ya abuelos, los que salimos a la calle mientras los jóvenes estaban en casa, sentados en el sofá y disfrutando del ordenador.

Los jóvenes de entonces se quejaban de ser una generación precaria de desempleados y trabajadores mal pagados, que seguían dependiendo de sus padres, pero pasaban de protestar. Hubo como un rayo de luz cuando apareció el 15M y los  indignados acamparon en las ciudades y se interesaron por la política. Fue visto y no visto porque, poco después, volvieron al sofá y a posiciones más a la derecha en la escala ideológica. Así que muchos de los abuelos que vivimos la época que comentaba al principio, sonreímos de oreja a oreja cuando vimos a los jóvenes americanos enfrentándose a la policía y protestando contra la guerra de Gaza.

Por supuesto que lo celebramos. Un poco avergonzados, eso sí. En el fondo aún perviven aquellos prejuicios anti yanquis que nos impiden reconocer que los jóvenes americanos y los movimientos civiles de Estados Unidos cambiaron la historia para mejor. Todavía nos cuesta aceptarlo pero, aunque sea a regañadientes, reconocemos el mérito y nos alegramos al tiempo que nos fastidia que vuelvan a ser ellos los protagonistas de la lucha y la rebelión.

Habíamos llegado a creer que la juventud solo iba a lo suyo y había caído en manos del consumismo, las redes sociales y la ultraderecha.  La falta de implicación de los jóvenes en las reivindicaciones cotidianas, la poca participación electoral y el cuestionamiento de la democracia nos hacían ser pesimistas. Sin saberlo estábamos reproduciendo lo que decía Sócrates hace 2.500 años: la juventud ama el lujo, no posee la cultura del esfuerzo, tiene malos modales y no respeta a los mayores.

La memoria suele meternos en estos líos. Aprovecha cualquier resquicio para que los abuelos nos creamos estupendos y comparemos el presente con la visión de un pasado que nos retrata como modélicos. Echábamos de menos que los jóvenes fueran rebeldes y protagonizaran el cambio que el mundo necesita. Temíamos que llegaran a viejos mirándose el ombligo, pero la sospecha era infundada.  La juventud no estaba muerta, estaba tomando cañas.

 

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 6 de mayo de 2024

La indiferencia no nos hace inocentes

Milio Mariño

En algún sitio leí, no recuerdo dónde, que con los años, a medida que nos hacemos mayores, se produce un cambio de enfoque vital y abordamos los problemas sin el dramatismo de cuando éramos jóvenes. Tal vez por eso, no me pareció ridículo, ni tampoco irresponsable, que Pedro Sánchez se tomara unos días para pensar sí debía tirar la toalla y aceptar la realidad, o merece la pena luchar por cambiarla.

Voy más allá. Me parece bien que un presidente del Gobierno, sea del signo que sea, reflexione e invite a los ciudadanos a que lo hagan. Pero, claro, no me puedo olvidar de que nuestros usos y costumbres no permiten esa flaqueza. El Presidente no tiene derecho a reflexionar y, menos aún, a confesar que está harto, dolido y agotado. Lo suyo es que sufra y aguante, pues para eso lo han elegido. Si, realmente, estuviera como dice, lo razonable sería que se quitara de en medio, que asumiera que el país debe ser gobernado por los elegantes señores de toda la vida y no fuera tan tiquismiquis como para molestarse cuando lo insultan.

La degradación del debate público y el desprestigio de la democracia no son de ahora, hace tiempo que vienen siendo alentados por algunos sectores del poder político, económico, judicial y periodístico. Tampoco es exclusivo de España. En la vecina Francia, el Presidente Emmanuel Macron acaba de salir al paso de una noticia, difundida por muchos medios, en la que se decía que su esposa es un transexual que regentó prostíbulos de menores antes de casarse con él. La noticia era falsa, pero una vez difundida, Macron tuvo que desmentirla y, como sucede en estos casos, nunca lo conseguirá del todo, siempre quedará alguien que diga: cuando el río suena...

Deformar la realidad, crear bulos y noticias falsas ha pasado de ser un juego o una broma inofensiva a convertirse en un peligro social. Las mentiras siempre han existido, pero ahora tienen una dimensión y un efecto que nunca antes habían tenido. Antes vivíamos en un mundo más estable, más lleno de certezas. Posiblemente fuéramos más ignorantes, pero sabíamos lo necesario para distinguir lo verdadero de lo falso. Ahora, por comodidad o por vagancia, prolifera el no querer saber, el encogernos de hombros y ahorrarnos el esfuerzo de pensar. Es más, si la noticia falsa favorece nuestros intereses, o nuestra ideología, somos más favorables a darla por buena que si va en contra nuestra.

La ideología condiciona nuestro comportamiento ante los bulos. Hay bulos que nos resultan cómodos y agradables. Nos reafirman en nuestras convicciones, actúan como una pequeña descarga interna de satisfacción y pasamos por alto que estén manipulando nuestras vidas y utilicen nuestras alegrías o nuestros enfados como una forma insidiosa de hacer política.

Para algunos, que son muchos, no hay mejor receta que la indiferencia. Dicen que lo mejor es que no nos metamos en líos, que pasemos de la política y los políticos. Podría ser una opción, pero no significa que el problema desaparezca o no nos afecte. Supone engañarnos a nosotros mismos y seguir adelante sin tener en cuenta las consecuencias. Más tarde o más temprano, la realidad acabará por alcanzarnos y entonces ya no valdrá ignorarla ni lloriquear alegando que no hemos participado ni tenemos culpa de nada. La indiferencia no nos hace inocentes. Nos hace cómplices de lo que sucede.


Milio Mariño / Diario La Nueva España / Artículo de Opinión

lunes, 29 de abril de 2024

Hacienda somos otros

Milio Mariño

A veces, el azar nos depara sorpresas que son como un equipaje a propósito para andar por la vida mejor. Esta reflexión viene a cuento porque justo ahora, en pleno período de la declaración de la renta, acaba de aparecer un libro escrito por Carlos Cruzado y José María Mollinedo, dos técnicos del Ministerio de Hacienda que se han atrevido a poner negro sobre blanco: “Los Ricos no pagan IRPF”.

 El libro, aunque lo parezca, no es de ficción. Es un ensayo que analiza la evolución de los impuestos en España, desde que se instauró la democracia hasta nuestros días.  

Conviene leerlo. No contiene recetas mágicas que nos ayuden a pagar menos impuestos. No va de eso. Analiza la ineficacia de un sistema tributario que se diseñó en los años 70 y al que le han ido poniendo parches que no añaden más justicia. La idea era que sirvieran para dar alcance a un fraude que les lleva mucha ventaja y no se deja coger ni aunque le prometan impunidad. Un ejemplo esclarecedor fue lo que ocurrió con la amnistía fiscal de Montoro, aprobada en 2012 por el Gobierno de Mariano Rajoy.

Al margen de que la citada amnistía acabó siendo inconstitucional, cinco años después de que se aprobase, la mayoría de los que se acogieron a ella continuaban defraudando, una vez regularizado el fraude anterior. Les perdonaron la penitencia, pero se olvidaron del propósito de enmienda y volvieron a pecar. La gratitud les duró lo justo para convencerse de que seguirían recibiendo la misma comprensión y el mismo trato de favor.

Ejemplos así no ayudan mucho ni apuntalan la idea de que Hacienda somos todos. La gente corriente, los pobres para entendernos, actuamos movidos por el miedo más que por una utópica concienciación. El razonamiento es sencillo: Quienes tienen mucho dinero defraudan y no les pasa nada, pero tú eres un pobre diablo y si no pagas van a por ti y te crujen vivo.

Que te crujen es seguro. La Agencia Tributaria tiene al 80% de sus efectivos persiguiendo al pequeño y mediano contribuyente. Solo el 20% de sus técnicos e inspectores trabaja en el seguimiento de las grandes fortunas y los presuntos grandes defraudadores. Además de que son pocos, se las tienen que ver con asesores expertos y sociedades creadas exprofeso para evadir y eludir impuestos.

La lógica elemental induce a pensar que si Hacienda quisiera perseguir el fraude, debería centrarse en las empresas, las multinacionales y las grandes fortunas, que son las que tienen la mayor parte del dinero en España. Centrarse en los pobres es ir a lo fácil. Así que eso de que Hacienda somos todos, tururú que te vi morena.

No sé si saben aquello de que un elefante, aunque sea pequeño, siempre será un animal grande. Pues en esas estamos; con el grande no hay quien pueda. Según un informe de la Fundación La Caixa, el fraude fiscal en el IRPF se situó en 7.101 millones de euros en 2017, que es el último año con datos disponibles.

Tantos miles de millones es imposible que puedan escaquearlos los que viven a duras penas. Que son, precisamente, los que más vigila Hacienda. Así que por mucho que digan que Hacienda somos todos, al final resulta que Hacienda somos otros. Somos los que cobramos un sueldo o una pensión y, aunque queramos, no podemos defraudar ni un céntimo.

 

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 22 de abril de 2024

La vergüenza de Gaza

Milio Mariño

Si tomáramos como referencia lo que ocurre en Gaza, el ser humano sería, con mucho, el peor animal sobre la tierra. El único que siente placer y disfruta con la muerte y el sufrimiento de otros. El más cruel y despiadado, capaz de urdir atrocidades con el azufre de sus entrañas.

Cuesta asumir que una persona diga, como dijo la ministra de Igualdad Social de Israel,  May Golan: “Estoy orgullosa de la destrucción causada por el Ejército en la Franja de Gaza y de que cada bebé, incluso dentro de 80 años, le cuente a sus nietos lo que hicieron los judíos". Unas declaraciones que se enmarcan dentro de la misma dinámica mostrada por su colega en el Gobierno, el Ministro de Finanzas, Bezalel Smotrich, quien dijo, públicamente y con orgullo, que es racista, homofóbico y partidario del fascismo. A su vez, el presidente, Isaac Herzog afirmó que en Gaza nadie es inocente, que todos son responsables y por tanto un objetivo militar legítimo. Y, apoyando la postura de su jefe, Yoav Gallant, ministro de Defensa, se refirió a los palestinos como animales con apariencia humanoide.

 Estas declaraciones explican que la barbarie y el terror campen a sus anchas en Gaza. Lo que resulta más difícil de explicar es que ni la convención de Ginebra, ni la ONU ni, prácticamente, ningún Gobierno estén haciendo nada para evitarlo. Algunos se han atrevido a protestar, aunque tímidamente y con la boca pequeña, y otros incluso lo aplauden. Zelenski, Presidente de Ucrania, protagoniza el sinsentido de apoyar incondicionalmente a Israel y votar en contra de todas las resoluciones sobre Gaza.

Sabemos poco de lo que, realmente, ocurre allí porque no dejan que entren periodistas de otros países y, en cuanto a los que había, 103 han muerto asesinados en apenas seis meses. Lo que tenemos es el testimonio de alguna ONG como Médicos sin Fronteras, que habla de niños que nacen de madres heridas o muertas, médicos que operan sin anestesia, más de cien menores muertos, o gravemente heridos, al día, y muchas personas, sobre todo ancianos, que están muriendo de hambre y de sed. Una realidad aterradora que hace de Gaza un lugar incomparable con el de cualquier otra guerra. Un infierno en el que casi no hay energía eléctrica, ni  agua, gas, comida y medicamentos. Un cementerio de niños, como dijo el secretario general de la ONU, Antonio Guterres.

La pregunta inevitable es: ¿Por qué no detienen esta barbarie?  Por qué los Gobiernos no explican cómo es que pasan los días y no intervienen para poner fin a este exterminio salvaje.  Qué ocurre para que el mal siga campando a sus anchas y traten de convencernos de que nuestro bienestar depende de que miremos para otro lado. Cómo hemos llegado a la ridiculez de pedir a Israel que afine la puntería y no mate a los cooperantes de las ONG y a considerar un logro que dejen entrar a 10 camiones con ayuda humanitaria. Nos conformamos con eso. Nuestra indiferencia y deshumanización es estremecedora. Lamentamos lo que está ocurriendo y creemos que, con lamentarlo, alcanza para no ser cómplices.

Con todo, nada indica que la situación vaya a cambiar. Los que mandan en Israel insisten en seguir destruyendo y matando y demuestran que no han leído a Séneca, quien decía que un solo bien puede haber en el mal: la vergüenza de haberlo hecho.


Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España