No ganamos para sustos. Estábamos
tan contentos con esos aparatos portátiles que sirven para casi todo, y también
para llamar por teléfono, que cuando nos enteramos de que habían muerto 20
personas y otras 3.000 habían resultado heridas, porque alguien hizo que sus “buscas”
explotaran de manera simultánea, el miedo resbaló por las tripas abajo y más de
uno apretó, por si acaso, antes de que fuera demasiado tarde.
Que nuestro teléfono móvil pueda
convertirse en una pistola con el gatillo en manos de un asesino, induce al
pánico. Ya no se trata de que igual provoca tumores cerebrales, por las ondas
que irradia, o de que alguien escuche lo que hablamos, sepa dónde estamos o nos
tenga controlados. Se trata de qué ese alguien, mientras desayuna un café con
leche a miles de kilómetros de distancia, puede matarnos, sí quiere. Puede
porque le resulta fácil y no necesita, siquiera, ni tener puntería. Con mandar
un mensaje es suficiente para que el teléfono explote y nos vuele la cabeza.
Los expertos que lo saben todo y
siempre se preocupan por nosotros, han intentado tranquilizarnos diciendo que
los aparatos que explotaron funcionan con una tecnología muy anticuada. Aseguran
que nuestros Smartphone, de última generación, están muy por encima de los
rudimentarios “buscas” que causaron la catástrofe.
Peor nos lo ponen. Si fueron
capaces de hacer lo que hicieron con unos aparatos prácticamente obsoletos, qué
no harán con los buenos y los que están por llegar. Harán lo que les apetezca.
La historia de como hemos llegado
a esta locura es complicada. La televisión y el cine han contribuido a
banalizar la muerte y los videojuegos más todavía. También la distancia. Que el
verdugo esté alejado de la víctima supone que la sangre no le salpica y no deja
huella en su conciencia. No es igual matar con un cuchillo que con una pistola.
Y no digamos con un dron teledirigido a distancia.
Los neandertales inventaron que
se empezara a matar de otra manera que cuerpo a cuerpo. Con una lanza se podía
matar a veinte metros, con una flecha a casi doscientos y un francotirador
ucraniano acaba de batir el record matando a un soldado ruso a tres kilómetros
de distancia. Claro que eso no es nada si lo comparamos con lo que puede hacer un
piloto estadounidense con un avión no tripulado. Cuentan que Barak Obama
regresaba de jugar al golf cuando le invitaron a que presenciara la muerte de Bin
Laden en directo. La operación estaba siendo televisada y dirigida desde
Washington, a 11.000 kilómetros de distancia, por un grupo de altos mandos del
ejército reunidos en la Sala de Crisis de la Casa Blanca.
Lo ocurrido en Oriente Medio ha inaugurado
una nueva forma de matar en la que no pensábamos. Es curioso, pero apenas se
comenta. Nadie habla de que nos pueden matar con nuestro teléfono. Tal vez porque
la suerte está echada y es inútil tomar precauciones. Si llaman y lo coges
mueres y si no lo coges también. Mueres por no aceptar la llamada, sospechando
que quieren matarte, y mueres por aceptarla, para evitar que te maten. Mueres de
todas maneras. No es ciencia ficción. Acaban de demostrarlo. Han conseguido que
la muerte cambie la guadaña por el teléfono móvil porque les resulta mucho más
cómodo y más barato matarnos así que como lo venían haciendo hasta ahora.