Ahora que ha llegado el verano y
las chaquetas y los abrigos ya no sirven de disimulo, creo que mi barriga
podría pasar por un embarazo sietemesino. Eso la barriga; en cuanto o lo otro, al
resto del cuerpo, calculo que me sobran diez kilos siendo benévolo. Así que seguramente
estoy gordo aunque lo niegue y le eche la culpa al espejo. Pero, al final, da
lo mismo porque mis razones para defender a los gordos no dependen de que me
considere, o no, uno de ellos. Se sustentan en un imperativo ético que me
impulsa a rebelarme contra las injusticias. Y una injusticia, a mí juicio, es
el acoso estético que padecemos.
Aclaro, por si acaso, que mi defensa de los
gordos alcanza, también, a las gordas, no vaya a ser que por no citarlas me
meta en un lío y aparezca el redentor inclusivo con la tontería de que hay razones
de peso para tratar a todos, y todas, por igual.
Defiendo a los gordos porque
ahora, con el buen tiempo, empiezo a sentirme agobiado por la persecución y el
acoso que sufrimos los que no estamos delgados. Andar, por la calle, a cuerpo
entraña el riesgo de que apunten con el dedo a nuestro ombligo y algunos,
incluso, disparen presionando la carne que, según ellos, nos sobra, mientras
silban como abejorros.
Llevo mal lo del dedo acusador y peor
los toquecitos, pero lo que me saca de quicio es que después de humillarme digan
que lo de menos es mi aspecto físico, que lo que les preocupa es mi salud. Me
suena a comentario falso con la intención de hacer daño. Entiendo que me están
acusando de irresponsable; de que estoy como estoy porque quiero. Porque
carezco de autocontrol, me hincho a comer porquerías y apenas hago ejercicio.
Resulta curioso que todos estemos
de acuerdo en acabar con la violencia machista y que de la violencia estética
apenas se hable. Y es tremendamente dañina. La gordofobia hace tiempo que campa
a sus anchas sin que nadie ponga remedio. Nada, ni siquiera abrimos la boca
cuando vemos que se discrimina y se menosprecia a quienes se apartan de unos cánones
estéticos que nos han impuesto de forma dictatorial. Vivimos en una sociedad que
idealiza la delgadez y su actitud con los gordos es equiparable al racismo.
Estar gordo no es saludable; en
eso igual estamos de acuerdo. Pero tampoco lo es tener jornadas laborales de
doce horas, cobrar un salario de mil euros y pagar quinientos de alquiler o que
la Seguridad Social nos dé cita para dentro de tres meses.
Mi opinión, ya lo advertí al
principio, es la de alguien a quien, a veces, no le alcanza con una XL.
Contando con eso, creo que nos iría mejor si dejáramos de dar tanta importancia
a la báscula y nos centráramos en cosas más importantes que no encajar en una determinada
talla que nos garantice entrar en ese canon estético que tiene como cuerpo ideal
el cuerpo esquelético de las modelos.
No se trata de alabar la gordura
o afirmar que las personas gordas están más sanas, lucen más guapas y tienen
mejor humor. Que podría ser, pero esa no
es la cuestión. La cuestión es tan sencilla como que lo importante es elegir
una calidad de vida y no un patrón estético impuesto por quienes se empeñan en
hacernos sufrir.
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Milio Mariño