domingo, 6 de agosto de 2023

Turistas extraterrestres

Milio Mariño

En verano suelen pasar cosas raras. Todos los veranos por estas fechas solíamos tener noticias del monstruo del lago Ness. Un animal legendario, de raza inclasificable, que aparecía y desaparecía para festejo de quienes juraban haberlo visto y negocio de los escoceses, que hacían su agosto con los turistas ingenuos.

Este verano, por lo que sea, nadie ha visto, todavía, al monstruo del lago, pero  sí los hay que juran haber visto oleadas de objetos voladores, de origen desconocido, que se pasean por el cielo de Estados Unidos. Son tantos con esa historia que los senadores Mike Rounds y Chuck Schumer, acaban de presentar una proposición de ley para exigir al Gobierno que informe de todos los avistamientos dado que, según ellos, el cielo está lleno de ovnis cuya presencia se oculta por miedo a que los ciudadanos constaten que es muy posible que existan otras formas de vida inteligente además de la nuestra.

La iniciativa de los senadores americanos aporta credibilidad a los visionarios, pero no parece que haya cundido el pánico. La existencia de seres extraterrestres y la explicación razonada de qué es y en qué consiste el universo son cuestiones que ya se planteaban en la Antigua Grecia. Veinticinco siglos después seguimos en las mismas por más que hayamos gastado miles de millones en satélites, estaciones espaciales y telescopios gigantes y los marcianos tengan cada vez más difícil pasar desapercibidos. Seguimos especulando y obviamos que si fuera verdad que unos parientes nuestros, sumamente inteligentes, andan por ahí dando vueltas no se explica que nos rehúyan ni qué pasará por sus cabezas, si es que la tienen. Vuelve a imponerse la “Paradoja de Fermi”: “La probabilidad de que existan otras civilizaciones mucho más inteligentes y avanzadas que la nuestra choca con la contradicción de que no quieran manifestarse”.

Carece de lógica que los extraterrestres sean muy inteligentes y se porten como niños que juegan al escondite. A no ser, claro está, que no quieran saber nada de nosotros porque, con su superior inteligencia, hayan llegado a la conclusión de que quienes mandan en la tierra son unos pequeños animales que andan a cuatro patas y llevan a unos esclavos, atados con unas correas, que van detrás recogiendo sus cacas.

Lo mismo nos ven así y piensan que no les merece la pena entrar en contacto con nosotros. Sería un palo para nuestro ego pero, al mismo tiempo, una gran ventaja. Quedaría descartada la posibilidad de que quieran invadirnos. Todo un alivio porque solo faltaba que después de la pandemia y la guerra de Ucrania tuviéramos que enfrentarnos con unos marcianos dispuestos a conquistar la tierra.

Las historias de extraterrestres suelen ser entretenidas, sobre todo si se enfocan como que la Casa Blanca oculta algo importante por alguna razón oscura. Pero, con el cielo lleno de ovnis, o solo de estrellas, este agosto parece el mismo de siempre. Sigue teniendo noches maravillosas, amores fugaces, deliciosos helados  y gente extraña y extravagante, que solo vemos por estas fechas y no sabemos de dónde procede.  Si fueran extraterrestres, que no creo pero pudiera ser, no suponen ninguna amenaza como insinúan los americanos quienes, con sus fobias y sus miedos, pretenden meternos en otro lío.  Cuidado con hacerles caso. Si los marcianos insisten en no dejarse ver, ellos se lo pierden. Y si resulta que ya veranean aquí, es mejor ser amables y no hacerles preguntas.

 

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España


lunes, 31 de julio de 2023

El mar y mi abuelo

Milio Mariño

Cuando subí a bordo de la pequeña lancha que da paseos por la Ría de Avilés sentí la emoción de un susurro y me acordé de mi abuelo Julio. El jueves hará 110 años, el 3 de agosto de 1913, que era domingo, mi abuelo llegó a Nueva York, procedente de Liverpool, según consta en la lista de pasajeros del transatlántico británico RMS Baltic.

Sabía que mi abuelo había ido a América con el propósito de hacer fortuna, pero los detalles, documentados, de cómo y cuándo los conseguí hace poco por una casualidad de la vida.

Excuso decirles que mi abuelo, de fortuna, nada de nada. Volvió de allí con lo puesto como tantos otros. Ojala hubiera vuelto convertido en un indiano rico, pero volvió igual de pobre y el único valor reconocido fue el de cruzar el Atlántico y plantarse en Nueva York con poco más de veinte años.

Si me preguntan como es que relaciono la peripecia de mi abuelo con el paseo en lancha por la Ría de Avilés, no lo sé. La vida está hecha de esos momentos en los que el pasado, que parecía perdido, resucita sin que sepamos cómo y aparece ante nosotros para demostrar que nada muere definitivamente, que todo está ahí guardado, esperando una emoción que lo haga revivir de nuevo.

Es muy probable que recordara a mi abuelo porque, según algunas leyendas, el mar es donde va a parar todo lo que hemos perdido. Todo acaba y cabe en la profundidad de sus abismos y todo lo devuelve purificado, obrando una especie de milagro que nunca nadie ha logrado descifrar.

Hay quien apunta que nuestra querencia por el mar es genética y que es por eso que nos atrae y siempre queremos volver. No faltan, tampoco, quienes dicen que la contemplación del mar supone la contemplación de uno mismo. Que el mar es  como un espejo que devuelve el reflejo de nuestra verdadera identidad.

Baudelaire se refería al mar como la metáfora de nuestra soledad. Jorge Manrique lo relaciona con la muerte y Joseph Conrad dejó escrito que el deseo y la fascinación de compartir con el mar su inmensidad nos permite estar lo más cerca posible del otro mundo.

Suscribo todo lo dicho porque mientras viajaba en aquella lancha recordando que mi abuelo había atravesado el Atlántico, hace ahora 110 años, la lancha llegó a la altura de San Balandrán, una pequeña playa que había en mitad de la ría de Avilés y la hicieron desaparecer para mejorar el acceso al puerto.

Acaso porque desde el mar todo lo vemos distinto, me pareció que la playa volvía a estar donde yo la había visto de niño. Algo, por otra parte, posible porque San Balandrán era una isla prodigio que aparecía y desaparecía como una ballena medio dormida que se sumerge y emerge a capricho. Una isla a la que arribó, allá por el siglo VI, el santo irlandés Balandrán, que navegaba por el Atlántico en busca del paraíso. Y, aunque el santo afirmó que lo había encontrado y gustó muy gozoso de aquel paraje maravilloso, no le fue concedido, por misterioso secreto, quedarse a vivir allí. De modo que tuvo que regresar a Irlanda, donde murió después de referir tan extraordinaria aventura. Aventura, la suya, que también contaría mi abuelo, aunque no tuve la suerte de oírsela contar porque no llegué a conocerlo.


Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España


lunes, 24 de julio de 2023

Gane quien gane, el progreso gana siempre

Milio Mariño

Escribo este artículo el sábado, el día de reflexión antes de las elecciones y por tanto sin conocer el resultado, pero me atrevo a decir que gane quien gane ganará el progreso porque el progreso gana siempre.

Si gana la izquierda las cosas seguirán como están y si gana la derecha, que según las encuestas es muy probable, también seguirán igual. Con esto no trato de desmoralizar ni quitarle la ilusión a nadie, constato lo que ha sucedido y seguramente volverá a suceder. La historia demuestra que el PP, cuando gana, no se atreve a suprimir lo que hizo el PSOE, aunque pueda hacerlo con mayoría absoluta. Ni siquiera en Andalucía se atrevió a tocar nada de lo que hicieron los socialistas. Nada realmente importante. Suele olvidarse de lo que dijo en campaña y pelillos a la mar. Ahí está la Ley de Violencia de género, la de Igualdad, la del Aborto, la de Dependencia, la del Matrimonio entre personas del mismo sexo… Y ahí seguirán estando junto con la Subida del Salario Mínimo, la Revalorización de las Pensiones, la Reforma Laboral, la Regulación del Derecho a una Muerte Digna y otras muchas que nadie tocará por si acaso.

En campaña todos prometen cambiar muchas cosas, pero luego no cambian nada porque lo que hay no es tan malo como decían y, además, nadie se atreve a ir en contra del progreso. Tal vez algunos intenten ralentizarlo, pero al progreso no hay quien lo pare.

 ¿Qué se supone, entonces, que hará la derecha si resulta que ha ganado las Elecciones? Pues repartirá cuatro caramelos para contentar a los suyos y se olvidará de lo dicho. Suprimiría la Ley de Memoria Democrática, rebajará el impuesto de patrimonio, que solo lo pagan las grandes fortunas, y recuperará el delito de sedición en previsión de que durante su hipotético mandato el independentismo recobre fuerza y vuelva a proclamar la República Catalana, como ya le pasó a Rajoy. Añadan, si quieren, que Feijoo retornará a sus clases de idiomas y, mal que bien, acabará aprendiendo inglés, pero fuera de eso, y de favorecer a los amigotes, no creo que haya grandes novedades porque la sociedad por un lado y Europa por otro son quienes señalan el camino y tirarse al monte es muy complicado.

Partiendo de eso, de que gane quien gane no podrá suprimir las conquistas sociales, no estoy diciendo que da igual que gobiernen unos que otros. Hay gobiernos que defienden lo público y contienen un poco la ambición desmedida de los bancos, las grandes empresas y los poderosos y otros que se inclinan por lo privado y alientan la cultura del máximo beneficio, la especulación, el pelotazo y que la economía funcione a su libre albedrio. Una forma de gobernar que ya sabemos cómo suele acabar. Acaba con sonoros escándalos y escandalosos casos de corrupción.

 El peligro es que volvamos a la España del señorito. Sería lo, realmente, penoso porque al progreso no lo para ni dios. Dios descansó al séptimo día y nosotros descansamos al quinto y pronto lo haremos al cuarto. Avanzamos inexorablemente aunque algunos quieran volver al pasado e insistan en sus ventajas. Algunas, tiene. Lo decía, con ironía, el poeta Stanislaw Jerzy, en uno de sus aforismos. “El progreso ha supuesto el fin de aquella época en que la gente aún podía morirse de lo que quería”.


Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 17 de julio de 2023

Empeorar para vivir mejor

Milio Mariño

En verano no solemos pensar fríamente. Que es, según dicen, como mejor se piensa. Pensamos en caliente y luego pasa lo que pasa. Pasa como aquel que llamó a un “ñapas” y le dijo: Quite la ducha de hidromasaje y la mampara de vidrio y sustitúyalas por una bañera de las de antes y unas cortinas de plástico. Ya sé que el baño quedará fatal, pero como además de feo será incómodo, mi familia se duchará menos y ahorraremos una pasta en agua y calefacción. De todas maneras, como me temo que no será suficiente, cambie también la cisterna, por una de esas que se tira de la cadena, y sustituya el portarrollos por un clavo en la pared para colgar hojas de periódico a modo de papel higiénico.

Aunque parezca increíble hay gente así. Gente convencida de que disfrutamos de unas comodidades y un buen vivir que es demasiado y piensa que lo que más nos conviene, y conviene al país, es volver a lo de antes. Derribar lo construido y retroceder unos cuantos años. Hacer que dejemos de igualarnos con el resto de Europa y volvamos a parecernos al norte de África.  

La idea de que debemos empeorar, para que al país le vaya mejor, la contaba Alfred Pennyworth, que no es ningún economista ni político de prestigio sino el mayordomo de Batman. Un viejo guasón que se mostraba asombrado por la candidez de Bruce y le decía que los villanos son todos muy simples y muy parecidos, pues siempre repiten la misma fórmula, tanto en el fondo como en la forma.

Tenía razón. Hemos vuelto a lo que contaba Cervantes en “El Retablo de las maravillas”. Un día aparecen unos estafadores y anuncian que ofrecerán el espectáculo más asombroso que jamás se haya visto. Pero ponen una condición: Sólo podrán verlo y disfrutarlo quienes tengan un origen legítimo y no anden en tratos con el demonio. El engaño funciona hasta que irrumpe alguien que no participa de ese delirio y, por tanto, atestigua que no hay ningún espectáculo ni nada parecido. Entonces el alcalde lo señala con un anatema que, en aquellos tiempos, significaba condenarlo a la hoguera: “¡Es de ellos, no ve nada!”

Así estamos. Los argumentos vuelven a ser los mismos. Sólo fingiendo y haciendo de la mentira verdad, dándoles la razón a quienes aseguran que todo está mal, podemos librarnos de que nos acusen de pertenecer a ese “ellos” que califican de infame. El hecho de ver la realidad, y contarla como es, convierte, a quien se atreve, en un despreciable ignorante al servicio de la maldad.

Oiga una cosa: Creo recordar que usted tenía un baño precioso. Es cierto que lo tenía, pero me convencieron para que lo reformara y ahora no me queda otra que aguantar y seguir adelante. Y, más le digo, creo que también van reformar la cocina y dicen que no imagino como va a quedar.

 Es lo que tiene hacer caso de quienes insisten en que hay que volver atrás para que todo funcione mejor. El peligro de seguirles la corriente es que harán unas reformas que convertirán la vivienda en poco menos que en inhabitable. Luego cada cual tendrá que arreglárselas como pueda hasta que los hijos se enfaden, den un puñetazo en la mesa, y vuelvan a reformarlo todo para ponerlo como, en principio, lo tenían sus padres.


Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 10 de julio de 2023

Volver a la mili

Milio Mariño

Como comprenderán no es por edad, es por curiosidad que me gustaría saber si los partidos políticos que concurren a estas elecciones y especialmente los que proponen que volvamos a la España cañí, tienen pensado que vuelva la mili. Desconozco si, entre sus planes, albergan la idea de que los jóvenes, hombres y mujeres, vuelvan a los cuarteles y se preparen para cumplir con la obligación constitucional de defender a la patria.

Sería bueno saberlo. En su campaña electoral, el hoy presidente francés Emmanuel Macron prometió instaurar un servicio militar obligatorio que incluya a las mujeres y los hombres de entre 16 y 21 años. Hace poco, el presidente alemán Frank-Walter Steinmeier, tal vez por los vientos de guerra que soplan desde la vecina Rusia, también habló de volver al servicio militar que Alemania suprimió hace doce años. De modo que si Francia y Alemania están en esa dinámica algo se cuece en Europa y no creo que sea fabada.

Volver a las rapadas de pelo, vestir de uniforme, comer de rancho, madrugar a toque de corneta y ser un guripa de a sus órdenes mi sargento, me temo que será difícil porque el ejército ya no dispone de cuarteles para alojar a miles de reclutas, ni de personal para entrenarlos con ese armamento de última generación especialmente sofisticado. El lio sería tremendo y los jóvenes despertarían de su letargo para echarse a la calle y protestar a tope.

Veo difícil que los jóvenes vuelvan a coger el fusil, pero el problema está ahí y los alemanes y los franceses, que no son tontos, ya lo vieron venir. Hay cosas que dejamos de hacer por comodidad y luego generan unas consecuencias terribles. Empezamos subcontratando la recogida de basura y ya ven dónde hemos llegado, a que las guerras se subcontraten y pueda pasar lo que acaba de pasar en Rusia.

A la guerra no quiere ir nadie, así que su futuro está abocado a que los países con más recursos la subcontraten. Se acabaron los ejércitos nacionales y aquello de morir por la patria, ahora hay empresas como Wagner que tienen en nómina a miles de jóvenes dispuestos a morir por nosotros. Dicen que no son mercenarios, prefieren que los llamemos contratistas de seguridad. Empresas que hacen lo que no nos gusta, incluido arriesgar la vida defendiendo a nuestro país.

Con dinero se puede subcontratar casi todo. Incluso que alguien luche y muera por nosotros. El mejor ejemplo es Yevgueni Prigozhin y su empresa al mejor postor formada por 50.000 paramilitares que están luchando por Rusia en la guerra de Ucrania. No es nada nuevo. Estados Unidos tiene mogollón de estas empresas y en 2012 gastó 44.000 millones de dólares para pagar su intervención en las guerras de Afganistán, Irak y Somalia.

En España tenemos una: UC Global Security. Una empresa con sede en Jerez que, según dice, “aporta soluciones a las necesidades de los gobiernos”. Es un alivio que tengamos de quien echar mano en caso de que la cosa se ponga fea. Gratis desde luego no saldrá, pero para algunos será muy tranquilizador que el Gobierno pueda pagar a otros para que defiendan a España, mientras ellos se toman unas cañas presumiendo de banderita en la pulsera. Así es, ahora, el patriotismo y la guerra. Los jóvenes no van a la mili, pero la carne de cañón sigue siendo la misma.

 

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 3 de julio de 2023

Animales con acento

Milio Mariño

Una de nuestras vacas, la frisona, esa que suele ser blanca con pintas negras y aparece en los anuncios de la tele, no es asturiana. Es originaria de Frisia, Holanda. Acabó aquí, allá por los años cincuenta, porque decidieron incorporar una nueva raza para mejorar la producción lechera de Asturias. La vaca holandesa daba más leche que la asturiana de los valles y los ganaderos acogieron con entusiasmo su llegada, pero enseguida empezaron a quejarse. Decían que tenían un problema con el idioma, que las vacas holandesas no obedecían las órdenes que les daban y era muy difícil tratar con ellas porque no entendían el asturiano.

Hablar con los animales es fácil, puede hacerlo cualquiera, lo difícil es que te entiendan. Por eso que ya habrán imaginado las risas y el cachondeo a propósito de la falta de entendimiento entre los aldeanos y las vacas extranjeras. Lástima que entonces no se supiera lo que sabemos ahora gracias a un par de estudios: uno de la Universidad de Lund, en Suecia, y otro de la Universidad de Nueva Gales del Sur, que han acabado por demostrar que existe una relación directa entre los diferentes sonidos que emiten los animales y el medio en el que habitan. Es decir que los animales se identifican tanto con el idioma del lugar donde nacen y se crían que desarrollan un particular acento que los distingue de los de otros países o regiones. Se ha podido constatar, por ejemplo, que el mugido de una vaca asturiana no es igual que el de una vaca andaluza.

Ahí es nada. Por eso siguen investigando, para poder desarrollar una tesis completa. Consideran que se trata de un hallazgo importante porque los sonidos que emiten los animales suponen la primera señal de comunicación entre ellos y no se sabe hasta qué punto pueden influir sobre el medio en el que habitan.

El respaldo científico es importante, pero mucho antes de que se hicieran públicos esos estudios, los vecinos de la Montaña Lucense ya denunciaron que los osos que merodeaban por sus aldeas eran asturianos porque se les notaba en el acento. También se sabe, más o menos con cierta seguridad, que las ballenas azules emiten sonidos en algo parecido a nueve idiomas distintos y que en algunas especies de pájaros la variedad de sus trinos los llevan, incluso, a vocalizar y terminan haciéndolo de una forma muy particular. Tan particular como el famoso cuervo de Belvís, del que cuentan que volaba hasta la terraza de un restaurante, se posaba en el respaldo de una silla y pedía un pincho de tortilla hablando perfectamente en gallego.

La certeza de que los animales se identifican con el habla del lugar donde habitan nos obliga a reflexionar. Es cierto que solemos hablar con ellos, pero les escuchamos poco y pasamos por alto que la mayoría están dispuestos a charlar con nosotros. Charla que tampoco tendría que ser excepcional. No todo es hablar de filosofía o del sentido de la vida. Podríamos hablar, qué se yo, de la calidad del pienso o de si lloverá o hará sol. Al fin y al cabo, también somos animales. Y, siempre será preferible hablar con otro animal antes que hacerlo con un robot. Además, otro detalle importante, que los científicos destacan en sus estudios, es que los animales respetan muy educadamente el turno de palabra y no se interrumpen cuando hablan.

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 26 de junio de 2023

El color de los viejos

Milio Mariño

Llegó el verano y volvió a traer la evidencia de que la edad nos llega a todos y va tatuándonos de arrugas por si nos falla la memoria. Llegó y me pilló tomando café en una terraza de Las Meanas mientras pensaba en una tontería que decía de joven: tú nunca serás como ese. Afortunadamente, cuarenta años después, sí que lo soy. Va para nueve que soy abuelo y sigo el proceso de envejecimiento peleándome con la familia, que me reprende y se enfada cuando digo que soy viejo. No entienden que lo diga con orgullo y que pronunciar la palabra viejo sea el único recurso para borrar su estigma negativo. Pero, de todas maneras, agradezco la idea de que la vejez comienza cuando nos hacemos dependientes y no podemos valernos por nosotros mismos. Circunstancia que aún no ha llegado gracias a la suerte, el destino o lo que sea.

De momento estoy bien, pero los años no pasan en balde y acaban por convencerte de que ya no tienes edad para muchas cosas. Solo te queda seguir adelante con la precaución de mantener la dignidad y hacer el ridículo lo menos posible. Tarea a la que dedico todo mi empeño aunque, a veces, dudo que lo consiga. Les pongo un ejemplo. Estando en aquella terraza, me sorprendí contemplando esas pequeñas desnudeces que permite el verano y superan en encanto a la desnudez total y  la conciencia me dio un coscorrón y me preguntó, enfadada, si no me estaría comportando como un viejo verde.

 Una parte de mí decía que si, pero la otra se rebelaba convencida de que no hacía nada malo ni cometía ningún delito. Apelaba al contrasentido de que los abuelos tuviéramos licencia para mirar las obras que encontramos por la calle y se nos negara para mirar lo que libera el botón desabrochado de una blusa, un short o una minifalda.

Era evidente que intentaba salvarme; lo malo que la realidad no cambia para ajustarse a lo que somos. Somos nosotros los que tenemos que cambiar para ajustarnos a la realidad. Por una ley no escrita, pero vigente y terriblemente cruel, tenía prohibido mirar, a menos que quisiera incurrir en delito y ser condenado a la pena de viejo verde. Pena a la que suelen aplicar el agravante de asqueroso. A mi lado, en otra mesa, había un joven que miraba lo mismo, pero como tenía treinta años menos no incurría en ningún delito.

 Hay gente que cree que por el mero hecho de cumplir años y hacernos viejos nos convertimos en seres asquerosos. Se habla mucho de racismo y de las conductas racistas, pero la discriminación hacia las personas mayores engloba prejuicios, actitudes y prácticas que la sociedad pasa por alto sin que, al parecer, le importe una higa. Nadie dice nada a pesar de que no hay ningún otro colectivo, como el de los viejos, al que traten, impunemente, con tanto desprecio.

Es verdad que existe una forma asquerosa de mirar pero esa mirada no tiene que ver con la edad, lo mismo puede mirar así alguien de veinte que de ochenta años. No sé, entonces, por qué a los viejos nos pintan de verde. Si es por fastidiar conmigo lo llevan crudo. El verde es un color precioso. Es el color de la tranquilidad, la armonía, la seguridad, la suerte y también de la esperanza.

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España