lunes, 7 de octubre de 2013

Cuando lo bueno es malo

Milio Mariño

No sé lo que está pasando. No sé por qué, todo lo que creíamos bueno, ahora resulta que es malo. Reconozco que ya desde siempre, desde que éramos niños, nos venían mintiendo sobre lo bueno y lo malo, pero lo grave es que las mentiras de nuestros padres, las que solían emplear para salir airosos de una situación inesperada o comprometida, se han convertido en el recurso preferido de nuestras autoridades, a la hora de justificar las medidas que más daño nos hacen. Es como si a una persona de cincuenta años le siguieran diciendo que tenga cuidado, que no puede tragarse el chicle porque quedaría pegado a sus intestinos y tardaría siete años en digerirlo.

A mí es lo que me decían cuándo, de niño, me daban chicle. Por eso digo que no sé lo que está pasando, no sé si es que somos víctimas de una fantasía, infantil y delirante, que apuesta por convencernos de que todo lo que creíamos bueno es malo y que solo alcanzaremos la felicidad y el bienestar si transformamos lo bueno en malo y lo malo lo hacemos aún peor. No sé en virtud de qué lógica demente nuestros gobernantes insisten con el argumento de que aquello que considerábamos bueno nos estaba haciendo un daño tremendo. Es decir, que estábamos medio podridos: llenos de pústulas, infecciones de todo tipo y fistulas anales por donde supurábamos el exceso de derechos, y de dinero, que la administración del Estado había tenido a bien regalarnos.

Y nosotros tan tranquilos, creyendo que no era malo que a los jubilados y los enfermos crónicos les pagaran las medicinas y tuvieran el amparo de una Ley de Dependencia a la que podían acogerse en caso de necesidad.

Nuestra ignorancia llegaba al punto de que tampoco creíamos que fuera bueno que a un obrero le rebajaran el sueldo, le aumentaran la jornada y pudieran despedirlo, de hoy para mañana, sin que el empresario tuviera que justificar la medida ni le costara un euro el despido. Pero, al parecer, según el Presidente del Gobierno y la ministra del ramo, que se hayan devaluado los sueldos y hayamos perdido un montón de derechos no solo es bueno, es buenísimo. Tanto es así que de ello depende la recuperación del país.

Ninguna persona sensata hubiera pensado que la solución a la crisis fuera destruir las conquistas sociales, pero cada día que pasa es más evidente que de eso se trata, que consiste en transformar todo lo bueno en malo, incluidos, claro está, servicios públicos tan esenciales como la sanidad y la educación.

Quiere decirse que la solución no estaba, como creíamos, en buscar y encontrar nuevas fórmulas, sino en lo más clásico de la creación española: el timo de la estampita. En dar gato por liebre e insistir en la mentira, la estafa, el sablazo y el choriceo, practicado desde las más altas esferas, tan altas que el brazo de la ley nunca consigue alcanzarlas.

Los halcones del sobresueldo aseguran que ese es el camino. Y no solo eso sino que nos tratan como si fuéramos niños. Manejan el concepto bueno o malo como si no estuviera establecido un criterio universalmente válido para determinar su significado y cierran el círculo con una frase que Balzac solía recordar de su padre: “No estoy dispuesto a seguir discutiendo con gente que no está de acuerdo conmigo”.

Milio Mariño/ Artículo de Opinión/ Diario La Nueva España

miércoles, 2 de octubre de 2013

Mi lio Semanal

Milio Mariño

Nun hai meyor cosa que xubilase pronto pa trabayar a destayu. Al mio artículu selmanal en La Nueva España, los rellatos de: Tuvieron nel Paraísu, que toi escribiendo, voi publicando equí tolos sábados y, entá, nun sé si los atrocaré nun llibru, amiesto, dende mañana mesmu, una collaboración selmanal nel Programa, de Marcos Vega, Noche tras Noche, de la RPA, la Radio pública del Principáu d’Asturies.

Asina que si cualquier xueves, a partir de les 9,30 la nueche, ponéis la radio y oyís a unu falar de: Mi lio Semanal, esi que fala soi yo. Dígolo porque, mialma, me paeció que nun taba por demás avisalo.

lunes, 16 de septiembre de 2013

Donan Pher, el emperador del bolígrafo

Milio Mariño

Nunca hubiera imaginado que donde hubo hornos de acero habría barracas de feria, pero ahí estuvieron, junto al coloso Niemeyer, un escenario fantástico en el que esperaba revivir el olor a manzana de caramelo y algodón de azúcar que recordaba de cuando los caballitos, el tiro al blanco, el vaivén, el tren de la bruja, los coches de choque, la noria y las tómbolas, se instalaban en Las Meanas.

Apenas encontré diferencia. La feria casi parecía la misma, incluidos los feriantes que también parecían los mismos con roulottes más modernas. Eché de menos los grandes árboles de Las Meanas, la pareja de baturros pisando uva y un personaje que me vino a la memoria como si el subconsciente quisiera sumarse a la fiesta y regalarme un recuerdo de propina.

El personaje, algunos quizá lo recuerden, era Donan Pher, un vendedor de bolígrafos que los lunes de mercado acudía a la plaza de abastos y por Pascua y San Agustín se ponía a la entrada de Las Meanas, con su salacot, su traje de explorador, sus gafas de montura metálica, una sombrilla, una mesa atestada de bolígrafos y un tenderete del que colgaba fotos descoloridas en las que aparecía con dos leones y una serpiente pitón, debajo de unas palmeras.

Donan Pher me fascinaba, no conseguía entender como aquel hombre, para mi idéntico a Livingstone, se dedicaba a vender bolígrafos. Lo imaginaba víctima de alguna desgracia que le había obligado a dejar de vivir aventuras, remontando el rio Zambeze, y me daba pena que acabara vendiendo bolígrafos por las ferias de los pueblos. Recuerdo que decía, con machacona insistencia: “Sigo con la enfermedad de vender barato. Ofrezco kilómetros de escritura. El bolígrafo es el mejor amigo del hombre. Podría ser el perro, pero nadie puede llevar un perro en el bolsillo de su chaqueta”.

Al final le perdí la pista. No sé si fue que dejó de venir por Avilés, o yo dejé de verlo, pero un día desapareció y no volví a saber de él hasta esta primavera en Pamplona. Estaba en la terraza del Café Iruña, charlando en una improvisada tertulia, cuando alguien dijo: Así que asturiano, lo mismo que Donan Pher, el Emperador del Bolígrafo. La sorpresa fue de aúpa. Allí me contaron que desde los años cincuenta hasta no sabían cuándo Donan Pher era asiduo de las fiestas de San Fermín. Luego, cuando regresé a casa, me puse a buscar y allá a finales de Mayo, supe algo más.

Donan Pher, (Fernando leído al revés) era Fernando Velázquez López, natural de Pola de Siero y vendedor charlatán que recorría los mercados y fiestas de Asturias, y, por lo visto, también las de Pamplona, ofreciendo bolígrafos de todas clases y colores. Las fotos, con la serpiente Pitón, los leones y el fondo de palmeras, las había hecho en el Zoo de Madrid. El acento, que yo creía extranjero, era un defecto en el habla a consecuencia de una mala prótesis que le había colocado un mal dentista al que acudió para que le arreglara la boca y le pusiera dos dientes de oro.

Descubrir la verdad, lejos de decepcionarme, añadió más encanto a su recuerdo. Un encanto que debieron ver los de Kukuxumusu, que en 1996 lo incluyeron en una curiosa camiseta, homenaje a San Fermín.

Donan Pher, falleció en La Barganiza, Siero, en agosto de 2010, a los 86 años de edad.

Milio Mariño / Artículo de Opinión/ Diario La Nueva España






lunes, 9 de septiembre de 2013

País asturiano

Milio Mariño

Conozco a unos cuantos que no estudiaron en Harvard pero, desde que se jubilaron, es como si hubieran adquirido una sabiduría inmensa que les lleva a opinar de todo y a indignarse si les comento una duda. Tú lo que tienes que hacer es dejarte de fantasías, es ir a lo práctico, respondieron cuando les pregunté si el Día de Asturias había que celebrarlo el 8 de septiembre, que es domingo, o al día siguiente, que es lunes y festivo.

Lo propio sería el domingo. El domingo es cuando el obispo de Oviedo dice misa en Covadonga y hay romería en Villaviciosa. Dijeron.

De acuerdo, pero entonces: ¿qué celebramos el lunes? ¿A qué viene que sea fiesta si no celebramos nada?

No supieron contestarme. Se encogieron de hombros, atornillaron la frente con su dedo índice y me dejaron por imposible. Claro que, tampoco, nunca nadie me contesta cuando pregunto si somos un país, una nacionalidad, una patria, una comunidad, un principado, una provincia o una región geográfica.

Depende de a quién pregunte somos una cosa u otra. Ahora, eso sí, todos coinciden en que Asturias nunca fue reconocida como nacionalidad histórica, de modo que lo nuestro, a nivel oficial, debe ser parecido al “nacionalismo getafeño” que decía Julio Camba. “No le den vueltas, una nación se hace lo mismo que cualquier otra cosa. Con un millón de pesetas yo me comprometo a hacer, rápidamente, una nación de Getafe”.

Al final, no sé si por falta de medios o porque Camba no quiso, Getafe no llegó a proclamarse independiente. Si lo hicieron Jumilla, Murcia, Cartagena, Sevilla, Alcoy, Cádiz, Algeciras, Almansa y Andújar, que se proclamaron repúblicas, en tiempos de Pi y Margall, cuando en España triunfaba el nacionalismo. Años después, Asturias también fue independiente, incluso con moneda propia, pero como no lo somos, ni lo vamos a ser, me gustaría que nos llamaran país. País Asturiano, lo mismo que está establecido para el País Vasco. Y no crean que lo digo por aquello de culo veo culo quiero, lo digo porque Asturias, para mí, es país. Es mi país, al margen incluso de connotaciones nacionalistas o políticas, solo por el hecho de que así fue como nuestros antepasados se referían a lo nuestro: Carro del país, vaca del país, manzana del país, fala del país…

Es muy probable que a los nacionalistas, y a los no nacionalistas, no les guste la propuesta. Imagino por donde pueden ir los reproches. País es sinónimo de lugar, es algo propio y peculiar relacionado con el territorio y sus límites geográficos, mientras que nación, o nacionalidad, se refiere a las personas, no a la tierra, y se caracteriza por reconocer que poseen una serie de elementos culturales y étnicos que las distingue de las demás.

Conozco la diferencia, sé que nación, o nacionalidad, no es igual que país. Pero insisto en que me gusta país, no solo por lo que dije sino porque “paisano” y “paisaje” derivan directamente de ahí y, sobre todo, porque el Diccionario de Autoridades traduce la frase latina “ubique ídem” por "todo el mundo es país.

Queda claro que no apuesto por el nacionalismo decimonónico ni por Asturias como Principado Borbónico. La propuesta que hago, además de parecerme adecuada, es económica y previsora. La “P” puede servirnos para lo de ahora y para País Asturiano. Estando en crisis, como estamos, no estaría justificado derrochar el dinero en nuevos letreros.


Milio Mariño/ Artículo de Opinión/ Diario La Nueva España

lunes, 2 de septiembre de 2013

Cines de barro

Milio Mariño

No sé si será que ya se avecina el otoño o que cuando supe que cerraba “El Marta” recordé aquello que decía Antonio Machado: todo pasa y todo queda pero lo nuestro es pasar. Así que cuando pase el tiempo quizá haya quien considere que el cierre del único cine que había en Avilés fue un acontecimiento que mereció ser contado como una catástrofe cultural. Una catástrofe largamente anunciada que, al final, se produjo porque las autoridades cooperaron lo suyo subiendo el IVA de las entradas del ocho al veintiuno por ciento.

Esto que digo, a propósito del Marta y de todos los cines que fueron cerrando, es lo que opina un vagabundo frustrado que dice lo que piensa y se siente impotente ante la soberbia de quienes utilizan subterfugios para culpar a las preferencias colectivas del cierre de tantas salas. Es esa rabia que uno siente cuando percibe que se impone el falaz argumento: “entre todos la mataron y ella sola se murió”. Frase que suena a coartada para dejar impunes a los que dictan la pauta de lo que es y no es rentable.

Con todo, a pesar de la catástrofe, no pierdo la esperanza. Quiero creer que los hijos de nuestros nietos también experimentarán y vivirán aventuras, como nosotros las vivimos: frente a una pantalla grande, a oscuras, con palomitas, junto a nuestro primer amor, haciendo crecer los sueños y las ilusiones.

Los que vivimos aquella época en la que cualquiera podía ir al cine sin salir de su barrio, consideramos que el cine forma parte de nuestra cultura y contribuyó a despejar nuestra mente para que fuera más libre, más soñadora y menos susceptible a las manipulaciones. Pero, quien sabe, a lo peor solo estoy justificando un arrebato de nostalgia, un enternecimiento otoñal muy difícil de evitar cuando alguien de mi edad se enfrenta a la realidad de una epidemia que afecta al cine en pantalla grande hasta el punto de que, en los primeros meses de este año, cerraron 150 cines en España y ya son muchas las capitales de provincia y ciudades de más de cien mil habitantes que no tienen ni un solo local donde poder ver una película.

Si la memoria no me falla, en Avilés y alrededores teníamos un despliegue de cines que era una delicia: Clarín, Palacio Valdés, Florida, Marta y María, Almirante, Chaplin, Ráfaga, Canciller, Las Vegas, Patagonia, Bango, Divad… Que por cierto sobrevivió a un incendio, que se produjo cuando proyectaban “El Coloso en llamas”, pero no pudo sobrevivir a la epidemia que decíamos antes y que algunos ven lógica y coherente, en una sociedad en la que parece que todos sus intereses están en conflicto con los nuestros.

Hoy la realidad está llena de calles con escaparates vacíos y locales cerrados que nos devuelven a un pasado que tal vez fuera mejor. Nos quedamos sin cines y nos vamos quedando sin librerías. Y, como hay quien dice que uno es lo que ve, parece lógico que nuestro papel sea escandalizarnos. Una ciudad sin cines es un estado de ánimo. Por eso Avilés está triste, siente pena de no tener siquiera un cine. Sabe que le han privado de un placer asequible y no acepta lo que, al parecer, es la causa real de la pérdida. Que, tal como se han puesto las cosas, no es negocio que la gente se divierta pagando solo seis euros.


Milio Mariño/ Artículo de Opinión/ Diario La Nueva España

lunes, 26 de agosto de 2013

Las vacas tristes

Milio Mariño

Fieles a la cita, las vacas vuelven a desfilar por la pasarela del Concurso Exposición de Ganado y enseñan sus tetas a los miles de visitantes que acuden, como todos los años, a ese certamen más que centenario que se celebra, en Avilés, coincidiendo con las fiestas de San Agustín.

Podría decirlo de otra manera pero la realidad es así. Las vacas, además de dar leche, participan en desfiles y tienen que someterse a una preparación más dura incluso que la de algunas top model. Si creen que exagero solo tienen que acercarse por el recinto ferial. Las vacas, no todas pero sí la mayoría, lucen unas tetas que asombran por su tamaño. La explicación es sencilla. Los ganaderos copian de las mujeres que aumentan sus pechos, valiéndose de lo que sea, y recurren a los más sofisticados trucos para que las vacas impresionen al jurado y al público en general.

Ya sé que algunos, y sobre todo algunas, dirán que la comparación no hace al caso. Llevan razón. Las vacas, a diferencia de las mujeres, no aumentan el tamaño de las tetas por su propia voluntad, son víctimas de una violencia doméstica que podría considerarse maltrato animal.

Aprecio mucho a los animales y ese aprecio me llevó a la sensación de que las vacas, en general, parece como que siempre estuvieran tristes. A lo peor es que sufren. Y, aunque cabe la disculpa de que todo el mundo sufre, qué quien no padece del reuma, tiene un pariente en el paro o un hijo que suspendió matemáticas, conviene reflexionar. Las vacas no tienen vanidad, de modo que si por ellas fuera no aceptarían nunca esa tortura de distorsionar sus tetas para conseguir una supuesta belleza que, aparte de cruel, resulta cómica.

El caso que centrados, casi exclusivamente, en otros animales domésticos, como los gatos y los perros, muchos ignorantes, entre los que me cuento, dábamos por cierto que la tristeza de las vacas era de nacimiento. Es decir, que las vacas eran tristes por naturaleza y que su tristeza no se debía a posibles trastornos emocionales o problemas de convivencia. Vivimos una época en que lo cómodo es no complicarse, es aceptar la tristeza como algo innato y no hacer preguntas. Bastantes problemas tenemos como para preocuparnos por las vacas.

Afortunadamente no todos piensan así. Ahí están los científicos, abordando investigaciones que, muchas veces, no trascienden a las primeras páginas de los periódicos para evitar que los ignorantes pongamos el grito en el cielo y repliquemos con la monserga de que investigar ciertas cosas es derrochar el dinero.

Seguro que muchos, y las autoridades por supuesto, juzgaríamos innecesario que se investigara la tristeza de las vacas. Pues bien, un grupo de científicos argentinos, coordinados por Atilio José Mangold, abordó ese problema y llegó a la conclusión de que la tristeza bovina es real y puede curarse.

"La tristeza de las vacas puede y debe curarse porque, aparte del sufrimiento, lleva implícita la muerte de muchos animales", manifestó, en declaraciones a la BBC, Atilio José Mangold, investigador del INTA y responsable de un estudio científico, publicado por la revista BBC Mundo, en el que señala que mediante la administración de un fármaco, llamado “Bio-Jajá”, de cien vacas tratadas, las cien se pusieron contentas. De modo que no caben disculpas. A las vacas hay que tratarlas bien y si, aun así, siguen tristes, darles una pastilla.


Milio Mariño/ Artículo de Opinión/ Diario La Nueva España

lunes, 19 de agosto de 2013

Comer pescado lejos del mar

Milio Mariño

Hablando con un madrileño, tuve que oír que el pescado que comemos aquí es tan bueno y tan fresco como el que se come en Madrid. Ahí queda eso, y lo curioso es que lo dijo como un halago pues, según él, lo bueno que pueda haber en provincias siempre va para la capital.

Seguro que sí. De todas maneras, como estoy muy de acuerdo con aquello que decía Agustín Moreto, que nadie se sabe librar de un bobo, sino otro bobo, procuré no contradecirlo por miedo a que siguiera halagándome con la fabada madrileña, o el pitu de La Gran Vía.

Lo que sí hice, al volver a casa, fue repasar unas notas en las que había escrito que hasta hace poco, hasta casi los años sesenta del siglo pasado, lo que entendemos por comer pescado, pescado fresco se entiende, solo podían comerlo quienes vivían cerca del mar o a un día o dos de camino. Debió ser por eso, porque a los ricos y los nobles de Castilla les resultaba imposible comer pescado fresco, que el pescado tuvo fama de que alimentaba poco, apenas tenía sabor y no podía compararse con la carne; de ahí que la iglesia lo pusiera como penitencia, en las vigilias y las témporas.

A Madrid llegaba poco pescado y el poco que llegaba era de río. Francisco Martínez Moñino apunta que el menú de palacio, en tiempos de Felipe IV, era de cuarenta platos, pero solo había tres de pescado: empanada de truchas, truchas cocidas y truchas en escabeche.

Quiere decirse, a tenor del menú de palacio, que ni el Rey ni los nobles comían pescado fresco. Comían pescado de río y no en muy buenas condiciones, pues una gacetilla, fechada el 16 de agosto de 1.616, informaba que la Reina había padecido un grave ataque de fiebre que los médicos achacaron a un pastel de anguilas, del que también había comido la Condesa de Berlips, a la que, también, hizo mal.

El problema del pescado era, lógicamente, su transporte. Mucho después de aquel incidente, en 1.728, los antepasados de quienes hoy son dueños de ALSA, tenían un servicio de carruajes que transportaba personas y mercancías entre Asturias y Madrid, pero tardaban más de seis días en hacer el viaje. De modo que por mucho que metieran el pescado entre nieve, que está por ver, era imposible que, a Madrid, llegara pescado fresco.

El ferrocarril y el automóvil redujeron el tiempo de transporte pero la revolución en la conservación de alimentos y, sobre todo, del pescado, llegó con el refrigerador industrial, que fue descubierto en 1.876, aunque no se transformó en lo que luego serían los frigoríficos hasta 1.931, y no llegaría a España hasta 1.952, que fue cuando empezaron a comercializarse las primeras neveras, a un precio exagerado. Un precio que fue reduciéndose aunque, once años después, en 1963, una nevera costaba 9.914 pesetas y un obrero ganaba 1.800 al mes. Así es que hace poco, muy poco tiempo, que la gente de tierra adentro come pescado fresco.

Lo de poco tiempo lo digo yo, que utilizo una forma de medir, tal vez, muy particular. Siempre digo, y es verdad, que aunque solo fuera por unos días, llegó primero el hombre a la luna que una nevera a mi casa. No obstante, lo de comer pescado fresco creo que empecé a comerlo cuando dejé el biberón.


Milio Mariño/ Artículo de Opinión/ Diario La Nueva España