lunes, 15 de marzo de 2021

Las protestas de los jóvenes

Milio Mariño

     Uno de los últimos días que corrí delante de los grises fue el 8 de junio de 1977, cuando el mitin de Fraga en el Suarez Puerta. Nos habíamos reunido unos cuantos, fuera del campo de fútbol, junto a la tribuna de preferencia, para abuchear al líder de Alianza Popular y la policía cargó sin contemplaciones, así que salimos corriendo y yo escapé por un solar de la calle José Cueto, que todavía no estaba del todo edificada. No les hicimos frente ni quemamos contenedores, no sé si porque no los había o porque teníamos más miedo que un pez en Semana Santa.

El caso que Fraga, que estaba al tanto de lo que ocurría en la calle, dijo de nosotros que los jóvenes no íbamos a encontrar solución a nuestros problemas haciéndonos comunistas ni dándonos a la droga, el libertinaje y la pornografía.

Entonces, a nadie se le hubiera ocurrido decir que aquella protesta fuera violencia juvenil. En realidad, no lo era, lo que hacíamos era luchar por la democracia e intentar que la dictadura desapareciera lo antes posible. Un objetivo que estábamos consiguiendo, pues las prohibiciones heredadas caían como fruta madura; no tan deprisa como algunos quisiéramos, pero mucho más rápido de lo que otros podían imaginar.

En aquella época, todo sucedía tan rápido que la juventud duraba un suspiro. Enseguida nos hacíamos mayores. Con menos de 30 años ya estábamos casados, teníamos hijos y ocupábamos cargos de responsabilidad en la política y los sindicatos. Nada que ver con los jóvenes de ahora, que prolongan su juventud hasta pasados los cuarenta, van de una crisis en otra, sin trabajo ni perspectivas de futuro, y su presencia en las instituciones es prácticamente nula.

Estas circunstancias conviene tenerlas en cuenta a la hora de analizar los disturbios que se produjeron tras el encarcelamiento del rapero Pablo Hasél. Ya sé que hay una opinión, casi generalizada, en el sentido de que fue una excusa para liarla. Que, a quienes estuvieron en las protestas, no les importa la libertad de expresión ni otros derechos y libertades. Queman contenedores, se enfrentan a la policía y saquean tiendas sin que, ni ellos mismos, sepan lo que reclaman. Es más, hay quien asegura que los jóvenes del fuego y las barricadas no saben, siquiera, si son de derechas o de izquierdas. Al parecer, hay de todo. Es un totum revolutum que confluye en la coincidencia de liarla parda y sacarse una selfi para dejar constancia.

Respeto todas las opiniones, pero yo sí creo que los jóvenes tienen ideología. La ideología de la juventud actual es la desesperación. Se sienten solos y al margen de la sociedad. Es cierto que el paro juvenil masivo no justifica el asalto de comercios ni la quema de contenedores, pero explica el motor de la violencia. Los que estudian no saben para qué lo hacen y los que ya dejaron de estudiar están sin trabajo y sin posibilidad de tenerlo, aunque sea precario. Viven en una sociedad en la que, por lo visto, no tienen sitio.

La exclusión que decimos anticipa un peligro: cuando se cierran todas las válvulas, la olla a presión estalla. Y es lo que lamentamos quienes un día ya lejano fuimos jóvenes, que los jóvenes de ahora, los que queman contenedores y se enfrentan a la policía, no sepan gestionar mejor esa energía maravillosa que proporciona la rabia.

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 8 de marzo de 2021

Un hombre el Día de la Mujer

Milio Mariño

Aunque crean que escribir un artículo a la semana no es para deslomarse, a mí me cuesta bastante. Me cuesta, sobre todo, encontrar el tema, por eso me vino bien que este lunes coincidiera con el Día de la Mujer. El tema estaba cantado. Con hablarles de que este día fue instituido en 1910 por la Conferencia Internacional de Mujeres Socialistas y que rememora el 8 de marzo de 1857, que fue cuando miles de trabajadoras textiles decidieron salir a las calles de Nueva York, con el lema “Pan y rosas”, para protestar por las míseras condiciones laborales y reivindicar un recorte del horario y el fin del trabajo infantil, tenía el artículo encaminado. Además, podía ir de guay comentándoles que, de vez en cuando, friego los platos, bajo la basura y voy al supermercado. Con eso y un poco de peloteo diciendo que me considero feminista y que los hombres no todos somos iguales, de modo que no deberían llamarnos machistas ni meternos a todos en el mismo saco, podía hacer un artículo apañado y quedar como un progre majo que reclama la auténtica paridad.

Podía hacer eso, el problema es que por mucho que diga que soy feminista no puedo serlo. Los hombres podemos ser aliados o solidarios de las mujeres, pero no feministas. Nos falta el componente existencial. Hay una clara diferencia de origen: nosotros no somos víctimas, más bien somos parte de un sistema que nos mantiene en una situación de privilegio. Así que lo de decir que somos feministas no cuela. No cuela porque es imposible y las mujeres no son tontas: a partir de la tercera o cuarta vez que lo dices saben que eres un farsante o un gilipollas.

No vale disfrazarse. Si uno tiene cierta sensibilidad acerca de la desigualdad de las mujeres tiene que darse cuenta de que la auténtica paridad va mucho más allá de equiparar los salarios y cuatro tópicos que suelen decirse para adornar los discursos. La auténtica paridad, siendo sinceros, significaría un trabajo hercúleo y desagradable para cualquier hombre de los de mi generación y me temo que para los de las generaciones posteriores. De hecho, y hablando en plata, la auténtica paridad sería una putada para cualquier hombre. Pasaría porque asumiéramos ese trabajo enorme y casi invisible que siempre hicieron y siguen haciendo las mujeres.

Eso lo sabemos, de modo que cuando nos preguntan si apoyamos la lucha de las mujeres todos, o casi todos, decimos que sí; faltaría más. Lo que no decimos es que no nos gusta limpiar la casa, no nos gusta fregar los platos y no queremos tener en la cabeza la previsión de si faltan garbanzos, no hay papel higiénico o los yogures están caducados. Lo nuestro es despreocuparnos y creer que las cosas se hacen solas. La disculpa es que no tenemos cabeza para llevar la casa. Solo la tenemos para pensar que, cada día, la comida se hace sola, la ropa se tiende mágicamente y la casa queda limpia por arte de birlibirloque.

Es difícil ser hombre en estos tiempos que corren, aunque, claro, mucho menos difícil que ser mujer. Por eso entiendo las exigencias y los reproches de las feministas. Entiendo que tienen motivos para estar cabreadas. A lo mejor, también se cabrea algún hombre por esto que digo aquí, pero acabará sonriendo y reconociendo que es verdad.

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España


lunes, 1 de marzo de 2021

La mala fama del lobo

Milio Mariño

La mala fama del lobo viene de largo. Hace siglos que se viene transmitiendo la idea de que el lobo es un animal sediento de sangre que mata por matar y lo mismo devora abuelitas, que ovejas, cabritillos o un registrador de la propiedad, si es que se pone a tiro. Esa es la idea que nos inculcaron desde niños. El cuento que nos contaban, de pequeños, siempre fue la versión de Caperucita, no sabemos cómo lo contaría el lobo. Seguro que aportaría una versión distinta. Es posible que dijera que si la niña de la caperuza roja hubiera ofrecido su cesta de la merienda para que él pudiera saciar el hambre atroz que llevaba no habría sucedido lo que sucedió luego. Sería una versión creíble y, de paso, no descarto que se despachara, a gusto, acusando a Caperucita de ser muy hipócrita, pues el hecho de que lo confundiera, tan fácilmente, con su abuelita demuestra lo poco que iba a visitarla.

Así que ya digo, nunca deberíamos dar por válida una opinión atendiendo a una sola voz. En este caso, para ser justos, conviene recordar que el lobo no ha matado, ni herido, ni siquiera atacado a ninguna persona en España en décadas. Incluso me atrevería a decir que ni en los últimos cien años.

Los problemas conviene dimensionarlos en su justa medida y los que ocasiona el lobo se exageran demasiado. No quiero decir con esto que no cause daños; los causa. De ahí que sea necesario hacer un diagnóstico correcto de los mismos y buscar la mejor forma de resarcirlos. Ese sería el camino, pero lo que ocurre es que cada vez que se da un paso, en cuanto a la protección del lobo, se crea una polémica desmesurada.

Hace un par de semanas salió adelante la propuesta ministerial de incluir al lobo en el Listado de Especies Silvestres de Régimen de Protección Especial. Propuesta que aquí, en Asturias, provoco un gran rechazo y que, por si alguien lo desconoce, es consecuencia de un dictamen científico y no de una decisión arbitraria del Gobierno de Pedro Sánchez.

Ahora mismo, la supervivencia del lobo, a pesar de lo que dicen algunos, está en peligro. No obstante, parece que interesa más que hablemos de los problemas que crea a los ganaderos que de otras cosas. Mientras hablamos del lobo, nadie se refiere, por ejemplo, al Tratado UE-Mercosur, cuyo impacto puede ser muy grave, o a las macro granjas que se extienden cada vez más imponiendo un modelo que acaba con las pequeñas ganaderías. También es grave el precio de los animales, muy afectados por la importación desde otros países.

Lo lógico y sensato sería que fuéramos capaces de proteger al lobo, como especie emblemática, y, al mismo tiempo, proteger los intereses de los ganaderos. Necesitamos que el lobo y la ganadería extensiva puedan convivir. Y eso pasa porque las Comunidades Autónomas, que son quienes tienen la competencia, paguen las indemnizaciones, por los daños del lobo, con menos trabas y mayor rapidez. Al final ese sería el precio a pagar por mantener una especie que está en peligro. Solo es cuestión de voluntad política, no hablamos de grandes indemnizaciones, hablamos de cantidades pequeñas, de poco dinero.

El lobo tiene mala fama, pero la solución no es matarlo, es procurar que siga viviendo y que no sea a costa de los ganaderos.


Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España


lunes, 22 de febrero de 2021

El Bachiller de la Princesa

Milio Mariño

Los Reyes, que son los padres, acaban de regalar a su hija, que es princesa, el bachillerato internacional en el Atlantic College de Gales, unos estudios que salen por 76.500 euros el curso, a lo que hay que sumar los escoltas, la tutora y la secretaria, que también salen por un pico y eso lo pagamos nosotros, aunque, en realidad, lo pagamos todo, pues todo el dinero de la Casa Real sale de las arcas públicas.

El bachiller de la princesa no será barato, pero las críticas que han surgido no inciden tanto en lo económico como en lo que supone para la imagen de una monarquía a la que no le queda mucho crédito, una decisión de este tipo. Hay quien piensa que no favorece en nada, ni a la institución monárquica ni tampoco a la sucesora del Reino de España, que la alejen, más todavía, de los ciudadanos de su país, en un momento en el que están viviendo una hecatombe social y económica y una crisis como no se recuerda. No faltan tampoco quienes consideran que mandar a la princesa a estudiar al Reino Unido, que ya ni siquiera es un país de la Unión Europea, significa una demostración de arrogancia elitista que cuestiona y desprecia el sistema educativo español.

Opiniones aparte, la decisión está tomada. Sea buena o mala idea, los que presumen de estar al tanto de lo que ocurre en Zarzuela dicen que los padres se han repartido los papeles. Que Felipe VI se ocupará de la educación militar de la princesa y que la reina Letizia es quien decide todo lo que concierne a su formación académica.

No sabemos si fue Felipe o Letizia quien tomó la decisión, pero lo del colegio elitista encaja con una reina que, en su día, fue presentada como “la nieta de un taxista” y lejos de aprovechar esa circunstancia para convertirse en un referente de cercanía con el pueblo, lo que transmite es todo lo contrario. Se ha convertido en una especie de caricatura de aquella persona anhelada por todos y, sobre todo, por los asturianos. Se ha hecho la cirugía estética un montón de veces, ha dado muestras de clasismo, son famosos sus desplantes, aparenta estar, siempre, de mal humor y se la ve huraña, aislada y sola. Si, en realidad, ha sido ella quien ha decidido el colegio de la princesa no puede decirse que fuera una gran idea. Tampoco lo hubiera sido mandarla a un instituto de Carabanchel. Entre que estudie en un colegio de élite enclavado en un castillo del siglo XII, que parece salido de un libro de Harry Potter, o en un módulo prefabricado, como los que hay en Madrid, caben muchas posibilidades. Y, algunas muy dignas y confortables.

Ahora mismo, de todas las monarquías europeas, la española es la que corre peligro. Pasa por un proceso de decadencia evidente, de modo que no le vendría mal prescindir de algunos lujos y mostrarse más humilde. Mandar a Leonor a estudiar a Gales, con el pretexto de que así entenderá mejor a los españoles, es cómo si el príncipe William mandara a sus hijos a estudiar a Sevilla, para que supieran como son los anglosajones.

Pero bueno, no todo es negativo. Si la princesa, al final, se marcha a Gales nos ahorramos el coñazo de comprarle papeletas para el viaje fin de curso.


Milio Mariño / Artículo de OPinión /Diario La Nueva España


lunes, 15 de febrero de 2021

La ley del deseo

Milio Mariño

Partiendo de que cada cual tiene las luces que tiene, uno analiza las suyas y llega a la conclusión de que quizá no alcancen a ser luces led. Son más modestas, de ahí que procure superar la desidia y me esfuerce por estar siempre al día y al loro de lo que sucede. Eso hago, pero sirve de poco ya que, de vez en cuando, descubro que progreso en ignorancia y en conocimientos y comprensión voy a peor.

Volví a comprobarlo, hace unos días, cuando leí el borrador de la llamada Ley Trans; una ley que pretende proteger los derechos de las personas transgénero. Acabé de leerlo y ya no es que no lo entendiera del todo, es que no entendía ni papa. Y eso que iba preparado. Sabía que se trataba de un asunto complejo y que estaba metiéndome en un terreno en el que es fácil resbalar y darse un tortazo. Claro que lo sabía, pero confiaba en que si abordaba el tema con una mentalidad abierta y un espíritu tolerante no tenía por qué resultarme difícil comprender de qué iba aquello ni qué era lo que pretendían quienes proponían la citada ley.

Para no ocultar nada, un poco mosqueado sí que estaba. Me había llamado la atención que ocho históricas feministas hubieran enviado una carta a Pedro Sánchez, reclamando que no se procediera a legislar sobre la materia sin sostener, previamente, un amplio y veraz debate en el que deberían aclararse algunos términos con los que no estaban de acuerdo. Me extrañaba que el feminismo más ortodoxo tuviera esas reservas y tachara, incluso, de reaccionario el proyecto de ley de la ministra Irene Montero.

Ya comentaba, al principio, que uno tiene las luces que tiene y, además, muchos años. Y, supongo que será por eso que acabé haciéndome un lío. No logré entender casi nada y menos aún el concepto “autodeterminación de género”. Esto es, que el género de cada uno no debería ser el que nos asignan al nacer, sino el que cada persona sienta y por el que se autodefina. Es decir, que la biología no cuente, que lo que cuente sea el deseo subjetivo de cada cual y que pueda hacerlo valer a partir de los dieciséis años. En consonancia, también se plantea que a la hora de inscribir a un recién nacido se evite asignarle un sexo, de modo que las categorías hombre/mujer, no figuren en el Registro Civil.

Perdonen la ignorancia, pero ahí ya me di por perdido y si no me tiré al rio fue porque no lo tenía a mano. La identidad hombre/mujer, que durante siglos no había suscitado ningún problema, resulta que ahora no solo se pone en cuestión, sino que pretenden eliminarla. Lo propuesta es que cualquiera pueda ser de su género sentido y no del género que le asignaron al nacer. Que cada cual sea lo que sienta y pueda sentirse lo que le dé la gana. Qué se yo: hombre, mujer o un tigre de bengala.

Al final, va resultar cierto eso de que la vida cada vez es más complicada. Celebro ser un hombre vulgar y corriente, con la testosterona justa para no plantearme problemas. Si cunde el ejemplo, si triunfa esa nueva ley del deseo por la cual cualquiera puede ser lo que quiera, igual algunos se olvidan de elegir sexo y eligen ser millonarios.


Milio Mariño /Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 8 de febrero de 2021

El almacenón de Siero

Milio Mariño

Quienes todavía no nos hemos contagiado del virus ni hemos pasado la enfermedad vivimos en un estado de ánimo que oscila entre la felicidad y el terror. Por un lado, nos alegra no haber muerto ni enfermado y por otro contamos los días esperando que nos chuten la vacuna antes de que aparezca el diablo y se cruce en nuestro camino. Intentamos sobrevivir y salir adelante siendo conscientes de que será imposible que volvamos a la normalidad de dos años atrás. El tiempo no se detiene y la vida nunca nos permite volver; nos obliga a continuar. De modo que aquí seguimos, capeando como podemos esto que, ciertamente, no es una guerra convencional, pero se parece bastante. Hay incertidumbre, otro estilo de vida, crisis económica, muchos muertos, muchos heridos, tristeza, héroes anónimos, algún insensato y miedo y esperanza no sé si a partes iguales.

Miedo lo seguimos teniendo y esperanza también. Hemos acabado por asumir las muertes del virus como se asumen los accidentes de tráfico y ya estamos pensando en qué pasará después. En el destino que les espera a quienes sean, o seamos, supervivientes. Cuestión que también preocupa porque hay dudas sobre si solo tendremos paro y ruina económica o cabe albergar la esperanza de una recuperación que nos depare algo mejor.

Es difícil predecirlo. En realidad, nadie se las promete muy felices, a pesar de que aquí, en Asturias, acabamos de recibir un par de noticias que son las más importantes y las de mayor calado económico en muchos años. Acabamos de conocer que Amazon invertirá 100 millones de euros en un centro logístico, en Siero, que prevé generar 2000 empleos directos y que Naturgy y Enagás han presentado un proyecto para producir hidrógeno verde y energía desde un parque eólico marino y otro terrestre que, si se lleva a efecto, supondrá para Asturias, la creación de otros 1.500 empleos en las fases de construcción, operación y mantenimiento.

Cuando leí estas noticias me puse tan contento como seguramente lo estarán ustedes, pero luego me topé con mi padre, que tiene 95 años, y el optimismo se fue diluyendo hasta que casi desapareció por completo.

Oye, estos que dicen que van a crear 2000 empleos, ¿qué producen, que es lo que fabrican? Preguntó mi padre. Producir no producen nada, se dedican a distribuir pedidos, son un centro de logística. O sea, que lo que van a montar en Siero no es una fábrica, es lo que podríamos llamar un almacenón, para que todos nos entendamos. Bueno si, más o menos. Pues entonces de riqueza nada, carretilleros y gente moviendo paquetes. Empleos de tercera regional ¿Y los otros? Los que se proponen sacar petróleo del aire… No digas nada, ahórrate las explicaciones porque imagino algo parecido. Pondrán la costa hecha un cristo sin que recibamos nada a cambio. Otra locura. Claro que tampoco me extraña. Es tiempo de locos. Ahora se reivindica el derecho a la diversión y a tener los bares abiertos antes que el derecho a la vida.

Las reflexiones de mi padre, que como dije tiene 95 años, me dejaron preocupado. Igual resulta que hemos repartido demasiado incienso. Antes recibíamos las noticias con un pensamiento mucho más crítico. Así que, dejando a un lado la sorna de los viejos, lo mismo no está mal traído llamar almacenón a lo que han bautizado con un nombre muy parecido.

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España


lunes, 1 de febrero de 2021

La cola de la vacuna

Milio Mariño

No es un sueño que llevemos casi un año contando y llorando muertos, soportando confina- mientos, sufriendo graves perjuicios económicos y renun- ciando a nuestra vida social, hasta el punto de que necesitamos un sobresfuerzo para no caer en la desesperación. Lejos de ser un sueño es una pesadilla real, pero, por si no fuera bastante, ahora nos enfrentarnos a una mutación del virus que es distinta de la inglesa, la brasileña o la surafricana. Es nuestra y muy española. Se trata de la mutación tienes un morro que te lo pisas, variable hispana que está provocado una epidemia de getas y caraduras a los que pillaron saltándose la fila y colándose para ponerse la vacuna cuando no les tocaba.

 Lo llamo epidemia porque no son, solo, unos pocos. Que se sepa, ya vamos por más de mil entre los que, al parecer, hay de todo. Consejeros autonómicos, altos cargos, funcionarios, generales del ejército, alcaldes, concejales y hasta un cura y dos obispos. Aquello que conocíamos como las fuerzas vivas. Una representación de esa España chunga que no desaparece ni con lejía. Los mandamases de toda la vida. Ya saben: el cura, el médico, el alcalde y el comandante de puesto de la Guardia Civil.

Las disculpas supongo que las conocen. En unos casos dijeron que las vacunas sobraban y daba pena tirarlas, en otros, los políticos decidieron considerarse, a sí mismos, personas de riesgo, y luego está lo del consejero de Sanidad de Ceuta, que ha dicho que no cree en las vacunas, pero que se procuró una y se la puso, en contra de su voluntad, porque sus asesores insistieron y no quería defraudarlos.

Mentiría si dijera que no temía lo que está pasando. Hubiera sido un milagro que todo marchara como es debido y cada uno esperara su turno. Duele reconocerlo, pero somos un país en el que portarse dignamente, cumplir y ser honrado, lejos de ser una virtud, está considerado de tontos. Aquí, el que se tiene por listo, aprovecha cualquier resquicio para saltarse el orden y llegar primero. Da igual lo que sea: la cola del super o una plaza de aparcamiento.

Colarse es un vicio feo, cutre y casposo. Pero, claro, no es igual colarse en la fila de la caja del super que en la cola de la vacuna. La cola de la vacuna es diferente a todas las demás. Exige ejemplaridad. Por eso quien se la salta, no es, simplemente, un geta o un caradura, es un desalmado egoísta que cae en lo más bajo de la mezquindad humana. No hay justificación que valga, los que se vacunaron cuando no les tocaba, no solo cometieron una falta grave desde el punto de vista ético, sino que deberían ser juzgados como autores de un presunto delito.

Es lo que pienso. De todos modos, no sabría decirles si estos comportamientos me producen más indignación que tristeza. Allá se van las dos sensaciones, aunque también reconozco que no nos lleva a ninguna parte flagelarnos más de la cuenta. Es preferible que nos quedemos con la parte positiva. Con que los chanchullos, de quienes se saltaron la cola de la vacuna, no han quedado impunes. Hemos descubierto a unos cuantos defraudadores, gracias a los medios de comunicación, y se supone que el Gobierno central y las Comunidades Autónomas tomarán medidas para que algo así no vuelva a repetirse.


Milio Mariño/ Diario La Nueva España / Artículo de Opinión