Siempre fui lento y ahora, que ya
soy muy mayor, para qué les voy a contar. El otro día bajaba despacio por la
rampa de un aparcamiento y alguien que venía detrás tocó dos veces el claxon. Asomé
la mano por la ventanilla y pedí disculpas, pero seguí bajando a mí ritmo. Luego,
cuando aparcamos, vi que quien había dado los bocinazos era una mujer. No me
sorprendió. En cuestiones de amabilidad no hay diferencia de género, igual de
desagradable puede ser ella que él. He perdido la cuenta de las veces que di los
buenos días y nadie me contestó. Sucede otro tanto cuando cedo el paso, doy las
gracias o pido disculpas. Silencio atronador.
Si alguien tiene la tentación de
pensar que me muevo por sitios raros o solo me relaciono con gente de malvivir,
ya lo puede ir borrando. Hago lo que hice siempre. La diferencia es que ser
amable y, por ejemplo, dar los buenos días, se ha convertido en una costumbre
antigua y propia de la gente mayor que no tiene nada que hacer.
Ser amable se entiende como algo
del pasado y de una clase social inferior. Fruncir el ceño, poner cara de
vinagre o no responder al saludo, está de moda porque creen que hace que la persona parezca más
importante y más respetable. Por eso cada vez menos gente se esfuerza por ser
amable y el trato que recibimos suele ser cortante y plagado de monosílabos. Responden
así para que nos hagamos a la idea de que estorbamos y mejor nos quitamos de en
medio.
Me gustaría equivocarme, pero
creo que la gente es más amable con los animales de compañía que con las
personas. A los animales los tratan con cariño aunque les ladren y tengan que
ir detrás recogiendo sus cacas. En cambio, la relación entre humanos se ha
vuelto poco menos que insoportable. La intolerancia, la prisa y también el
egoísmo, han conseguido que sea un fastidio portarse de forma educada. Sucede
en todos los ámbitos. Vaya uno donde vaya, se sorprende de que lo traten con
amabilidad, cuando debería ser lo normal.
En este sentido, preocupa la
realidad que se vive en los hospitales y en los centros de salud. Según los
últimos datos, el número de reclamaciones relacionadas con el trato que reciben
los pacientes supera al de las quejas por la demora en las consultas y las
intervenciones quirúrgicas. Parece que el personal sanitario se inclina por
imitar aquella famosa serie “Doctor House”, que se caracterizaba por la escasa
empatía con los enfermos.
Solo con un poco de amabilidad,
que además es gratis, haríamos la vida más agradable y mejor. Ser amable no significa
dejar de llamar a las cosas por su nombre ni olvidarse de ser crítico cuando la
ocasión lo merece. Significa, según define la RAE, “ser digno de ser amado,
afable y afectuoso”.
Cuestión aparte, aunque venga en
el mismo lote, es si deberíamos ser amables con quienes no lo son, o no lo
merecen. Creo, sinceramente, que sí. Ser amable no significa, ni mucho menos,
ser servil o inferior. Al contrario, la amabilidad es un valor que denota,
sobre todo, elegancia social.
Aquella señora del parking lo mismo
pensó que dándome dos bocinazos aliviaba su frustración y su malhumor, pero
cuando me vio sonreír seguro que se dio
cuenta de la inutilidad de su acción.
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