Nada extraordinario. Lo normal,
dentro de lo previsto. Y es que, no solo las bicicletas, las reformas, las
chapuzas y las ñapas también son para el verano. En verano, la gente aprovecha
para reformar su vivienda, los contratistas hacen su agosto y los inmigrantes encuentran
trabajo. Trabajan en lo que antes hacíamos y ya no hacemos porque exige mucho
esfuerzo y está mal pagado. Así que es falso que vengan a quitarnos el trabajo.
Qué vienen es cierto, pero se apañan con lo
que les dejamos, que suele ser lo peor porque cada vez hay menos de los
nuestros que trabajen doblando el lomo. Por eso, los que vemos cargando con
cestos y sacos de escombro, son todos de otros países. No cuesta identificarlos,
los delata su físico y el vestuario. Piel color caramelo, o más obscura, y camisetas
y pantalones a juego con los cascotes y el polvo.
Cada obra, de las que vi este
verano, estaba formada por una especie de pequeña ONU de la chapuza que reunía
distintas nacionalidades. Indígenas mejicanos, nativos del Magreb y negritos del
África tropical, que no deben ser tan hábiles con los pies como para vivir del
futbol. Varios idiomas, culturas y religiones distintas y un punto en común: la
necesidad de sobrevivir trabajando honradamente.
A los inmigrantes, los
distinguimos fácil porque no son nosotros. Nosotros ya estábamos aquí y ese
sentimiento de pertenencia fortalece nuestra autoestima y nos hace creer que
tenemos autoridad y poder para decidir si los que vienen pueden quedarse o no.
En el caso que comentamos vuelve a repetirse
la historia de lo que sucedió hace sesenta o setenta años. Por aquel entonces,
aquí también llegaba gente del sur, la diferencia es que no llegaban en patera,
o a nado. Atravesaban el ancho mar de Castilla en trenes tercermundistas y cuando
llegaban a esta villa, que dejaba de ser marinera para ser capital siderúrgica,
se alojaban donde podían: en improvisadas chabolas, barracones o habitaciones
con derecho a cocina.
Ya entonces, los nativos se
dividían, fundamentalmente, en dos clases: los duros y los blandos. Los que
defendían conservar la pureza de lo avilesino y trataban a “los forasteros” con
antipatía y desprecio y los que lo hacían con cierta condescendencia y
comprendiendo sus razones.
Hoy, aquellos “forasteros” son
nosotros y algunos, bastantes, están entre los que exigen mano dura con los que
llegan. Reclaman su expulsión sin contemplaciones empleando, si hace falta, la
fuerza. Justifican dicha postura diciendo que defienden lo nuestro y no quieren
que alteren nuestras costumbres ni influyan en nuestra idiosincrasia.
La vida tiene estas cosas. Si uno
les hace ver que no es cuestión de demonizar a los inmigrantes ni de presentarlos
como un peligro porque en su día también sus padres, o sus abuelos, vinieron de
otros sitios y se instalaron en una tierra que no era la suya, contestan que no
es lo mismo.
Nunca lo es. Lo nuestro siempre es distinto de lo que les sucede a
los otros.
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Milio Mariño