Se empeñan en convencernos, y no
sé yo si no lo estarán consiguiendo, de que la estafa de las mascarillas ocurrió
por casualidad. Que fue casualidad que el alcalde de Madrid tuviera un primo,
el primo fuera amigo de no sé quién y ese no sé quién y su socio se embolsaran
seis millones de euros.
Duele reconocerlo, pero la mejor
receta para hacerse rico es tener la cara muy dura y ningún escrúpulo. Si a eso
añadimos ser de buena familia, es decir con dinero, el éxito está garantizado.
Acabamos de verlo. Hace unos días,
nos informaron de un nuevo caso de corrupción y fingimos sorprendernos, pero en
el fondo ya lo sabíamos. Lo sabíamos cómo sabemos que quienes nacimos con un
pan bajo el brazo lo tenemos más crudo que quienes nacieron ricos de cuna. Esos,
los malcriados, siempre acaban con nuestro dinero en sus bolsillos. Debe ser
que como crecieron entre algodones y nunca dieron, ni piensan dar, un palo al
agua se ven obligados a ganarse la vida haciendo trampas y chanchullos. Claro que
también es verdad que suelen ser víctimas de las malas compañías, lo cual les
lleva a verse metidos en unos líos de los que, al final, se arrepienten y creen
que pueden saldar rezando dos Padrenuestros.
Muchas veces ni eso. Dicen que no
han hecho nada, que son los rojos que les persiguen. Insisten en que hicieron
lo correcto, lo que cualquier persona de su condición social haría en una
situación parecida. Les pasa como a una amiga que me contó una anécdota que no me
resisto a contarles.
Esta amiga, cuando era niña, mediados
los años cincuenta, hacía sus necesidades en un rincón apartado de la cuadra de
las vacas. Luego, cuando tenía nueve o diez años, su padre construyó un váter y,
para ella, el salto social fue tremendo. Un poco más tarde, con doce o trece años,
se hizo amiga de la rica del pueblo, que la invitaba a su casa. Y, allí se
encontró con un problema. En aquella casa, al lado del váter, había otro
recipiente muy parecido que no sabía para qué podía servir. No le encontraba
utilidad, pero después de darle mil vueltas cayó en la cuenta. Los ricos, como
era lógico, tenían el doble que ella. Tenían un recipiente para las necesidades
mayores, el váter, y otro para las otras. Así que estuvo por lo menos dos años
que, cuando la amiga rica la invitaba a su casa, meaba en el bidé, convencida
de que era lo correcto y lo que hacían las personas de bien.
No hablo de la prehistoria, los
que venimos de una época en la que tener dos pares de gafas era un lujo al
alcance de pocos, siempre buscamos la utilidad de las cosas. Por eso nos
escandalizamos, no solo, por qué nos estafen, sino porque malgasten el dinero
de la estafa comprando, de una tacada, tres relojes Rolex y doce coches de alta
gama.
Ricos, hay en todas partes pero creo,
sin temor a equivocarme, que en España los tenemos de una raza que no existe en
ningún otro país del mundo. Aquí tenemos al señorito, al aristócrata del
pillaje. El que vive de bóbilis, bóbilis y se queda con nuestro dinero sin necesidad
de enseñarnos una navaja. Le basta con descolgar el teléfono y decir las
palabras mágicas.
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Milio Mariño