A mí me da igual porque nunca me
he considerado un turista. Y no crean que lo digo porque jamás me haya puesto sandalias
con calcetines, lo digo porque no creo que lo fuera cuando iba a Hospital de
Órbigo a secar y curarme del reuma, ni tampoco cuando luego, durante quince
años, fui a Portugal. Aclaro que Estoril y el Algarbe ni de lejos. Me movía
entre Aveiro, Nazaré y Peniche, que debe ser lo que llaman turismo barato.
Seguramente por eso nunca me
consideré un turista. Seguía siendo un trabajador que aprovechaba los bajos
precios del país vecino para disfrutar de la playa y el sol con mi mujer y mis
hijos. Cosa que aquí también podía hacer, pero no me alcanzaba para pasar un
mes y vivir como vivía allí.
Me gusta disfrutar, soy así de
raro. No soy de esos a quienes les encanta sufrir y pasar calamidades en
vacaciones. Esos que pagan una fortuna para ir a un país cuyo aliciente es que
lo mismo puedes encontrarte con una tribu ataviada con su traje típico,
incluido el Kaláshnikov, que con una gastroenteritis que te lleve a terminar las
existencias de papel higiénico en la región. En mí caso, el deseo de vivir
aventuras lo saciaba matando mosquitos en la ribera del Órbigo o en Portugal comiendo
bacalao a la brasa hasta para desayunar.
Con estos antecedentes, estarán
de acuerdo en que nunca tuve motivos para considerarme un turista. De todas
maneras, no puedo evitar sentirme aludido cuando hablan del turismo de baja
calidad y, sobre todo, cuando dicen que ese turismo, el de los pobres, es
insostenible.
Me cuesta entender que la gente se
eche a la calle pidiendo un turismo de más calidad. Y entiendo menos que hagan
suyo el discurso de que el turismo barato contamina el medio ambiente y es culpable
de que suba el alquiler de las viviendas ya que los pobres tienen la mala
costumbre de pasar sus vacaciones en pisos de mala muerte y no en hoteles de
cuatro estrellas.
Algo debió pasar para que, de
pronto, como en una revelación divina, nos diéramos cuenta de que el turismo barato solo genera contaminación y pobreza.
Físicamente, los pobres son un estorbo y,
en cuanto a la estética, quedan fatal. Empiezan clavando la sombrilla y
poniendo la toalla en la arena, a las siete de la mañana, luego se abren paso a
codazos para conseguir una cerveza y acaban durmiendo y roncando la mona como
cachalotes al sol.
Aunque la realidad fuera esa sigo
sin entender que la gente corriente, los que viven de un sueldo precario, estén
en contra del turismo barato. Aquí, al paraíso, que no vengan los que no tengan
dinero, gritan ofendidos. Y, al parecer, no podemos llamarlos clasistas, sino
responsables y respetuosos con el medio ambiente. Pero ahí no acaba la cosa. La
solución, según tengo entendido, es que quienes han ahorrado durante todo el
año, para permitirse unos días de
vacaciones, lo encuentren todo más caro y así, por el bien de todos, se
queden en casa.
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Milio Mariño