lunes, 9 de septiembre de 2024

Cuando los otros son nosotros

Milio Mariño
Los ociosos que este verano hayan tenido la idea de aprovechar los días nublados para dar un paseo por las calles de la villa o cualquiera de sus barrios,  asistirían, seguramente, al concierto de algún martillo neumático, alguna sierra cortando azulejos o al espectáculo de una nube de polvo saliendo por la ventana y delatando el derribo de un tabique a porrazos.

Nada extraordinario. Lo normal, dentro de lo previsto. Y es que, no solo las bicicletas, las reformas, las chapuzas y las ñapas también son para el verano. En verano, la gente aprovecha para reformar su vivienda, los contratistas hacen su agosto y los inmigrantes encuentran trabajo. Trabajan en lo que antes hacíamos y ya no hacemos porque exige mucho esfuerzo y está mal pagado. Así que es falso que vengan a quitarnos el trabajo.

 Qué vienen es cierto, pero se apañan con lo que les dejamos, que suele ser lo peor porque cada vez hay menos de los nuestros que trabajen doblando el lomo. Por eso, los que vemos cargando con cestos y sacos de escombro, son todos de otros países. No cuesta identificarlos, los delata su físico y el vestuario. Piel color caramelo, o más obscura, y camisetas y pantalones a juego con los cascotes y el polvo.

Cada obra, de las que vi este verano, estaba formada por una especie de pequeña ONU de la chapuza que reunía distintas nacionalidades. Indígenas mejicanos, nativos del Magreb y negritos del África tropical, que no deben ser tan hábiles con los pies como para vivir del futbol. Varios idiomas, culturas y religiones distintas y un punto en común: la necesidad de sobrevivir trabajando honradamente.

A los inmigrantes, los distinguimos fácil porque no son nosotros. Nosotros ya estábamos aquí y ese sentimiento de pertenencia fortalece nuestra autoestima y nos hace creer que tenemos autoridad y poder para decidir si los que vienen pueden quedarse o no.

 En el caso que comentamos vuelve a repetirse la historia de lo que sucedió hace sesenta o setenta años. Por aquel entonces, aquí también llegaba gente del sur, la diferencia es que no llegaban en patera, o a nado. Atravesaban el ancho mar de Castilla en trenes tercermundistas y cuando llegaban a esta villa, que dejaba de ser marinera para ser capital siderúrgica, se alojaban donde podían: en improvisadas chabolas, barracones o habitaciones con derecho a cocina.

Ya entonces, los nativos se dividían, fundamentalmente, en dos clases: los duros y los blandos. Los que defendían conservar la pureza de lo avilesino y trataban a “los forasteros” con antipatía y desprecio y los que lo hacían con cierta condescendencia y comprendiendo sus razones.

Hoy, aquellos “forasteros” son nosotros y algunos, bastantes, están entre los que exigen mano dura con los que llegan. Reclaman su expulsión sin contemplaciones empleando, si hace falta, la fuerza. Justifican dicha postura diciendo que defienden lo nuestro y no quieren que alteren nuestras costumbres ni influyan en nuestra idiosincrasia.

La vida tiene estas cosas. Si uno les hace ver que no es cuestión de demonizar a los inmigrantes ni de presentarlos como un peligro porque en su día también sus padres, o sus abuelos, vinieron de otros sitios y se instalaron en una tierra que no era la suya, contestan que no es lo mismo.

 Nunca lo es. Lo nuestro  siempre es distinto de lo que les sucede a los otros.


Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

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