Cuando nos engañan y vuelven a engañarnos, sentimos que somos culpables y acabamos pensando que merecemos lo que nos pasa. No solemos reflexionar en el sentido de que, a veces, el engaño está tan bien orquestado que ni los más espabilados se libran de que los tomen por tontos. Sucede con muchas cosas y, en especial, con el acceso a una vivienda. Hace unos años nos echaban unas broncas tremendas porque con unos ingresos bajos suscribíamos hipotecas carísimas, amparados en la esperanza de pagar el piso cuando nos jubiláramos. De aquella, nos culpaban de la plaga de desahucios, aludiendo al vicio de querer comprar un piso, en vez de alquilarlo. El ejemplo era Europa, donde, en países como Alemania, el 48,1 de la población vivía de alquiler, mientras que aquí, en España, solo lo hacía el 19,4 por ciento.
Las cifras eran incontestables, por eso que casi nos daba vergüenza haber caído en la trampa de hipotecar nuestras vidas para comprar un piso cuando, si hubiéramos optado por alquilarlo, viviríamos sin el agobio de pagar todos los meses cantidades que suponían la mitad, o más, de nuestro sueldo.
Sucedió entonces, más por las circunstancias que por un cambio de mentalidad, que dejamos de comprar viviendas. En un escenario de crisis, en el que los salarios se estancaron o descendieron, aumentó el paro y la precariedad, y las hipotecas se miraban con lupa, se hacía imposible poder embarcarse en la compra de un piso. De modo que, aunque fuera a regañadientes y en cierta manera obligados, optamos por el alquiler. Así fue que, en pocos años, los que vivían en régimen de alquiler pasaron del 19 al 28,1 por ciento.
Estábamos en el buen camino. Eso creíamos, pero lo cierto fue que volvieron a engañarnos. Primero nos engañaron con aquellas hipotecas impagables y ahora nos engañan con unos alquileres que se han vuelto imposibles. Como el acceso a la compra es cada vez más limitado, y una parte importante de la población está abocada al alquiler, la propiedad inmobiliaria ha visto el negocio y aprovecha para forrarse. Los grandes fondos, los llamados fondos buitre, empezaron a comprar viviendas y a imponer su ley. Compraron paquetes gigantescos, que incluyen viviendas sociales, y se han convertido en caseros sin alma a quienes solo les interesa la especulación pura y dura y la rentabilidad inmediata.
El resultado es que los alquileres subieron de forma exagerada y han alcanzado precios que superan las antiguas hipotecas, haciendo muy difícil que incluso las personas que cuentan con salarios dignos puedan afrontarlos. Por eso han vuelto los desahucios, ahora por alquiler. Así es que estamos en las mismas o, incluso, peor. No hemos comprado el piso pero, también, nos desahucian.
Si buscamos culpables no debemos buscarlos, solo, en los fondos buitre y los caseros desalmados. También tiene mucha culpa la falta de viviendas sociales y la Ley de Arrendamientos Urbanos, aprobada en 2013, que fija en tres años la duración del contrato.
Ya me dirán qué proyecto de vida podemos hacer si nos pueden echar del piso a los tres años. Y, para mayor escarnio, no crean qué alquilar es fácil. Exigen una mensualidad por adelantado, otra como fianza y otra para la agencia, además del aval de la nómina y un casting para ver qué pinta tienes. Hace unos años elegía el inquilino; ahora es el dueño el que elige.
Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España
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