No sé lo que está pasando. No sé por qué, todo lo que creíamos bueno, ahora resulta que es malo. Reconozco que ya desde siempre, desde que éramos niños, nos venían mintiendo sobre lo bueno y lo malo, pero lo grave es que las mentiras de nuestros padres, las que solían emplear para salir airosos de una situación inesperada o comprometida, se han convertido en el recurso preferido de nuestras autoridades, a la hora de justificar las medidas que más daño nos hacen. Es como si a una persona de cincuenta años le siguieran diciendo que tenga cuidado, que no puede tragarse el chicle porque quedaría pegado a sus intestinos y tardaría siete años en digerirlo.
A mí es lo que me decían cuándo, de niño, me daban chicle. Por eso digo que no sé lo que está pasando, no sé si es que somos víctimas de una fantasía, infantil y delirante, que apuesta por convencernos de que todo lo que creíamos bueno es malo y que solo alcanzaremos la felicidad y el bienestar si transformamos lo bueno en malo y lo malo lo hacemos aún peor. No sé en virtud de qué lógica demente nuestros gobernantes insisten con el argumento de que aquello que considerábamos bueno nos estaba haciendo un daño tremendo. Es decir, que estábamos medio podridos: llenos de pústulas, infecciones de todo tipo y fistulas anales por donde supurábamos el exceso de derechos, y de dinero, que la administración del Estado había tenido a bien regalarnos.
Y nosotros tan tranquilos, creyendo que no era malo que a los jubilados y los enfermos crónicos les pagaran las medicinas y tuvieran el amparo de una Ley de Dependencia a la que podían acogerse en caso de necesidad.
Nuestra ignorancia llegaba al punto de que tampoco creíamos que fuera bueno que a un obrero le rebajaran el sueldo, le aumentaran la jornada y pudieran despedirlo, de hoy para mañana, sin que el empresario tuviera que justificar la medida ni le costara un euro el despido. Pero, al parecer, según el Presidente del Gobierno y la ministra del ramo, que se hayan devaluado los sueldos y hayamos perdido un montón de derechos no solo es bueno, es buenísimo. Tanto es así que de ello depende la recuperación del país.
Ninguna persona sensata hubiera pensado que la solución a la crisis fuera destruir las conquistas sociales, pero cada día que pasa es más evidente que de eso se trata, que consiste en transformar todo lo bueno en malo, incluidos, claro está, servicios públicos tan esenciales como la sanidad y la educación.
Quiere decirse que la solución no estaba, como creíamos, en buscar y encontrar nuevas fórmulas, sino en lo más clásico de la creación española: el timo de la estampita. En dar gato por liebre e insistir en la mentira, la estafa, el sablazo y el choriceo, practicado desde las más altas esferas, tan altas que el brazo de la ley nunca consigue alcanzarlas.
Los halcones del sobresueldo aseguran que ese es el camino. Y no solo eso sino que nos tratan como si fuéramos niños. Manejan el concepto bueno o malo como si no estuviera establecido un criterio universalmente válido para determinar su significado y cierran el círculo con una frase que Balzac solía recordar de su padre: “No estoy dispuesto a seguir discutiendo con gente que no está de acuerdo conmigo”.
Milio Mariño/ Artículo de Opinión/ Diario La Nueva España
A mí es lo que me decían cuándo, de niño, me daban chicle. Por eso digo que no sé lo que está pasando, no sé si es que somos víctimas de una fantasía, infantil y delirante, que apuesta por convencernos de que todo lo que creíamos bueno es malo y que solo alcanzaremos la felicidad y el bienestar si transformamos lo bueno en malo y lo malo lo hacemos aún peor. No sé en virtud de qué lógica demente nuestros gobernantes insisten con el argumento de que aquello que considerábamos bueno nos estaba haciendo un daño tremendo. Es decir, que estábamos medio podridos: llenos de pústulas, infecciones de todo tipo y fistulas anales por donde supurábamos el exceso de derechos, y de dinero, que la administración del Estado había tenido a bien regalarnos.
Y nosotros tan tranquilos, creyendo que no era malo que a los jubilados y los enfermos crónicos les pagaran las medicinas y tuvieran el amparo de una Ley de Dependencia a la que podían acogerse en caso de necesidad.
Nuestra ignorancia llegaba al punto de que tampoco creíamos que fuera bueno que a un obrero le rebajaran el sueldo, le aumentaran la jornada y pudieran despedirlo, de hoy para mañana, sin que el empresario tuviera que justificar la medida ni le costara un euro el despido. Pero, al parecer, según el Presidente del Gobierno y la ministra del ramo, que se hayan devaluado los sueldos y hayamos perdido un montón de derechos no solo es bueno, es buenísimo. Tanto es así que de ello depende la recuperación del país.
Ninguna persona sensata hubiera pensado que la solución a la crisis fuera destruir las conquistas sociales, pero cada día que pasa es más evidente que de eso se trata, que consiste en transformar todo lo bueno en malo, incluidos, claro está, servicios públicos tan esenciales como la sanidad y la educación.
Quiere decirse que la solución no estaba, como creíamos, en buscar y encontrar nuevas fórmulas, sino en lo más clásico de la creación española: el timo de la estampita. En dar gato por liebre e insistir en la mentira, la estafa, el sablazo y el choriceo, practicado desde las más altas esferas, tan altas que el brazo de la ley nunca consigue alcanzarlas.
Los halcones del sobresueldo aseguran que ese es el camino. Y no solo eso sino que nos tratan como si fuéramos niños. Manejan el concepto bueno o malo como si no estuviera establecido un criterio universalmente válido para determinar su significado y cierran el círculo con una frase que Balzac solía recordar de su padre: “No estoy dispuesto a seguir discutiendo con gente que no está de acuerdo conmigo”.
Milio Mariño/ Artículo de Opinión/ Diario La Nueva España
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