No es un sueño que llevemos casi
un año contando y llorando muertos, soportando confina- mientos, sufriendo graves
perjuicios económicos y renun- ciando a nuestra vida social, hasta el punto de
que necesitamos un sobresfuerzo para no caer en la desesperación. Lejos de ser un
sueño es una pesadilla real, pero, por si no fuera bastante, ahora nos
enfrentarnos a una mutación del virus que es distinta de la inglesa, la
brasileña o la surafricana. Es nuestra y muy española. Se trata de la mutación tienes
un morro que te lo pisas, variable hispana que está provocado una epidemia de getas
y caraduras a los que pillaron saltándose la fila y colándose para ponerse la
vacuna cuando no les tocaba.
Lo llamo epidemia porque no son, solo, unos pocos.
Que se sepa, ya vamos por más de mil entre los que, al parecer, hay de todo. Consejeros
autonómicos, altos cargos, funcionarios, generales del ejército, alcaldes,
concejales y hasta un cura y dos obispos. Aquello que conocíamos como las fuerzas
vivas. Una representación de esa España chunga que no desaparece ni con lejía.
Los mandamases de toda la vida. Ya saben: el cura, el médico, el alcalde y el comandante
de puesto de la Guardia Civil.
Las disculpas supongo que las
conocen. En unos casos dijeron que las vacunas sobraban y daba pena tirarlas,
en otros, los políticos decidieron considerarse, a sí mismos, personas de
riesgo, y luego está lo del consejero de Sanidad de Ceuta, que ha dicho que no
cree en las vacunas, pero que se procuró una y se la puso, en contra de su
voluntad, porque sus asesores insistieron y no quería defraudarlos.
Mentiría si dijera que no temía
lo que está pasando. Hubiera sido un milagro que todo marchara como es debido y
cada uno esperara su turno. Duele reconocerlo, pero somos un país en el que portarse
dignamente, cumplir y ser honrado, lejos de ser una virtud, está considerado de
tontos. Aquí, el que se tiene por listo, aprovecha cualquier resquicio para
saltarse el orden y llegar primero. Da igual lo que sea: la cola del super o
una plaza de aparcamiento.
Colarse es un vicio feo, cutre y
casposo. Pero, claro, no es igual colarse en la fila de la caja del super que en
la cola de la vacuna. La cola de la vacuna es diferente a todas las demás. Exige
ejemplaridad. Por eso quien se la salta, no es, simplemente, un geta o un caradura,
es un desalmado egoísta que cae en lo más bajo de la mezquindad humana. No hay
justificación que valga, los que se vacunaron cuando no les tocaba, no solo
cometieron una falta grave desde el punto de vista ético, sino que deberían ser
juzgados como autores de un presunto delito.
Es lo que pienso. De todos modos,
no sabría decirles si estos comportamientos me producen más indignación que
tristeza. Allá se van las dos sensaciones, aunque también reconozco que no nos
lleva a ninguna parte flagelarnos más de la cuenta. Es preferible que nos quedemos
con la parte positiva. Con que los chanchullos, de quienes se saltaron la cola
de la vacuna, no han quedado impunes. Hemos descubierto a unos cuantos
defraudadores, gracias a los medios de comunicación, y se supone que el
Gobierno central y las Comunidades Autónomas tomarán medidas para que algo así
no vuelva a repetirse.
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