No sé si será que ya se avecina el otoño o que cuando supe que cerraba “El Marta” recordé aquello que decía Antonio Machado: todo pasa y todo queda pero lo nuestro es pasar. Así que cuando pase el tiempo quizá haya quien considere que el cierre del único cine que había en Avilés fue un acontecimiento que mereció ser contado como una catástrofe cultural. Una catástrofe largamente anunciada que, al final, se produjo porque las autoridades cooperaron lo suyo subiendo el IVA de las entradas del ocho al veintiuno por ciento.
Esto que digo, a propósito del Marta y de todos los cines que fueron cerrando, es lo que opina un vagabundo frustrado que dice lo que piensa y se siente impotente ante la soberbia de quienes utilizan subterfugios para culpar a las preferencias colectivas del cierre de tantas salas. Es esa rabia que uno siente cuando percibe que se impone el falaz argumento: “entre todos la mataron y ella sola se murió”. Frase que suena a coartada para dejar impunes a los que dictan la pauta de lo que es y no es rentable.
Con todo, a pesar de la catástrofe, no pierdo la esperanza. Quiero creer que los hijos de nuestros nietos también experimentarán y vivirán aventuras, como nosotros las vivimos: frente a una pantalla grande, a oscuras, con palomitas, junto a nuestro primer amor, haciendo crecer los sueños y las ilusiones.
Los que vivimos aquella época en la que cualquiera podía ir al cine sin salir de su barrio, consideramos que el cine forma parte de nuestra cultura y contribuyó a despejar nuestra mente para que fuera más libre, más soñadora y menos susceptible a las manipulaciones. Pero, quien sabe, a lo peor solo estoy justificando un arrebato de nostalgia, un enternecimiento otoñal muy difícil de evitar cuando alguien de mi edad se enfrenta a la realidad de una epidemia que afecta al cine en pantalla grande hasta el punto de que, en los primeros meses de este año, cerraron 150 cines en España y ya son muchas las capitales de provincia y ciudades de más de cien mil habitantes que no tienen ni un solo local donde poder ver una película.
Si la memoria no me falla, en Avilés y alrededores teníamos un despliegue de cines que era una delicia: Clarín, Palacio Valdés, Florida, Marta y María, Almirante, Chaplin, Ráfaga, Canciller, Las Vegas, Patagonia, Bango, Divad… Que por cierto sobrevivió a un incendio, que se produjo cuando proyectaban “El Coloso en llamas”, pero no pudo sobrevivir a la epidemia que decíamos antes y que algunos ven lógica y coherente, en una sociedad en la que parece que todos sus intereses están en conflicto con los nuestros.
Hoy la realidad está llena de calles con escaparates vacíos y locales cerrados que nos devuelven a un pasado que tal vez fuera mejor. Nos quedamos sin cines y nos vamos quedando sin librerías. Y, como hay quien dice que uno es lo que ve, parece lógico que nuestro papel sea escandalizarnos. Una ciudad sin cines es un estado de ánimo. Por eso Avilés está triste, siente pena de no tener siquiera un cine. Sabe que le han privado de un placer asequible y no acepta lo que, al parecer, es la causa real de la pérdida. Que, tal como se han puesto las cosas, no es negocio que la gente se divierta pagando solo seis euros.
Milio Mariño/ Artículo de Opinión/ Diario La Nueva España
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